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—¿Cómo lo hizo? Apenas me tocó con los dedos.

—Existe una técnica. Te pondrás bien.

Weiner miró fijamente a la chica.

—¿Eres una esper? ¿Me estás leyendo el pensamiento?

—Soy una esper, pero no leo el pensamiento. Sólo soy una empat. Todos estáis poseídos por el odio. ¿Por qué no vuelves allí? Pídele que te perdone. Sé que lo hará. Deja que él te enseñe. ¿Has leído el libro de Vorst?

—¿Por qué no te vas al infierno? —dijo Weiner hastiado—. No, no lo harás. Eres demasiado lista. También tenemos espers listos en Marte. ¿Quieres pasarlo bien esta noche? Me llamo Nat Weiner, y éste es mi amigo Ron Kirby. Reynolds Kirby. Es un coñazo, pero le daremos el esquinazo —el marciano aumentó la presión de su mano—. ¿Qué me dices?

La chica no contestó. Se limitó a fruncir el ceño. Weiner hizo una extraña mueca y le soltó el brazo. Kirby, al observarlo, tuvo que disimular una sonrisa. Weiner se complicaba la vida en todas partes. Este era un mundo complicado.

—Cruza la calle y vuelve allí —susurró la chica—. Ellos te ayudarán.

Se volvió sin esperar su réplica y se desvaneció en la oscuridad. Weiner se pasó la mano por la frente como si estuviera limpiando de telarañas su cerebro. Se puso en pie con un esfuerzo, ignorando la mano extendida de Kirby.

—¿En qué clase de sitio estamos? —preguntó.

—Es un esnifario.

—¿Van a predicarme también aquí?

—Sólo te nublarán un poco el cerebro —dijo Kirby—. ¿Quieres probarlo?

—Claro, ya te dije que quería probarlo todo. No tengo la suerte de venir a la Tierra cada día.

Weiner sonrió, pero la sonrisa era sombría. Ya no parecía estar tan colocado como una hora antes. Ser puesto fuera de combate por el vorster le había serenado algo. Sin embargo, continuaba en forma, dispuesto a embeberse de todos los pecaminosos placeres que este perverso planeta podía ofrecerle.

Kirby se preguntó si las cosas le estaban saliendo tan mal como parecía. No había forma de saberlo… Todavía no. Más tarde, por supuesto, cabía la posibilidad de que Weiner protestara por el trato recibido, y Kirby se encontraría transferido bruscamente a tareas menos delicadas. Un pensamiento desagradable, por cuanto otorgaba una gran importancia a su carrera; quizá representaba lo más importante de su vida. No quería arruinarla en una sola noche.

Ambos se dirigieron hacia los reservados.

—Explícame una cosa —dijo Weiner—. ¿Esa gente cree de veras en todo ese rollo del electrón?

—La verdad es que no lo sé. No lo he estudiado en profundidad, Nat.

—Has sido testigo de la aparición del movimiento. ¿Cuántos miembros tendrá ahora?

—Un par de millones, supongo.

Eso es mucho. En Marte sólo tenemos siete millones de habitantes. Si hay tantos chiflados adeptos al culto…

—En la Tierra existen actualmente montones de nuevas sectas religiosas. Es una época apocalíptica. La gente desea ansiosamente que la tranquilicen. Experimenta la sensación de que los acontecimientos han dejado atrás a la Tierra, de modo que busca la unidad, alguna forma de escapar a la confusión y la fragmentación.

—Si quieren unidad, que vengan a Marte. Tenemos trabajo para todos, y no nos queda tiempo para comernos el tarro sobre la unidad— Weiner lanzó una carcajada—. Al infierno con ello. ¿Qué vamos a esnifar?

—El opio está pasado de moda. Inhalamos los productos más exóticos. Dicen que las alucinaciones son muy divertidas.

—¿Dicen? ¿No lo sabes? ¿Es que no tienes información de primera mano sobre nada, Kirby? Ni siquiera estás vivo. Eres un zombi. Un hombre necesita ciertos vicios, Kirby.

El hombre de las Naciones Unidas pensó en la Cámara de la Nada que le esperaba en la elevada torre de la balsámica Tórtola. Su rostro no se alteró en ningún momento.

—Algunas personas estamos demasiado ocupadas pera dedicarnos a los vicios —dijo. Sin embargo, creo que tu visita va a enseñarme muchas cosas, Nat. Vamos a esnifar.

Un robot rodó hasta ellos. Kirby aplicó su pulgar derecho a la placa amarilla encajada en el pecho del robot. Se encendió una luz cuando la huella dactilar de Kirby quedó grabada.

—Pasaremos la factura a su central —dijo el robot.

Su voz era absurdamente profunda: problemas de tono en la cinta madre, sospechó Kirby. El robot se alejó escorando un poco a estribor. Las tripas oxidadas, se imaginó Kirby. Cabía la posibilidad de que no le cobraran la factura. Tomó una máscara de esnifar y se la tendió a Weiner, que se tumbó confortablemente en el sofá apoyado contra la pared del reservado. Weiner se puso la máscara, Kirby tomó otra y se la ajustó sobre la nariz y la boca. Cerró los ojos y se arrellano en el balancín de espuma trenzada situado junto a la entrada del reservado. Tras un momento sintió el gas que se introducía por sus fosas nasales. Poseía un repugnante olor agridulce, un olor sulfúrico.

Kirby aguardó la alucinación.

Sabía que mucha gente pasaba horas cada día en reservados como éste. El gobierno no cesaba de aumentar los impuestos para desalentar a los esnifadores, pero aun así seguían acudiendo, pagando diez, veinte, treinta dólares por esnifada. El gas en sí no era adictivo, no influía en el metabolismo como la heroína. Se trataba más bien de una adicción psicológica, algo que podía vencerse en caso de intentarlo, pero nadie se tomaba la molestia de probarlo, como en la adicción al sexo o al alcoholismo moderado. Para algunos era una especie de religión. Cada uno se hacía su propio credo; un mundo tan poblado albergaba multitud de creencias.

Una joven hecha de diamantes y esmeraldas caminaba por el cerebro de Kirby.

Los cirujanos habían eliminado hasta el último trozo de carne de su cuerpo. Sus ojos poseían el brillo frío de las piedras preciosas; sus pechos eran globos de ónice blanco rematados por rubíes; sus labios, franjas de alabastro; su cabello, hebras de oro amarillo. Fuego azul oscilaba a su alrededor, fuego vorster que crepitaba de manera extraña.

—Estás cansado, Ron —dijo ella—. Necesitas evadirte de ti mismo.

—Lo sé. Ya utilizo la Cámara de la Nada cada dos días. Intento evitar el colapso nervioso.

—Tu problema es que eres demasiado rígido. ¿Por qué no visitas a mi cirujano? Cámbiate. Despréndete de toda esa estúpida carne. La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; de la corrupción no nace la incorrupción.

—No —murmuró Kirby. No se trata de eso. Todo lo que necesito es un poco de descanso. Un buen baño, sol, una cura de sueño. Pero debo cuidar de ese marciano chiflado.

La alucinación rió de modo estridente, hizo ondear los brazos y ejecutó una circunvolución sinuosa. Habían reemplazado los dedos por astillas de marfil. Las uñas eran de cobre pulido. La lengua lasciva que asomaba entre los labios de alabastro era una serpiente de llamativo fexiplast.

—Presta atención —canturreó voluptuosamente—. Te desvelaré un misterio. No dormiremos, sino que seremos transformados.

—Dentro de un momento —dijo Kirby. En un abrir y cerrar de ojos. La trompeta sonará.

—Y los muertos resucitarán incorruptos. Hazlo, Ron. Parecerás mucho más atractivo. Hasta es posible que tu próximo matrimonio salga un poco mejor. La echas de menos… Admítelo. Deberías verla ahora. Tu amada yace a profundidad cinco. Pero es feliz. Porque lo corruptible debe tender a la incorrupción, y lo mortal debe tender a la inmortalidad.

—Soy un ser humano protestó Kirby. No quiero convertirme en una pieza de museo ambulante como tú o como ella, pongamos por caso. Ni siquiera si se pusiera de moda entre los hombres.

La luz azul empezó a latir y enturbiar la visión de su cerebro.