Kirby asintió en silencio. Alguien cubrió con una sábana el cadáver del esper. Dentro de una hora, las neuronas del chico se encerrarían en una cámara de refrigeración del edificio anexo. Poco a poco, corno si pesaran ocho siglos sobre sus espaldas en lugar de uno, Kirby siguió a Vorst fuera de la habitación. La noche había caído; las estrellas que brillaban sobre Nuevo México poseían esa peculiar brillantez acerada, y Venus, recortándose a baja altura contra el horizonte montañoso, era la más brillante de todas. Ya tenían a su Lázaro ahí arriba. Habían perdido un mártir y habían ganado un profeta. Kirby empezaba a comprender que Vorst se había metido limpiamente en el bolsillo a toda la tribu de herejes. El viejo era execrable. Kirby se arrebujó en su hábito y mantuvo el paso con cierto esfuerzo, mientras Vorst avanzaba en la silla hasta su despacho. Le dolía la cabeza por culpa de aquel breve e insondable contacto con el esper. Pero dentro de diez minutos se sentiría mejor.
Pensó en acudir a la capilla para rezar. ¿Para qué? ¿De qué le serviría arrodillarse ante el Fuego Azul? Le bastaba con acercarse a Vorst y pedirle su bendición. Vorst, su mentor durante cerca de ocho décadas; Vorst, que poseía la capacidad de hacer que se sintiera todavía como un niño; Vorst, que había resucitado a Lázaro de entre los muertos…
CINCO
Las puertas del cielo
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El anfiteatro de operaciones era una herradura mantenida a baja temperatura e iluminada por una pálida luz violeta. En el extremo norte, las ventanas situadas al nivel de la segunda galería dejaban pasar el frío sol de Nuevo México. Desde su asiento, que dominaba la mesa de operaciones, Noel Vorst veía las montañas azules que se alzaban a media distancia, fuera de los confines del centro. Las montañas no le interesaban, ni tampoco lo que ocurría en la mesa de operaciones. Sin embargo, disimulaba esta falta de interés.
Vorst no necesitaba acudir en persona a la operación, por supuesto. Al igual que todos los demás, sabía que un resultado positivo era improbable. Pero el Fundador contaba 144 años de edad, y pensaba que era útil aparecer en público siempre que sus fuerzas se lo permitían. Así evitaba que la gente le creyera sumido en la senilidad.
Abajo, los cirujanos estaban congregados alrededor de un cerebro al descubierto. Vorst había presenciado como levantaban la parte superior del cráneo y hundían sus escalpelos de luz en la arrugada masa grisácea.
Había uno diez mil millones de neuronas en aquel bloque de tejido, así como una infinidad de terminales axonales y receptores dendítricos. Los cirujanos confiaban en reordenar las mallas sinápticas de aquel cerebro, alterando el mecanismo de control proteínicomolecular para lograr que el paciente se adaptara a los planes de Vorst.
Qué locura, pensó el viejo. Ocultó su pesimismo y siguió sentado en silencio, escuchando el latido de la sangre en sus satinadas arterias artificiales.
Lo que allí se estaba haciendo constituía un acontecimiento notable, desde luego. Reuniendo todos los recursos de la moderna microcirugía, los técnicos más destacados del Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst estaban alterando las pautas de reconocimiento molecular proteínaproteína de un cerebro humano. Torcer un poco los circuitos; cambiar las estructuras transinápticas para establecer un vínculo mejor entre las membranas pre y postsinápticas; conectar en derivación las potencias de entrada sináptica individuales de un árbol dendítrico a otro… En suma, reprogramar el cerebro para que cumpliera los designios de Vorst, consistentes en actuar como la fuerza propulsora necesaria para conseguir que un equipo de exploradores salvase el abismo de añosluz que les separaba de otra estrella.
Se trataba de un proyecto extraordinario. Los cirujanos del centro de investigaciones de Santa Fe se habían preparado para ello durante cincuenta años, manipulando los cerebros de gatos, monos y delfines. Ahora, se habían decidido a proceder con sujetos humanos. El paciente de la mesa era un esper de grado medio, un precog escasamente dotado para desplazarse en el tiempo; su expectativa de vida era de unos seis meses, y no existían dudas sobre la extinción que se produciría después. El precog había sido informado de estas circunstancias, y por ello se había presentado voluntario para el experimento. Los más expertos cirujanos del mundo estaban operándole.
El proyecto sólo tenía dos defectos, y Vorst lo sabía:
No era probable que terminara con éxito.
Y, sobre todo, no era en absoluto necesario.
Sin embargo, no se le podía decir a un grupo de hombres abnegados que el trabajo de toda su vida carecía de sentido. Además, siempre existía la débil esperanza de que crearan artificialmente un impulsor, un telequinésico. Por lo tanto, Vorst se sintió obligado a presenciar la operación. Los hombres que trabajaban en el anfiteatro sabían que la presencia sobrenatural del Fundador estaba con ellos. Aunque no alzaban la vista hacia la galería donde se sentaba Vorst, sabían que el anciano marchito pero todavía vigoroso les sonreía con benevolencia, protegido de la fuerza de gravedad por la armazón de espuma trenzada que resguardaba sus viejos miembros.
El cristalino de sus ojos era sintético. Sus intestinos había sido fabricados a partir de polímeros. Su firme corazón provenía de un banco de órganos. Poco quedaba del primitivo Noel Vorst, salvo el cerebro, que estaba intacto pero sometido a lavados con los anticoagulantes que evitaban las apoplejías.
—¿Está cómodo, señor? —le preguntó el joven y pálido acólito que se hallaba a su lado.
—Perfectamente. ¿Y usted?
La pequeña broma de Vorst hizo sonreír al acólito. Sólo tenía veinte años, y se sentía muy orgulloso de que le hubiera tocado acompañar al Fundador en su paseo diario. A Vorst le gustaba verse rodeado de gente joven. El temor reverencial que despertaba en ellos era tremendo, por supuesto, pero lograban ser atentos y respetuosos sin canonizarle. En el interior de su cuerpo palpitaban las contribuciones de muchos jóvenes vorsters voluntarios: una película de tejido pulmonar de uno, una retina de otro, los ríñones de un par de gemelos. Era un hombre hecho de retazos, portador de la carne de su propio movimiento.
Los cirujanos se inclinaron sobre el cerebro expuesto. Vorst no podía ver lo que hacían. Una cámara encajada en un instrumento quirúrgico transmitía la escena a una pantalla situada al nivel de la platea, pero ni siquiera la imagen ampliada le permitía ver mucho más. Frustrado y aburrido, seguía manteniendo su mirada de vivo interés.
Apretó un botón comunicador que sobresalía en el brazo de la silla y habló en voz baja.
—¿Tardará en llegar el coordinador Kirby?
—Está hablando con Venus, señor.
—¿Con quién? ¿Con Lázaro o con Mondschein?
—Con Mondschein, señor. Le diré que venga en cuanto termine.
Vorst sonrió. El protocolo sugería que las negociaciones de alto nivel fueran llevadas a cabo a nivel administrativo, entre los ejecutivos, no entre los profetas. Por lo tanto, estaban hablando los lugartenientes: el Coordinador Hemisférico Reynolds Kirby en nombre de los Vorsters de la tierra y Christopher Mondschein por los armonistas de Venus. Pero llegaría el momento en que sería necesario cerrar el trato con una conferencia entre los dos seres más en armonía con la Unidad Eterna, y esto sería tarea de Vorst y Lázaro.
… cerrar el trato…
Un temblor agarrotó la mano derecha de Vorst. El acólito le observó atentamente, preparado para apretar botones hasta que el equilibrio metabólico del Fundador se recuperase. Vorst obligó a la mano a relajarse.
Estoy bien —insistió.
… para abrir las puertas del cielo…