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—¿Es usted pariente del Lázaro? —preguntó.

—Su sobrino nieto. Nunca llegué a conocerle.

—Parece que nadie ha llegado a conocerle —dijo Martell—. A veces pienso que el presunto fundador de su herejía no es más que un mito.

Los rostros que le rodeaban se pusieron rígidos.

—Conozco a alguien que le vio una vez —dijo Mondschein—. Un hombre impresionante, en su opinión: alto e imponente, con cierto aire majestuoso.

—Como Vorst —señaló Martell.

—Muy parecido a Vorst. Líderes naturales, ambos —Mondschein se puso en pie—. Buenas noches, hermanos.

Martell se quedó a solas con Bradlaugh y Lázaro. Se produjo un incómodo silencio. Al cabo de un rato, Bradlaugh se levantó y habló con frialdad.

—Le acompañaré a su habitación.

El cuarto era pequeño, provisto únicamente de un catre. Martell se quedó satisfecho. Había menos símbolos religiosos de los que esperaba, y era un lugar adecuado para dormir. Rezó sus oraciones con gran rapidez y cerró los ojos. Poco después, una capa de sueño ligero recubrió la agitación que le embargaba.

La capa se quebró.

Se oyeron unas carcajadas retumbantes y ásperas. Algo golpeó las paredes de la capilla. Martell consiguió despertarse a tiempo de oír un grito apagado.

—¡Entregadnos al vorster!

Se incorporó. Alguien entró en su habitación. Era Mondschein.

—Están borrachos —susurró el armonista—. Han estado de juerga toda la noche y ahora vienen a armar camorra.

—¡El vorster! —rugió alguien fuera.

Martell miró por la ventana. Al principio no vio nada; después, a la luz de los farolillos que alumbraban los muros externos de la capilla, vislumbró siete u ocho figuras titánicas que se tambaleaban de un lado a otro del patio.

—¡Miembros de la casta superior! —jadeó Martell.

—Uno de nuestros espers nos avisó hace una hora —dijo Mondschein—. Tenía que suceder tarde o temprano. Saldré y les calmaré.

—Le matarán.

—No es a mí a quien persiguen.

Martell le vio salir del edificio. Sobre él se cerró el anillo de venusinos borrachos, y Martell dedujo, por su actitud amenazadora, que le iban a hacer daño. Vacilaron. Mondschein les hizo frente con determinación. Dada la distancia, Martell no distinguía lo que decían. Parlamentaban, probablemente. Los gigantes iban armados y se tambaleaban. Un ser luminoso pasó sobre el grupo, y Martell vislumbró de súbito los rostros de los hombres de casta superior, alienígenas, deformados, aterrorizantes. Sus pómulos parecían hojas de cuchillo; sus ojos eran meras hendiduras. Mondschein, dando la espalda a la ventana, gesticulaba, hablando sin duda con rapidez y vehemencia.

Un venusino levantó una enorme piedra y la arrojó contra la blanca pared de la misión. Martell se mordió los nudillos. Hasta él llegaron fragmentos de conversación, palabras inquietantes.

—Deja que le atrapemos… Podemos terminar con todos vosotros… Ya es hora de que os aplastemos como sapos…

Mondschein levantó las manos. ¿Imploraba, o sólo trataba de calmar los ánimos de los venusinos?, se preguntó Martell. Se le antojó un gesto hueco, inútil. En la Hermandad no se rezaba para obtener una recompensa. Se vivía bien, se servía a la causa, y la recompensa llegaba a su debido momento. Martell se tranquilizó. Se puso el hábito y salió al exterior.

Nunca había estado tan cerca de hombres de casta superior. Despedían un olor fétido, un olor que a Martell le recordó la rueda. Contemplaron con incredulidad la aparición del vorster.

—¿Qué quieren? —preguntó Martell.

Mondschein le dedicó una fugaz mirada.

—¡Vuelva adentro! ¡Estoy negociando con ellos!

Un venusino desenvainó la espada. La hundió treinta centímetros en la tierra esponjosa, se apoyó en ella y dijo:

—¡Aquí tenemos al curita! ¿A qué esperamos?

—No debería haber salido —dijo Mondschein, indeciso—. Aún existía una esperanza de serenarles.

—Ni la menor esperanza. Destruirán todo lo que usted ha hecho aquí si no les apaciguo. No tengo derecho a infligirle esta desgracia.

—Usted es nuestro invitado —le recordó Mondschein.

Martell no pensaba aceptar la caridad de los herejes. Tal como los armonistas sospechaban, había acudido a ellos con la pretensión de espiar; había fracasado, al igual que en todo lo demás, y no estaba dispuesto a esconderse tras el hábito verde de Mondschein.

—Entre. ¡Rápido! —ordenó, tomando a Mondschein del brazo.

El armonista se encogió de hombros y desapareció. Martell se dio la vuelta para encararse con los venusinos.

—¿A qué han venido? —preguntó.

Un escupitajo le alcanzó en plena cara.

—Le empalaremos y le arrojaremos al estanque de Ludlow, ¿eh? —dijo un venusino, sin hacerle caso.

—¡Lo cortaremos en pedazos y lo asaremos!

—¡Lo ataremos con estacas para que lo devore una rueda!

—He venido en son de paz —dijo Martell—. Os he traído el don de la vida. ¿Por qué no escucháis? ¿De qué tenéis miedo? —comprendió que eran como niños grandes, que se divertían empleando su fuerza en aplastar hormigas—. Sentémonos bajo aquel árbol. Os quitaré la borrachera. Bastará con que me deis la mano…

—¡Cuidado! —rugió un venusino—. ¡Da corriente!

Martell alargó la mano hacia el gigante más cercano. El hombre saltó hacia atrás con manifiesta torpeza. Al instante, como para expiar su falta de agilidad, desenvainó su espada, un centelleante anacronismo tan largo como Martell. Dos venusinos sacaron sus cuchillos. Se abalanzaron hacia delante. Martell llenó sus pulmones alterados de aire alienígena y esperó que su sangre en otro tiempo roja se derramara sobre la tierra. De repente, se volatilizó.

—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó el embajador Nat Weiner.

—Ojalá lo supiera —replicó Martell.

La súbita luminosidad del despacho deslumbre los ojos de Martell. Todavía veía las hojas de las temibles espadas que descendían hacia él. Una sensación de irrealidad le sacudió, como si hubiera abandonado un sueño para penetrar en otro, en el cual soñaba una historia diferente.

—Este es un edificio de máxima seguridad —dijo Weiner—. No está autorizado a entrar aquí.

—Ni siquiera estoy autorizado a vivir —replicó el misionero sin vacilar.

6

Martell sopesó la posibilidad de volver a la Tierra para contar lo que sabía en Santa Fe. Podría dirigirse al Centro Vorster, donde, menos de un año antes, había entrado con su aspecto terrícola en una habitación, saliendo transformado en un ser extraterrestre por obra y gracia de cuchillas giratorias y láseres cortantes. Podía solicitar una entevista con Reynolds Kirby e informar al canoso centenario de labios finos de que los venusinos dominaban la telequinesis, de que eran capaces de desviar una rueda, lanzar a un atacante a los Hongos Dañinos o teleportar sin el menor daño a un ser humano a ocho kilómetros de distancia y a través de las paredes.

En Santa Fe debían enterarse. La situación tenía mal aspecto. La firme implantación de los armonistas en Venus y la abundancia de teleportadores podían significar un golpe desastroso para el proyecto de Vorst. Los vorsters habían logrado sustanciales éxitos en la Tierra, por supuesto. Eran los dueños del planeta. Sus laboratorios habían llevado a cabo proyecciones estadísticas sobre la duración de la vida que apuntaban a una longevidad de trescientos o cuatrocientos años sin trasplante de órganos, regenerando desde el interior del cuerpo; una especie de inmortalidad. No obstante, la inmortalidad era sólo un objetivo de los vorsters. El otro era llegar a las estrellas más inalcanzables.