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—¿Cuál es la causa de estos engendros? —preguntó al médico que tenía a su lado.

—Genes anormales. Producen un error metabólico que da como resultado una acumulación de mucopolisacáridos en los tejidos del cuerpo.

Kirby asintió con solemnidad.

—¿Y existe relación directa con los poderes extrasensoriales?

—Es mera coincidencia.

Vorst se acercó a la criatura para examinarla en detalle. Los obturadores visuales del Fundador cliquetearon cuando se inclinó para mirar. La gárgola estaba encorvada y doblada sobre sí misma, virtualmente incapaz de mover los miembros. Los ojos lechosos expresaban una desdicha infinita. Carne de eutanasia, pensó Kirby. Sin embargo, Vorst confiaba en que aquel monstruo le llevaría a las estrellas.

—Que empiece el examen —murmuró Vorst.

Un par de espers de utilidad general se adelantaron: una acicalada mujer de cabello enmarañado y un hombre gordo de cara triste. Kirby, cuyas facultades extrasensoriales eran deficientes hasta el punto de no existir, contempló en silencio el examen que se llevaba a cabo sin pronunciar palabra. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué impulsos dirigían a la masa confusa que tenían frente a ellos? Kirby no lo sabía, pero se consoló pensando que tal vez Vorst tampoco lo sabía. El Fundador no gozaba de grandes recursos extrasensoriales.

Al cabo de diez minutos, la esper levantó la vista.

—Existen indicios de telequinesis —dijo.

—Sólo indicios —corroboró el segundo esper—. Nada que los demás no tengan. También posee aptitudes mediocres de comunicación. Nos está diciendo que la matemos.

—Recomiendo la disección —dijo la chica—. Al sujeto no le importa.

Kirby se estremeció. Los dos indiferentes espers habían sondeado la mente de la tullida criatura, y ese simple acto debería haber bastado para conmover sus almas. Ver, durante un momento de empatia, lo que significaba ser una gárgola humana de trece años, mirar el mundo a través de aquellos ojos velados… ¡Pero aquellos dos iban directamente al grano! Ya habían fundido sus mentes con otras monstruosidades en más de una ocasión.

Vorst agitó una mano.

—Resérvenla para posteriores estudios. Tal vez se le pueda dar algún uso práctico. Si es un pirético, tomen las precauciones habituales.

El Fundador hizo girar su silla y se dispuso a abandonar el pabellón. En aquel momento entró corriendo un acólito que portaba un mensaje. Se quedó petrificado al ver a Vorst avanzando en su dirección. El Fundador sonrió paternalmente y esquivó al muchacho, que expresó el mayor de los alivios.

—Un mensaje para usted, coordinador Kirby —dijo el acólito.

Kirby lo tomó y presionó el pulgar contra el sello. El sobre se abrió.

El mensaje era de Mondschein.

«LÁZARO ESTÁ DISPUESTO A HABLAR CON VORST», rezaba.

3

—Estuve loco durante unos diez años —declaró Vorst—. Más tarde descubrí cuál era el problema. Padecía oscilaciones temporales.

La esper le miraba con sus ojos redondos y pálidos. Estaban solos en los aposentos privados del Fundador. Era delgada, de miembros flojos, y tenía treinta años. Mechones de cabello negro caían como paja pintada a ambos lados de su cara. Se llamaba Delphine, y nunca se había acostumbrado a la franqueza de Vorst, a pesar de los meses que llevaba a su servicio. Tampoco tenía la menor posibilidad de lo contrario; cuando salía del despacho después de cada sesión, otros espers borraban sus recuerdos de la visita.

—¿Me sintonizo ya?

—Aún no, Delphine. En los momentos difíciles, cuando empiezas a recorrer la línea temporal y piensas que nunca regresarás al presente, ¿has creído que estabas loca?

—A veces da mucho miedo.

—Pero regresas. Ése es el milagro. ¿Sabes cuántos osciladores se han quemado? Centenares. Yo también me he quemado, pero soy un precog inferior. En aquel tiempo, sin embargo, era capaz de recorrer la línea temporal. Vi el futuro de la Hermandad. Llámalo visión, llámalo sueño. Lo vi, Delphine. Un poco borroso en los bordes.

—¿Tal como lo cuenta en su libro?

—Más o menos. En los años comprendidos entre 2055 y 2063, tuve las peores visiones. Empezó cuando yo tenía treinta y cinco años. Era un técnico ordinario, un don nadie, y entonces experimenté lo que podría llamarse una inspiración divina, sólo que era un atisbo de mi propio futuro. Pensé que me estaba volviendo loco. Más tarde, comprendí.

La esper guardó silencio. Vorst entornó los ojos. Los recuerdos asaltaron su mente. Después de años de caos y colapso internos, había salido del crisol de la locura purificado, consciente de sus propósitos. Vio cómo podía remodelar el mundo; más aún, vio cómo había remodelado el mundo. Después, todo se redujo a empezar, a fundar las primeras capillas, a improvisar los rituales del culto, a rodearse de los talentos científicos necesarios para alcanzar sus objetivos. ¿Existía un toque de paranoia en su determinación, unas gotas de Hitler, un matiz de Napoleón, un hálito de Gengis Jan? Tal vez. A Vorst le complacía considerarse un fanático, e incluso un megalómano. Un megalómano frío, racional y triunfador. No había querido detenerse ante nada para alcanzar sus fines, y era lo bastante precog para saber que los iba a alcanzar.

—Lanzarse a transformar el mundo es una gran responsabilidad —dijo—. Un hombre ha de ser un poco necio para intentarlo, incluso para pensar que puede intentarlo. Saber cómo ha de ser el resultado ayuda bastante. Saber que simplemente está llevando a la práctica lo inevitable hace que no se sienta tan idiota.

—Pero excluye la incertidumbre de la vida —dijo la esper.

—¡Ah, Delphine, has puesto el dedo en la llaga! Pero tú ya lo sabías, por supuesto. Es deprimente desarrollar tu propio guión, sabiendo lo que viene a continuación. Al menos, se me ha concedido la clemencia de la incertidumbre en los pequeños detalles. No puedo ver mucho por mí mismo, de modo que debo hacer autostop con osciladores como tú, y las visiones no son claras. Pero tú sí ves con claridad, ¿verdad, Delphine? Has recorrido tu propio trayecto vital. ¿Ya has visto tu extinción, Delphine?

Las mejillas de la esper enrojecieron. Bajó la vista al suelo y no contestó.

—Perdona, Delphine —dijo Vorst—. No tenía derecho a preguntarte esto. Sintonízate conmigo, Delphine. Haz tu trabajo. Llévame contigo. Hoy ya he hablado demasiado.

La chica se preparó para el gran esfuerzo. Poseía más control que la mayoría de sus iguales. Mientras casi todos los precogs soltaban amarras en un momento u otro, Delphine se aferraba a sus poderes y a su vida, y había alcanzado, a pesar de su especialidad esper, una edad avanzada. A la larga, también se quemaría, cuando hiciera un esfuerzo superior a sus posibilidades. Sin embargo, por el momento le resultaba inapreciable a Vorst; era su bola de cristal, el más útil de todos los osciladores que le habían ayudado a fraguar sus planes. Y si resistía un poco más, hasta que él viera la superación de los últimos obstáculos, el largo viaje concluiría y ambos podrían descansar.

Ella dejó de aferrarse al presente y se internó en el reino donde todos los momentos eran ahora.

Vorst miró, esperó y sintió que la joven le llevaba consigo cuando empezó su periplo en el tiempo. Vorst no podía iniciar el viaje por sí solo, pero podía seguir. Las brumas le envolvieron y se meció vertiginosamente a lo largo del hilo temporal, como había hecho tantas veces. Se vio a sí mismo en diferentes momentos, y vio a otras personas, figuras en sombras, figuras como surgidas de un sueño, que acechaban tras las cortinas del tiempo.