Martell no contestó. Un muchacho salió del bosque. Era venusino, tal vez el que le había salvado de la rueda, tal vez el hermano de Elwhit. Parecían intercambiables en su peculiaridad. La conducta de Mondschein se transformó al instante. Sonrió levemente y se olvidó de los temas cósmicos.
—Tráenos un pez —dijo al muchacho.
—Sí, hermano Christopher.
Se hizo el silencio. Las venas de la frente del chico palpitaron. El agua hirvió en el centro del lago y un chorro de espuma salió disparado hacia lo alto. Apareció un animal escamoso, de color dorado apagado. Quedó suspendido en el aire, tres metros de furia frustrada; sus grandes mandíbulas se abrían y cerraban, impotentes. La bestia se abalanzó sobre el grupo reunido en la orilla.
—¡Ese no! —jadeó Mondschein.
El muchacho lanzó una carcajada. El enorme pez fue devuelto al lago. Un instante después cayó a los pies de Martell algo opalescente, un animal de medio metro de largo, numerosos dientes, aletas que casi eran piernas y una cola en forma de abanico, provista de púas que se agitaban y estremecían. Martell se apartó de un salto, pero enseguida comprendió que no se hallaba en peligro. La cabeza del pez se abatió como golpeada por un puño invisible y quedó inmóvil. El esbelto y sonriente muchacho, que había sacado del agua al monstruo y a este pequeño animal igualmente mortífero, podía matar con un leve impulso de sus lóbulos frontales.
Martell miró a Mondschein.
—¿Todos sus impulsores… son venusinos?
—Todos.
—Confío en que los tenga controlados.
—Yo también —replicó Mondschein. Agarró al pez con cuidado por una gruesa aleta, procurando que las púas de la cola no le apuntaran—. Un bocado exquisito, en cuanto saquemos los sacos de veneno, por supuesto. Cogeremos dos o tres más y esta noche cenaremos demonio marino para celebrar su conversión, hermano Martell.
8
Le dieron una habitación, le destinaron a trabajos domésticos, y en sus ratos libres le adoctrinaron sobre los principios de la Armonía Trascendente. Martell encontró la habitación adecuada y el trabajo aceptable, pero tragarse la teología le costó bastante más. No podía fingir, ni en su interior ni de puertas afuera, que tuviera sentido para él. Cristianismo maquillado, unas gotas de Islam, una pizca de budismo puesto al día, todo ello encajado en una estructura copiada sin el menor recato de Vorst. Una mezcla indigesta para Martell. Las enseñanzas de Vorst ya contenían bastante sincretismo, pero Martell las aceptaba porque se había criado en su seno. Instruirse en la herejía era muy diferente.
Empezaban con Vorst, aceptándole como profeta del mismo modo que el cristianismo respetaba a Moisés y el Islam honraba a Jesús. Pero, por supuesto, existía la posterior desviación, representada por la figura de David Lázaro. Los escritos de Vorst no mencionaban a Lázaro. Martell conocía su existencia gracias a sus estudios sobre la historia de la Hermandad de la Radiación Inmanente, que mencionaban a Lázaro de pasada como una figura tangencial, un temprano partidario de Vorst y también un temprano disidente.
Pero Vorst vivía y, según afirmaban ambos grupos, viviría eternamente, en armonía con el cosmos, el Primer Inmortal. Lázaro había muerto, mártir de la honradez, cruelmente traicionado y asesinado por los prepotentes vorsters cuando triunfaron en la Tierra.
El Libro de Lázaro narraba la triste historia. Martell sintió escalofríos cuando leyó:
Lázaro era confiado y carecía de malicia. Pero los hombres de corazón duro le asaltaron una noche y le asesinaron, y alimentaron el convertidor con su cuerpo para que no quedara ni una sola molécula. Y cuando Vorst supo la noticia, derramó amargo llanto y dijo: Ojalá me hubierais matado a mí en su lugar, porque de esta manera le habéis concedido una inmortalidad que nunca perderá…
Martell no encontró ni un pasaje de las escrituras armonistas que desacreditara a Vorst. Incluso se describía el asesinato de Lázaro como obra de secuaces, ejecutado sin el conocimiento o el deseo de Vorst. Las escrituras estaban impregnadas de la confianza en que un día la fe se reunificaría, si bien quedaba patente que los armonistas sólo se plegarían a la unidad sin que se les impusiera por la fuerza, y en completa igualdad.
Unos meses antes, Martell habría considerado absurdas sus pretensiones. En la Tierra eran un movimiento insignificante, que cada año perdía adeptos. Ahora, entre ellos pero no integrado del todo, comprendía que había subestimado su poder. Venus les pertenecía. Por más que fanfarronearan y se pavonearan los nativos de casta superior, ya no eran los amos. Había espers entre los venusinos de la oprimida casta inferior (impulsores, como mínimo), y habían puesto su destino en manos de los armonistas.
Martell trabajó. Aprendió. Escuchó. Y sintió miedo.
Llegó la estación de las tormentas. Brotaron de las eternas nubes lenguas de fuego que iluminaron todo Venus. Torrentes de lluvia enconada azotaron las llanuras. Arboles de ciento cincuenta metros de altura fueron arrancados de la tierra y transportados a grandes distancias. De vez en cuando, miembros de la casta superior se acercaban a la capilla para burlarse o proferir amenazas, y entre carcajadas y alaridos lanzaban gritos de desafío, mientras en el interior del edificio sonrientes muchachos de casta inferior aguardaban, dispuestos a defender a sus maestros en caso necesario. En cierta ocasión, Martell vio a tres hombres de casta superior catapultados a veinte metros de la entrada cuando intentaban irrumpir por la fuerza.
—Nos ha golpeado un rayo —se dijeron entre sí—. Hemos tenido suerte de sobrevivir.
La primavera trajo el calor. Martell trabajó en los campos, arañándose su piel alienígena. Bradlaugh y Lázaro le acompañaron. Ya no tomaba lecciones. Estaba bien versado en la docrina armonista, pero sin asumirla, y una barrera de escepticismo, en apariencia infranqueable, le impedía profundizar en ella.
Entonces, un día sofocante en que el sudor manaba a chorros de los poros alterados de los exterrícolas, el hermano León Bradlaugh se unió al cortejo de santos mártires. Sucedió con gran rapidez. Estaban en el campo, una sombra se cernió sobre ellos, y una voz silenciosa gritó en el interior de Martelclass="underline" «¡Cuidado!».
No pudo moverse, pero tampoco estaba escrito que ese día moriría. Algo cayó a plomo desde el cielo, algo pesado y alado, y Martell vio un pico de un metro de largo que se hundía en el pecho de Bradlaugh. Brotó un chorro de sangre cobriza. Bradlaugh se desplomó, empalado por el alcaudón. Este desenterró el pico y se oyó el sonido de la carne al ser rasgada y destrozada.
Rindieron el último homenaje a los restos de Bradlaugh. El hermano Christopher Mondschein presidió la ceremonia, y después requirió la presencia de Martell.
—Ya sólo quedamos tres —dijo—. ¿Te harás cargo de la enseñanza, hermano Martell?
—Yo no soy de los vuestros.
—Vistes un hábito verde. Conoces nuestras creencias. ¿Aún te consideras un vorster, hermano?
—Yo… Yo no sé lo que soy. Necesito reflexionar.
—No tardes en darme tu respuesta, hermano. Tenemos mucho que hacer.
Martell no sabía que en menos de un día sabría de qué lado estaba. Al día siguiente del funeral de Bradlaugh, llegó la nave de pasajeros que hacía el trayecto desde Marte cada tres semanas. Martell no se enteró hasta que Mondschein mandó a buscarle.
—Llévate a uno de los muchachos en el coche, y rápido. ¡Hay que salvar a un hombre!