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—Por favor. Limítense a escuchar…, por favor.

Su aspecto era tan pasmoso que Weiner se quedó mudo de sorpresa. El marciano dio un respingo, es tupefacto. Kirby, que ya había visto antes mujeres alteradas quirúrgicamente, apenas reaccionó. Copas iridiscentes cubrían los huecos donde habían estado sus orejas. Un ópalo estaba engastado en el hueso de la frente. Sus párpados eran de chapa de oro brillante. Los cirujanos habían hecho algo a su nariz y labios. Tal vez había sufrido un horrible accidente. Lo más probable era que se hubiera mutilado con propósitos estéticos. Locura. Locura.

Por la energía del sol —dijo el vorster—, por la savia de las plantas, por la maravilla incomparable del crecimiento damos gracias al electrón. Por los enzimas de nuestro cuerpo, por las sinapsis de nuestro cerebro, por el latido de nuestro corazón damos gracias al electrón. Combustible y comida, luz y calor, alimento y energía, todo surge de la Unidad, todo surge de la Radiación Inmanente…

Kirby comprendió que era una letanía. A su alrededor, la gente se mecía al compás de las palabras semicanturreadas, asentía con la cabeza e incluso lloraba. El Fuego Azul se expandió y llegó hasta el desvencijado techo. El hombre del altar realizó una especie de bendición con sus brazos largos como las patas de una araña.

—¡Venid! —gritó—. ¡Arrodillaos y cantad las alabanzas! ¡Enlazad los brazos, inclinad la cabeza, dad gracias a la unidad fundamental de todas las cosas!

Los vorsters empezaron a caminar arrastrando los pies hasta el altar. Recuerdos de su niñez episcopaliana despertaron en Kirby: avanzar por el pasillo para tomar la comunión, la hostia en la lengua, el veloz trago de vino, el olor a incienso, el crujido de las vestiduras sacerdotales. Hacía veinticinco años que no acudía a un servicio. Existía una diferencia abismal entre la magnificencia de la catedral y la ruinosa fealdad del improvisado templo, pero Kirby, por un momento, experimentó un fugaz sentimiento religioso, un levísimo impulso de avanzar con los demás y postrarse de hinojos ante el reactor centelleante.

La idea le sorprendió y aturdió.

¿Cómo se le había ocurrido? Esto no era religión. Era devoción a un culto, un movimiento efímero, la última moda, que desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Diez millones de conversos de la noche a la mañana? ¿Y qué? El nuevo profeta aparecería mañana o pasado mañana exhortando a los fieles a hundir las manos en la solución rutilante de un contador de centelleo, y los salones vorsters se quedarían vacíos. Esto no era Piedra, sino arenas movedizas.

Pero aquel impulso momentáneo…

Kirby apretó los labios. Pensó que se debía a la tensión de escoltar durante toda la noche a aquel marciano salvaje. Le importaba un bledo la Unidad Celestial. La unidad fundamental de todas las cosas no significaba nada para él. Este lugar sólo podía atraer a los cansados, a los neuróticos, a los hambrientos de novedades, a los que pagaban gustosamente una buena cantidad para que les cortasen las orejas y les hendiesen la nariz. El hecho de que hubiera estado casi a punto de sumarse a los demás comulgantes ante el altar daba la medida de su propia desesperación.

Se relajó.

Y en el mismo momento Nat Weiner se levantó de un brinco y avanzó tambaleándose por el pasillo.

—¡Salvadme! —gritó el marciano—. ¡Sanad mi jodida alma! ¡Mostradme la Unidad!

—Arrodíllate con nosotros, hermano —dijo el líder vorster con voz afable.

—¡Soy un pecador! —chilló Weiner—. ¡Estoy empapado de alcohol y corrupción! ¡He de salvarme! ¡Abrazo el electrón! ¡Me entrego!

Kirby avanzó presuroso tras él. ¿Hablaría Weiner en serio? Los marcianos eran famosos por su rechazo a todos los movimientos religiosos, incluidos los establecidos y legales. ¿Habría sucumbido a la diabólica luz azul?

—Toma las manos de tus hermanos —murmuró el líder—. Humilla tu cabeza y deja que el resplandor te envuelva.

Weiner miró a su izquierda. La chica de las alteraciones quirúrgicas estaba arrodillada a su lado. Le tendió la mano. Cuatro dedos de carne, uno de metal teñido de azul turquesa.

—¡Es un monstruo! —aulló Weiner—. ¡Lleváosla! ¡No dejaré que me corten en pedazos!

—Tranquilízate, hermano…

—¡Sois una pandilla de farsantes! ¡Farsantes, farsantes, farsantes! ¡Nada más que una banda de…!

Kirby llegó junto a él. Hundió sus dedos en los prominentes músculos de la espalda de Weiner, con una fuerza que el marciano, a pesar de su borrachera, no podía dejar de advertir.

—Vamonos, Nat —dijo Kirby en voz baja y urgente—. Salgamos de aquí.

—¡Sácame tus sucias manos de encima, terrícola!

—Nat, por favor… Estamos en un templo…

—¡Estamos en un manicomio! ¡Locos, locos, locos! ¡Míralos, arrodillados como deleznables maníacos! —Weiner luchó por ponerse en pie. Parecía que su voz retumbante fuera a derribar las paredes—. ¡Soy un hombre libre de Marte! ¡Excavo en el desierto con estas manos! ¡He visto cómo se llenaban los océanos! ¿Qué habéis hecho vosotros? ¡Cortaros los párpados y revolcaros en la porquería! ¡Y tú…, sacerdote de pacotilla, les robas el dinero y te encanta!

El marciano se aferró al pasamanos del altar y saltó por encima, acercándose peligrosamente al brillante reactor. Se abalanzó hacia el alto y barbudo vorster.

El sacerdote, sin perder la calma, extendió un largo brazo, abriéndose paso entre los movimientos espasmódicos de los miembros de Weiner. Las puntas de sus dedos tocaron durante una fracción de segundo la garganta del marciano.

Weiner se desplomó como un saco.

3

—¿Ya te encuentras bien? —preguntó Kirby con la garganta seca. Weiner se agitó.

—¿Dónde está la chica?

—¿La de las alteraciones?

—No —dijo con voz rasposa—. La esper. Quiero tenerla cerca de nuevo.

Kirby miró a la esbelta muchacha de cabello azul. Ella asintió con expresión tensa y cogió la mano de Weiner. El rostro del marciano estaba perlado de sudor, y todavía tenía los ojos desencajados. Se hallaba acostado, con la cabeza apoyada sobre varias almohadas, las mejillas hundidas.

Se encontraban en un esnifario, enfrente del salón vorster. Kirby había tenido que sacar al marciano del lugar, cargándolo sobre los hombros; los vorsters no permitían la entrada a los robots. El esnifario le pareció un lugar tan apropiado como cualquier otro para llevarle.

La chica esper salió a su encuentro cuando Kirby entró en el local tambaleándose. También era vorster, como atestiguaba el cabello azul, pero, por lo visto, había dado por concluidas sus tareas religiosas del día y estaba rematando la jornada con una rápida inhalación. Se había inclinado con instantánea compasión para examinar de cerca la cara enrojecida y sudorosa de Weiner, preguntándole a Kirby si su amigo había sufrido un ataque.

—No estoy muy seguro de lo que ocurrió —dijo Kirby—. Estaba bebido y provocó un altercado en el salón vorster. El responsable del servicio le tocó la garganta.

La chica sonrió. Era de aspecto frágil, parecía una niña extraviada y no sobrepasaría los dieciocho o diecinueve años. Afligida por el don. Cerró los ojos, cogió la mano de Weiner y apretó la ancha muñeca hasta que el marciano revivió. Kirby no supo lo que había hecho. Todo esto constituía un misterio para él.

Weiner, que recobraba las fuerzas visiblemente, trató de incorporarse. Aferró la mano de la joven, y ella no hizo nada para soltarse.

—¿Con qué me golpearon? —preguntó Weiner.

—Fue una momentánea alteración de tu carga —explicó la chica. El hombre paralizó tu corazón y tu cerebro durante una milésima de segundo. No quedarán secuelas.