Elwhit se lo arrebató de la mano. Intentó reunir fuerzas para lanzarle sobre el grupo de hongos, pero su cara estaba perlada de sudor, y los músculos que tensaban sus mejillas hablaban bien a las claras de su lucha interna. El agente se tambaleó, resistiéndose a la telequinesis. Martell se quedó petrificado. El jefe de policía se precipitó hacia adelante con el cuchillo en alto.
—¡Elwhit! —chilló Martell.
Ni un telequinésico podía defenderse de una puñalada en la espalda. La hoja se hundió profundamente. El chico se desplomó. En el mismo momento, vencida la presión ejercida sobre él, el agente cayó al suelo. El jefe agarró al herido y convulso muchacho y le arrojó a los Hongos Dañinos. Fue a parar junto a los restos del agente muerto, y Martell contempló horrorizado cómo los siniestros zarcillos se apoderaban del niño. Sintió náuseas. Tuvo que apelar a las técnicas disciplinarias para que su mente reaccionara.
Para entonces, el jefe de policía y el agente habían recuperado la serenidad. Echaron una brevísima ojeada a los dos cadáveres disueltos, agarraron a Martell y le obligaron a entrar de nuevo en la capilla.
—Ha asesinado a un niño —dijo Martell, sin poder controlarse—. Le apuñaló por la espalda. ¿Dónde está su honor?
—Lo aclararé ante nuestros tribunales, cura. Ese chico era un asesino, influido por doctrinas peligrosas. Sabía que íbamos a clausurar la capilla. Estar aquí constituía una violación de la ley. ¿Por qué no ha apagado el reactor?
Martell luchaba por encontrar las palabras precisas. Quería decir que no pensaba aceptar la derrota, que se iba a quedar aquí, decidido a luchar hasta el martirio si era necesario, a pesar de la orden que le conminaba a cerrar el templo. Sin embargo, el brutal asesinato de su único converso había doblegado su voluntad.
—Apagaré el reactor —dijo con voz hueca.
—Hágalo.
Martell lo desmanteló. Los policías aguardaron, e intercambiaron miradas de complacencia cuando la luz se desvaneció.
—No es una capilla de verdad sin esa luz encendida, ¿verdad, cura? —preguntó el agente.
—No —respondió Martell—. Creo que también voy a cerrar la capilla.
—No ha durado mucho.
—No.
—Míralo, con esas branquias que se agitan —dijo el jefe de policía—. Todo para parecerse a nosotros, ¿y a quién ha engañado? Vamos a darle una lección.
Avanzaron hacia él. Ambos eran hombres corpulentos y fuertes. Martell estaba desarmado, pero no les tenía miedo. Sabía defenderse. Se acercaron a él, dos figuras de pesadilla, grotescamente inhumanas, de ojos brillantes y hendidos, párpados internos que se movían arriba y abajo por efecto de la tensión, narices pequeñas que oscilaban, branquias temblorosas. Martell hizo un esfuerzo para recordarse que era tan monstruoso como ellos; ahora era un transformado. Su hermano.
—Démosle una fiesta de despedida —dijo el agente.
—Han conseguido su propósito —objetó Martell—. Voy a cerrar la capilla. ¿También necesitan atacarme? ¿De qué tienen miedo? ¿Tan peligrosas son las ideas para ustedes?
Un puño se hundió en la boca de su estómago. Martell se tambaleó, retuvo el aliento y se esforzó en conservar la calma. El canto de una mano golpeó su garganta. Martell la desvió de un manotazo y aferró la muñeca. Se produjo un breve intercambio de iones y el agente se derrumbó, maldiciendo.
—¡Cuidado! ¡Es eléctrico!
—No pretendo hacerles daño —advirtió Martell—. Déjenme salir.
Las manos volaron hacia los cuchillos. Martell esperó. Después, poco a poco, la tensión disminuyó. Los venusinos se hicieron a un lado, como dando la discusión por concluida. Después de todo, habían logrado dar al traste con la misión vorster, y ahora parecían ser reacios a enfrentarse con el misionero derrotado.
—Largúese de la ciudad, terrícola —masculló el jefe de policía—. Vuelva a su lugar de origen. No vuelva a enredarnos con su religión de pacotilla. No nos interesa ninguna. ¡Fuera!
5
No hay negrura comparable a la del cielo nocturno de Venus, pensó Martell. Era como una capa de lana que envolviera la cúpula del firmamento. Ni una estrella, ni un rayo de luna atravesaba aquel arco de tinieblas. Sin embargo, despuntaba una luz, ocasional e intermitente: grandes aves predadoras, diabólicamente luminosas, rasgaban la oscuridad en el momento más inesperado. Martell, de pie en la terraza posterior de la capilla armonista, observó el vuelo de un ser resplandeciente, a menos de treinta metros de altura, suficiente para divisar la hilera de garras ganchudas que erizaban los bordes sobresalientes de las alas curvadas en forma de flecha.
—Nuestras aves también tienen dientes —dijo Christopher Mondschein.
—Y las ranas tienen cuernos —señaló Martell—. ¿Por qué es tan perverso este planeta?
—Pregúnteselo a Darwin, amigo mío —rió Mondschein—. Sucedió así. ¿Así que ha conocido a nuestras ranas? Unos biche jos mortales. Y ha visto una rueda. También tenemos peces muy divertidos. Y fauna carnívora. Sin embargo, carecemos de insectos. ¿Se imagina? Ni un artrópodo terrestre. Hay algunos deliciosos en el mar, por supuesto, una especie de escorpión más grande que un hombre, un tipo de langosta de garras espantosamente enormes, pero aquí nadie entra en el mar.
—Lo entiendo muy bien —dijo Martell. Otra ave luminiscente pasó volando, rozó los árboles y se alejó. De su cabeza plana brotaba un resplandeciente órgano carnoso del tamaño de un melón, oscilando al extremo de un grueso pedúnculo.
—¿De modo que quiere unirse a nosotros, después de todo? —dijo Mondschein.
—En efecto.
—¿Infiltrándose, Martell? ¿Espiando?
Las mejillas de Martell se cubrieron de rubor. Los cirujanos le habían respetado dicha reacción, que se manifestaba con un color gris oscuro.
—¿Por qué me acusa? —preguntó.
—¿Por qué otro motivo se uniría a nosotros? Se expresó con mucha contundencia la semana pasada.
—Eso fue la semana pasada. Mi capilla está cerrada. Vi con mis propios ojos cómo asesinaban a un muchacho que confiaba en mí. No deseo contemplar más asesinatos similares.
—¿Admite, por tanto, que fue culpable de su muerte?
—Admito haber permitido que pusiera en peligro su vida.
—Nosotros se lo advertimos.
—Pero no tenía ni idea de la crueldad de las fuerzas que se abatirían sobre mí. Ahora, sí. No puedo soportarlo solo. Deje que me una a ustedes, Mondschein.
—Demasiado transparente, Martell. Vino aquí ansioso de convertirse en mártir. Ha tirado la toalla demasiado pronto. Es obvio que pretende espiar nuestro movimiento. Las conversaciones nunca son tan sencillas, y usted no es un hombre fácil de convencer. Sospecho de usted, hermano.
Martell observó un pájaro centelleante que se recortaba contra el fondo oscuro.
—¿Se niega a aceptarme, pues?
—Esta noche le concedemos asilo. Por la mañana tendrá que marcharse. Lo siento, Martell.
Por más persuasivo que se mostrase, la decisión del armonista no cambiaría. Martell no estaba sorprendido, ni tampoco decepcionado; unirse a los armonistas había sido una estrategia de dudoso éxito, y esperaba el rechazo de Mondschein. Si hubiera aguardado seis meses a solicitar el ingreso, quizá la respuesta habría sido diferente.
Se mantuvo apartado mientras el pequeño grupo de armonistas celebraba los ritos vespertinos. No los llamaban «vísperas», desde luego, pero Martell solía identificar a los herejes con la religión más antigua. Tres terráqueos alterados estaban destinados en la misión, y las voces de ambos subordinados hacían coro con la de Mondschein al interpretar los himnos, que parecían ofensivos en su religiosidad, pero al mismo tiempo algo conmovedores. Siete venusinos de casta inferior participaban en el servicio. Después, Martell compartió una cena a base de carne desconocida y vino ácido con los tres armonistas. Su presencia no les incomodó; de hecho, casi parecían satisfechos. Uno, Bradlaugh, era delgado y de aspecto frágil, brazos largos y facciones cómicamente embotadas. El otro, Lázaro, era robusto y atlético, de ojos vacuos y piel tensa como una máscara sobre su ancha cara. Era el que había visitado la malograda capilla de Martell. Éste sospechaba que Lázaro era un esper. Su apellido despertó la curiosidad del misionero.