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Estaban ya tan cerca del final que todo empezaba a parecer un sueño. Un siglo de proyectos, de jugar al ajedrez con adversarios aún no nacidos, alzando un fantástico edificio de teocracia sobre la base de una única esperanza, débil y arrogante…

¿Era una locura el deseo de remodelar las pautas de la historia?, se preguntó Vorst.

¿Era una monstruosidad conseguirlo?

En la mesa de operaciones, la pierna del paciente se elevó sobre un mar de vendas y pateó el aire irregular y convulsivamente. Los dedos del anestesista volaron sobre su teclado, y el esper que se encontraba esperando la emergencia entró en silenciosa acción. Se produjo una gran actividad alrededor de la mesa.

En aquel momento, un hombre alto y de rostro curtido por la intemperie entró en la galería y saludó a Vorst.

—¿Cómo va la operación? —preguntó Reynolds Kirby.

—El paciente acaba de morir —contestó el Fundador—. Todo parecía marchar bien.

2

Kirby no había esperado mucho de la operación. Lo había discutido en profundidad con Vorst el día anterior; aunque no era científico, el coordinador intentaba mantenerse informado sobre los trabajos que se llevaban a cabo en el centro de investigaciones. La tarea de Kirby consistía en supervisar las numerosas actividades seculares del culto religioso que, en la práctica, gobernaba la Tierra. Hacía casi noventa años que Kirby se había convertido, y había sido testigo del crecimiento imparable del culto.

El poder político, a pesar de su utilidad, no era el objetivo de la Hermandad. La esencia del movimiento era su programa científico, centrado en las instalaciones de Santa Fe. En dicha ciudad se había construido, a lo largo de las décadas, una insuperable fábrica de milagros, financiada por las constribuciones económicas de miles de millones de vorsters esparcidos por todos los continentes. Y los milagros se habían producido. Los procesos de regeneración aseguraban una esperanza de vida de tres o cuatro siglos, o quizá más, para los recién nacidos; nadie estaría seguro de haber alcanzado la inmortalidad hasta pasados algunos milenios de prueba. La Hermandad ofrecía un razonable facsímil de vida eterna, pagando con creces la deuda contraída en el momento de su fundación, cien años antes.

El otro objetivo, las estrellas, había dado más problemas a la Hermandad.

El hombre estaba encerrado en el sistema solar a causa de la velocidad límite de la luz. Los cohetes de combustible químico y las naves de propulsión iónica tardarían demasiado. Era fácil llegar a Marte y Venus, pero no así a los inhospitalarios planetas exteriores, y el viaje de ida y vuelta a la estrella más próxima duraría unas cuantas décadas con la tecnología actual, nueve años como mínimo. Por lo tanto, el hombre había transformado Marte en un mundo habitable y se había transformado para poder vivir en Venus. Cavó minas en las lunas de Júpiter y Saturno, rindió visitas ocasionales a Plutón y envió robots a explorar Mercurio y los gigantes gaseosos. Y seguía mirando con desesperanza hacia las estrellas.

Las leyes de la relatividad gobernaban los movimientos de los cuerpos reales en el espacio real, pero no se aplicaban necesariamente a las circunstancias del mundo paranormal. En opinión de Noel Vorst, el único camino a las estrellas era el extrasensorial. Por eso había reunido espers de todas las variedades en Santa Fe, estimulando a lo largo de generaciones programas de reproducción y manipulación genéticas. La Hermandad había producido una interesante variedad de espers, pero ninguna con el talento de transportar cuerpos físicos por el espacio, mientras en Venus habían aparecido mutantes telequinésicos de forma espontánea, un irónico subproducto de la adaptación de la vida humana a dicho planeta.

Venus se encontraba fuera del control directo de los vorsters. Los armonistas de Venus contaban con los impulsores que Vorst necesitaba para saltar a la galaxia. Sin embargo, manifestaban escaso interés en colaborar con los vorsters en una expedición. Kirby llevaba semanas negociando con su homónimo de Venus, intentando alcanzar un acuerdo.

Entretanto, los cirujanos de Santa Fe no habían abandonado su sueño de crear impulsores terrestres, ahorrándose la eventual colaboración de los impredecibles venusinos. El proyecto de reordenamiento sináptico había llegado a la fase de experimentación con un ser humano.

—No funcionará —había dicho Vorst a Kirby—. Todavía nos llevan cincuenta años de ventaja.

—No lo entiendo, Noel. Los venusinos tienen el gen de la telequinesis, ¿no? ¿Por qué no podemos duplicarlo? Considerando todo lo que hemos hecho con los ácidos nucleicos…

—No existe un «gen de la telequinesis», ya lo sabes. Forma parte de una constelación de pautas genéticas. Durante treinta años hemos intentado a conciencia duplicarlo, y ni siquiera hemos avanzado mucho. También hemos experimentado un acercamiento aleatorio, puesto que los venusinos adquirieron la habilidad de esta manera. Tampoco ha habido suerte. Y después ha venido este asunto de las sinapsis: alterar el cerebro, no los genes. Quizá nos conduzca a alguna parte, pero no estoy dispuesto a esperar otros cincuenta años.

—Vivirás muchos más, tenlo por seguro.

—Sí, pero no puedo esperar más. Los venusinos tienen los hombres que necesitamos. Es hora de ganarles para nuestros propósitos.

Kirby, pacientemente, había cortejado a los herejes. Se intuían señales de progresos en las negociaciones. En vista del fracaso de la operación, la necesidad de alcanzar un acuerdo con Venus era cada vez más urgente.

—Ven conmigo —dijo Vorst, mientras se llevaban al paciente muerto—. Hoy van a experimentar con la gárgola, y no quiero perdérmelo.

Kirby siguió al Fundador fuera del anfiteatro. Los acólitos se hallaban atentos al menor problema. Vorst ya no intentaba caminar, y se desplazaba en su silla de espuma trenzada. Kirby aún prefería utilizar sus piernas, aunque era casi tan viejo como Vorst. La visión de los dos paseando por las plazas del centro de investigaciones siempre despertaba la atención.

—¿No te preocupa el nuevo fracaso? —preguntó Kirby.

—¿Por qué? Ya te dije que era demasiado pronto para que saliera bien.

—¿Qué me dices de la gárgola? ¿Alguna esperanza?

—Nuestra esperanza —replicó Vorst con serenidad— es Venus. Ya tienen impulsores.

—¿Y para qué seguir intentando desarrollarlos aquí?

—Aceleración. La Hermandad no ha aminorado la velocidad en cien años. No estoy dispuesto a cerrar ningún camino, ni siquiera los deseperados. Todo es cuestión de aceleración.

Kirby se encogió de hombros. A pesar de todo el poder que ostentaba en la organización (y sus poderes eran inmensos), siempre había sospechado que carecía de auténtica iniciativa. Los planes del movimiento habían emanado desde el primer momento de Noel Vorst. Sólo él conocía las reglas del juego. ¿Y si Vorst moría aquella tarde, dejando el juego a medias? ¿Qué ocurriría con el movimiento? ¿Seguiría rodando hacia adelante por su propio impulso? Kirby se preguntó hacia qué objetivo.

Entraron en un pequeño edificio cuadrado de cristal esponjoso verde brillante. Un susurro de asombro les precedió: ¡Vorst venía! Hombres de hábito azul salieron a recibir al Fundador. Le condujeron a la habitación en la parte trasera donde se hallaba la gárgola. Kirby mantuvo el paso, haciendo caso omiso de los acólitos dispuestos a sostenerle si tropezaba.

La gárgola descansaba, enmarañada entre las cintas que la sujetaban. No era un espectáculo agradable. Trece años de edad, noventa centímetros de altura, grotescamente deformada, sorda, inválida, de córneas veladas y piel granulada y rugosa. Un mutante, pero que no era producto de laboratorio; padecía el síndrome de Hurler, un error natural y congénito del metabolismo, identificado científicamente por primera vez dos siglos y medio antes. Los infortunados padres habían llevado al monstruo a una capilla de la Hermandad de Estocolmo, confiando en que un baño de Fuego Azul curaría sus defectos. No había sido así, pero un esper de la capilla había detectado talentos latentes en la gárgola, enviándola a Santa Fe para que fuera sometida a pruebas y sondeos. Kirby se estremeció de asco.