Martell no hizo preguntas. La noticia había sido transmitida mediante una cadena de espers, y su misión se limitaba a obedecer. Entró en el coche. Uno de los pequeños acólitos venusinos se sentó a su lado.
—¿Qué dirección tomamos? —preguntó Martell.
El chico hizo un gesto. Martell apretó el botón de arranque. El coche aceleró por la carretera que llevaba a la autopista. Al cabo de cinco kilómetros, el muchacho gruñó una orden y el coche se detuvo.
Una figura cubierta con un hábito azul se divisaba a un lado de la carretera, la espalda apoyada contra el tronco de un gigantesco árbol. Había dos maletas abiertas caídas en la carretera, y un animal de lomo angosto y peludo, hocico chato y colmillos que recordaban a los de un jabalí estaba revolviendo su contenido, mientras su pareja atacaba al vorster recién llegado. El hombre intentaba romper el cerco dando patadas y puñetazos al animal.
El muchacho saltó del coche. Sin el menor esfuerzo aparente, hizo que los dos animales volaran por los aires y se estrellaran contra unos árboles, al otro lado de la carretera. Cayeron a tierra, aturdidos pero resueltos. El chico les hizo levitar de nuevo y entrechocar sus cabezas. Esta vez dieron media vuelta y huyeron, buscando refugio en unos matorrales.
—Parece que Venus siempre recibe a los recién llegados de esta manera —dijo Martell—. Mi comité de recepción fue un ser llamado rueda. Y espero que nunca se tropiece con una. Me habría hecho pedazos de no ser por un muchacho venusino que tuvo la gentileza de ponerla ruedas arriba. ¿Es usted un misionero?
El hombre parecía demasiado desconcertado para responder de inmediato. Enlazó las manos, las separó y se ajustó el hábito.
—Sí… —dijo por fin—. Sí, lo soy. Vengo de la Tierra.
—¿Transformado quirúrgicamente, por lo tanto?
—Exacto.
—Yo también. Me llamo Nicholas Martell. ¿Cómo van las cosas por Sante Fe, hermano?
Los labios del recién llegado se tensaron. Era un hombrecillo descarnado, uno o dos años más joven que Martell.
—Si usted es Martell, ¿qué puede importarle? Martell el hereje. Martell el renegado.
—No. Quiero decir que… yo…
Se quedó callado. Sus manos estrujaron la tela del hábito verde armonista. Las mejillas le ardían. Asumió con dolor la verdad sobre sí mismo, que el cambio se había producido de fuera a dentro, y ya no pudo sostener la mirada de su transformado sucesor en la misión de Venus. Se volvió, clavando la vista en el espeso bosque que ya no le resultaba alienígena.
CUATRO
Lázaro, levántate y anda
2152
1
La Monopista Uno de Marte, la arteria principal, corría de este a oeste como una faja de cemento que bordeaba el hemisferio occidental del planeta. Al norte se extendía la Región del Lago, con sus fértiles campos; al sur, más cerca del ecuador, se encontraba el anillo de vibrantes estaciones compresoras, tan fundamentales en la realización del milagro. El ojo observador podía reconocer todavía los viejos cráteres y hendiduras del paisaje, ocultos ahora bajo una capa de hierba cortada y ocasionales bosques de pinos.
Los pilones de cemento grises de la monopista avanzaban hacia el horizonte. De la arteria surgían ramales que conducían a los poblados de las regiones remotas, y se construían nuevos ramales a medida que se alzaban más poblados. Desde un punto de vista logístico, habría sido más sencillo que todos los marcianos vivieran en una macrociudad, pero los marcianos no estaban dispuesto a ello.
Ahora se estaba construyendo el ramal 7Y, que avanzaba mediante torpes curvas hasta el nuevo poblado de los lagos Beltran. Ya se habían alzado pilones de sostén en las tres cuartas partes del trayecto que separaba la Monopista Uno del poblado; un enorme transportapilones avanzaba por la campiña, aspirando la arena de los diez metros anteriores y escupiendo planchas de cemento que clavaba en tierra. Aspirar, escupir, clavar y vuelta a empezar: aspirar, escupir, clavar. La máquina se movía con rapidez, guiada por un cerebro homeostático que la mantenía en funcionamiento. Detrás venían las otras máquinas que armaban la pista entre los pilones y enlazaban las líneas de utilidad pública que seguirían el trazado de la ruta. Los colonos marcianos disponían de muchos milagros, pero el impulsador de microondas de la energía eléctrica ordinaria no era uno de ellos, todavía no, y era preciso enlazar las líneas de un lugar a otro, como en la Edad Media.
El sistema de la monopista estaba pensado para transportar grandes pesos. Los marcianos, como todo el mundo, utilizaban torpedos para trasladarse de un sitio a otro, pero los pequeños y ligeros vehículos no servían para embarcar materiales de construcción, y este planeta aún tenía que construirse, ahora que la fase de reconstrucción había concluido. Los terraformadores se habían ido. En el año de gracia de 2152, Marte era un valle frondoso, y la inminente tarea consistía en introducir una civilización en el ya habitable planeta. La población marciana se contaba por millones. Habían superado la etapa colonizadora y deseaban establecerse para disfrutar los placeres de la prosperidad económica. Y la monopista avanzaba, kilómetro a kilómetro, bordeando los mares y salvando lagos y ríos.
Máquinas inteligentes se encargaban de los trabajos pesados. Los hombres, sin embargo, vigilaban en todo momento a las máquinas. Siempre podía suceder que la homeostasis se descompensara y el transportapilones se volviera loco. Había ocurrido años antes. Los relés de cierre se habían borrado del circuito, y antes de que nadie pudiera impedirlo había veinticinco kilómetros de pilones entrecruzados en el lago Holliman…, a ochocientos metros bajo las aguas. Los marcianos odiaban el despilfarro. Las máquinas habían demostrado que no se podía confiar en ellas por completo, y por tanto las vigilaban.
Dos personas se encargaban de supervisar la construcción de este ramal en particular de la Monopista Uno: un hombre de sesenta y ocho años, delgado y tostado por el sol, llamado Paul Weiner, que tenía buenas conexiones políticas, y un hombre regordete y pelirrojo llamado Hadley Donovan, que no las tenía. Los pelirrojos escaseaban en Marte, por las habituales razones estadísticas, y también los hombres gordos, aunque no tanto como antes. La vida se había hecho más sedentaria, al igual que los jóvenes marcianos. A Hadley Donovan le divertían las peculiaridades de sus antepasados, siempre armados con pistolas, con su rígida etiqueta, sus cuerpos teatralmente estirados, su aire de gran importancia. Esos amaneramientos tal vez habían sido necesarios en los días de los pioneros, pensaba Donovan, pero llevaban treinta años pasados de moda. Se había permitido el lujo de una modesta panza. Sabía que Paul Weiner le despreciaba.
El sentimiento era mutuo.
Los dos hombres estaban sentados codo con codo en un vehículo oruga, avanzando lentamente por el paisaje, aún virgen de carretera, cuarenta kilómetros por delante de la flotilla de transportapilones. Los radiofaros de respuesta emitían un blip a intervalos regulares; en el tablero de control que había frente a ellos se encendían y apagaban colores con un brillo evanescente. Weiner debía controlar el trabajo de la flotilla de transportapilones; Donovan inspeccionaba el rumbo planificado previamente de la pista, buscando bolsas de subsuelo blando que el construyepilones no sería capaz de detectar.
Donovan intentaba realizar ambas tareas a la vez. No se atrevía a confiar ninguna responsabilidad laboral real a un enchufado político como Weiner. Este era sobrino de Nat Weiner, que ocupaba altos cargos en consejos directivos, tenía ciento y pico años de edad y viajaba a la Tierra cada tanto para que los vorsters le extrajeran el páncreas, los riñones y las arterias carótidas y le implantaran prácticos sustitutos artificiales. Probablemente, Nat Weiner iba a vivir para siempre, y se dedicaba a colocar poco a poco miembros de su familia en todas las ramas de la administración pública. Hadley Donovan, empeñado en supervisar un trabajo que realmente exigía toda la atención de dos hombres, sintió una vaga desesperación mientras examinaba su cuadro de mandos y dirigía una mirada disimulada a Weiner cada treinta segundos, más o menos.