—Matan a la gente. Se la comen. No los pises. ¿Eres de veras un religioso?
—Yo creo que sí.
—El hermano Christopher dice que no debemos confiar en ti, que eres un hereje. ¿Qué es un hereje?
—Un hereje es un hombre que no está de acuerdo con la religión de otro hombre. De hecho, yo pienso que el hermano Christopher es el hereje. ¿Quieres entrar?
El chico lo miraba todo con los ojos abiertos de par en par, poseído de una curiosidad insaciable, y no paraba de moverse. Martell ansiaba interrogarle acerca de sus aparentes poderes telequinésicos, pero sabía que en este momento era más importante intentar convertirle. Las preguntas que deseaba hacerle sólo conseguirían alejarle. Martell, paciente y trabajosamente, le explicó lo que ofrecían los vorsters. Era difícil analizar la reacción del chico. ¿Significarían algo los conceptos abstractos para un niño de diez años? Martell le dio el libro de Vorst, el texto sencillo. El chico prometió volver.
—Ten cuidado con los Hongos Dañinos —dijo al marcharse.
Pasaron unos días hasta que el chico regresó con la noticia de que Mondschein le había confiscado el libro. A Martell, en cierta forma, le complació saberlo. Era una señal de que los armonistas estaban asustados. «Que conviertan las enseñanzas de Vorst en algo prohibido y me llevaré a los cuatro mil conversos de Mondschein», pensó Martell.
Dos días después de la segunda visita de Elwhit, un hombre de rostro grande, ataviado con el hábito armonista, entró en la capilla.
—Estás tratando de robarnos a ese chico, Martell —dijo sin presentarse—. No lo hagas.
—Vino por voluntad propia. Puedes decirle a Mondschein…
—El niño siente curiosidad, pero sufrirá si sigues permitiéndole que venga. Disuádele la próxima vez, Martell. Por su bien.
—Estoy intentando alejarle de vosotros por su bien —replicó el vorster con tranquilidad. Y haré lo mismo con todos los que vengan. Estoy dispuesto a luchar con vosotros para quedármelo.
—Le destruirás. Caerá en la lucha. Déjale en paz. Disuádele.
Martell no pensaba rendirse. Elwhit significaba el medio de poner una pica en Venus, y sería una locura desperdiciar la ocasión.
A última hora de la tarde se presentó otro visitante, tan amistosamente como la rana cornuda. Era un fornido venusiano de casta inferior, provisto de un puñal enfundado bajo cada axila. No había venido para rezar.
—Apaga esa cosa y deshazte de las materias fisionables antes de diez horas —dijo, señalando el reactor.
—Es necesario para nuestra observancia religiosa —replicó Martell, el ceño fruncido.
—Son materias fisionables. Aquí está prohibido disponer de un reactor privado.
—En la aduana no pusieron objeciones —observó Martell—. Declaré el cobalto 60 y expliqué su propósito. Me permitieron introducirlo.
—Las aduanas son las aduanas. Ahora estás en la ciudad, y yo digo no a las materias fisionables. Necesitas un permiso para hacer lo que estás haciendo.
—¿Y dónde consigo el permiso? —preguntó Martell, contemporizando.
—En la policía. Yo soy la policía. Petición denegada. Apaga el artilugio.
—¿Y si no lo hago?
Martell pensó por un instante que el presunto policía le apuñalaría en el acto. El hombre retrocedió como si Martell le hubiera escupido en la cara.
—¿Me estás desafiando? —preguntó, tras un inquietante silencio.
—Te estoy haciendo una pregunta.
—Te pido, basándome en mi autoridad, que te deshagas de ese reactor. Si desafías mi autoridad, me desafías a mí. ¿Está claro? No pareces un hombre de acción. Actúa con inteligencia y haz lo que te digo. Diez horas. ¿Me has oído?
Se marchó.
Martell meneó la cabeza, entristecido. ¿Era la defensa de la ley una cuestión de orgullo personal? Bien, sólo cabía esperar esto. Más aún: querían que apagara su reactor, y sin reactor la capilla no sería una capilla. ¿Podía apelar? ¿A quién? Si se enfrentara al intruso y le matara, ¿le conferiría ello derecho a mantener encendido el reactor? En cualquier caso, difícilmente daría ese paso.
Martell decidió no rendirse sin lucha. Acudió a las autoridades, o a quienes pasaban por ser las autoridades en aquel lugar, y después de esperar cuatro horas a que le recibiera un oficial de menor rango, recibió la instrucción fría y concisa de que desmantelara el reactor cuanto antes. Sus protestas fueron en vano.
Weiner tampoco le sirvió de ayuda.
—Apague el reactor —le aconsejó el marciano.
—No puedo realizar mis funciones sin él. ¿De dónde se han sacado esta ley sobre el uso privado de los reactores?
—Probablemente la inventaron en su honor —insinuó Weiner con afabilidad—. No hay forma de evitarlo, hermano. Tendrá que cerrarlo.
Martell volvió a la capilla. Encontró a Elwhit esperando en la escalinata. El chico parecía preocupado.
—No cierres —dijo.
—No lo haré —Martell le invitó a entrar—. Ayúdame, Elwhit. Enséñame. He de aprender.
—¿El qué?
—¿Cómo desplazas las cosas con tu mente?
—Me meto en su interior. Me apodero de lo que hay dentro. Existe una fuerza. Es difícil explicarlo.
—¿Te enseñaron a hacerlo?
—Es como caminar. ¿Qué mueve tus piernas? ¿Qué las hace enderezarse debajo de ti?
Martell hervía de frustración contenida.
—¿Puedes decirme qué sientes cuando lo haces?
—Calor. En la parte superior de la cabeza. No lo sé. No siento gran cosa. Habíame del electrón, hermano Nicholas. Cántame la canción de los fotones.
—Enseguida —Martell se agachó para mirar al chico a los ojos—. ¿Tu padre y tu madre pueden mover cosas?
—Un poco. Yo puedo mover más.
—¿Cuándo descubriste que podías hacerlo?
—La primera vez que lo hice.
—¿Y no sabes cómo…? —Martell se calló. No tenía sentido. ¿Cómo iba a describir un niño de diez años una función telequinésica? Lo hacía con la misma naturalidad que respiraba. Era preciso embarcarlo hacia la Tierra, hacia Santa Fe, y dejar que el Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst le echara un vistazo. Pero sería imposible, obviamente. El chico no iría, y no sería muy ético enviarle contra su voluntad.
—Cántame la canción —pidió Elwhit.
—En nombre del espectro, del quantum y del sagrado angstrom…
La puerta de la capilla se abrió y entraron tres venusinos: el jefe de policía y dos agentes. El muchacho giró sobre sus talones y se escabulló en dirección a la parte posterior.
—¡Cogedle! —aulló el jefe de policía.
Martell protestó a voz en grito. Fui inútil. Los dos agentes persiguieron al chico hasta el patio. Martell y el jefe de policía les siguieron.
Los agentes rodearon al muchacho. De repente, el más corpulento salió disparado por los aires, pateando violentamente mientras caía sobre el mortífero grupo de Hongos Dañinos que crecían entre la maleza. Aterrizó con un golpe sordo. Se produjo un gemido ahogado. Martell había observado que los Hongos Dañinos se movían con rapidez. El moho carnívoro devoraba cualquier cosa orgánica; los filamentos pegajosos, que reaccionaban con ominosa velocidad, se pusieron en acción al instante. El agente quedó atrapado en una red de zarcillos cuyas enzimas adhesivas entraron en funcionamiento al cabo de un segundo. Debatirse empeoraba la situación. El hombre se agitó y estiró, pero los zarcillos se multiplicaron, clavándole en el suelo. Había llegado el momento de las enzimas digestivas. Un aroma dulzón y nauseabundo brotó del macizo de Hongos Dañinos.
Martell no tuvo tiempo de examinar el proceso de disolución. El venusino atrapado en los funestos anillos de limo estaba a punto de morir; el agente superviviente, con el rostro casi blanco de miedo y rabia, atacó al muchacho con un cuchillo.