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—¿Sí?

—Sí. Vorst ordenó a sus osciladores que echaran un vistazo. Le han dicho que llegará sano y salvo; por eso tiene tantas ganas de lanzarse hacia esa negrura: sabe por adelantado que no correrá ningún riesgo.

—¿Tú te lo crees? —preguntó Capodimonte, pasando las hojas del inventario.

—No.

Ni tampoco el hermano Capodimonte, pero no puso objeciones al papel que le habían adjudicado. Estaba presente en la reunión del Consejo cuando Vorst anunció sus sorprendentes intenciones, y había oído a Reynolds Kirby defender con gran elocuencia que se le permitiera partir al Fundador. La tesis de Kirby fue de lo más acertado, considerando el contexto de pesadillas que rodeaba todo el proyecto. Y la cápsula partiría, impulsada por el esfuerzo común de algunos muchachos de piel azul, y guiada a través de los cielos por las mentes dispersas de los espers de la Hermandad, y Noel Vorst jamás volvería a andar sobre la Tierra.

Capodimonte consultó sus listas:

Comida.

Ropas.

Libros.

Herramientas.

Equipo Médico.

Aparatos de comunicación.

Armas.

Fuentes de energía.

La expedición estaba convenientemente pertrechada para su aventura, pensó Capodimonte. Todo el proyecto podía ser una locura, o la mayor empresa llevada jamás a cabo por el hombre; el hermano Capodimonte no se decidía por una u otra posibilidad, pero de algo estaba seguro: la expedición estaba convenientemente pertrechada. El se había encargado de ello.

8

Era el día de la partida. El frío viento de invierno azotaba Nuevo México en aquel día de finales de diciembre. La cápsula se erguía en una llanura desértica, a dieciocho kilómetros del centro de investigaciones de Santa Fe. El paisaje que se extendía hasta el horizonte rebosaba de artemisa, enebros y pinos piñoneros, y el perfil de las montañas se alzaba a lo lejos. Aunque se hallaba bien aislado, Reynolds Kirby se estremeció cuando el viento asoló la llanura. Dentro de pocos días empezaría el año 2165, pero Noel Vorst no se quedaría para darle la bienvenida. Kirby todavía no se había acostumbrado a la idea.

Los impulsores de Venus habían llegado una semana antes. Eran veinte, y como vivir todo el tiempo en trajes respiratorios les perjudicaba, los vorsters habían erigido para alojarles un edificio rematado por una cúpula que reproducía en parte las condiciones ambientales de Venus; unos tubos bombeaban en su interior la inmundicia venenosa que estaban acostumbrados a respirar. Lázaro y Mondschein les acompañaron, y se encerraron con ellos en el edificio para ponerlo todo a punto.

Mondschein se quedaría después del acontecimiento para someterse a una revisión general en Santa Fe. Lázaro regresaría a Venus al cabo de dos días, pero antes se reuniría con Kirby en una mesa de conferencias para elaborar las cláusulas básicas de la nueva entente. Se habían encontrado brevemente sólo una vez, doce años atrás. Desde la llegada de Lázaro a la Tierra, Kirby había hablado en alguna ocasión con él, llegando a la conclusión de que no resultaría difícil alcanzar un acuerdo con el profeta armonista, pese a que era un hombre decidido y obstinado. Al menos, así lo esperaba.

Ahora, en la desolada llanura, los altos dirigentes de la Hermandad de la Radiación Inmanente se estaban congregando para contemplar la desaparición de su jefe. Kirby paseó la mirada a su alrededor y vio a Capodimonte, Magnus, Ashton, Langholt y muchos más, docenas de miembros integrados en los grados medios de la organización. Todos le miraban. No podían ver a Vorst, que ya se encontraba en la cápsula, junto con los demás miembros de la expedición. Cinco hombres, cinco mujeres y Vorst. Todos eran menores de cuarenta años, sanos, capacitados y resistentes. Y Vorst. Los aposentos del Fundador en la cápsula eran cómodos, pero era absurdo pensar que el viejo pudiera zambullirse en el universo de esta forma.

El supervisor Magnus, coordinador europeo, se colocó junto a Kirby. Era un hombre bajo y de rasgos afilados que, como la mayoría de dirigentes de la Hermandad, servía en sus filas desde hacía más de setenta años.

—Se va de verdad —dijo Magnus.

—Sí, pronto. No cabe duda.

—¿Has hablado con él esta mañana?

—Brevemente. Parece muy tranquilo.

—Parecía muy tranquilo cuando nos bendijo anoche. Casi alegre.

—Se quita un gran peso de encima. Tú también estarías alegre si fueras a volar hacia el cielo, desembarazándote de tus responsabilidades.

—Ojalá pudiéramos evitarlo.

Kirby se volvió y miró con franqueza al hombrecillo.

—Es necesario —dijo—. Debe ser así, de lo contrario el movimiento fracasaría en el momento de su mayor triunfo.

—Sí, ya oí tu discurso ante el Consejo, pero…

—Hemos culminado nuestra primera etapa de evolución. Ahora necesitamos extender nuestra leyenda. La partida de Vorst, simbólicamente, tiene un valor inestimable para nosotros. Asciende a los cielos, permitiéndonos proseguir su trabajo y avanzar hacia nuevas metas. Si se quedara, empezaríamos a contar el tiempo. Ahora, su glorioso ejemplo servirá para inspirarnos. Vorst abrirá el camino hacia nuevos mundos, y nosotros nos quedaremos para engrandecer la fundación que nos lega.

—Hablas como si te lo creyeras.

—Lo creo. No fue así al principio, pero Vorst tenía razón. Dijo que yo comprendería por qué se iba, y acertó. Es diez veces más valioso para el movimiento marchándose que permaneciendo aquí.

—Ya no se contenta con ser Jesucristo y Mahoma —murmuró Magnus—. Se empeña en ser Moisés, y también Elias.

—Nunca creí que te oiría hablar de él tan irrespetuosamente.

—Yo tampoco. ¡No quiero que se vaya, maldita sea!

Kirby se asombró al ver que las lágrimas brillaban en los pálidos ojos de Magnus.

—Precisamente por eso se marcha —dijo Kirby, y los dos hombres se quedaron en silencio.

Capodimonte se acercó a ellos.

—Todo está dispuesto —anunció—. Lázaro me ha informado de que los impulsores ya están conectados en serie.

—¿Y nuestros espers? —preguntó Kirby.

—Están preparados desde hace una hora.

Kirby miró la reluciente cápsula.

—Terminemos cuanto antes —dijo.

—Síaprobó Capodimonte—. Es lo mejor.

Kirby sabía que Lázaro estaba esperando su señal. A partir de ahora, él daría todas las señales, al menos en la Tierra. Esta idea, sin embargo, ya no le inquietaba. Se había adaptado a la situación. Estaba al mando.

Insignias simbólicas atestaban el campo: iconos armonistas, un gran reactor de cobalto, la parafernalia de los dos cultos que ahora se fusionaban. Kirby hizo un gesto a un acólito, y las barras de protección fueron retiradas. La cápsula cobró vida.

El Fuego Azul bailó por encima del reactor, y su resplandor bañó el casco de la cápsula. Una luz fría, la radiación Cerenkov, el símbolo vorster, destelló en la meseta, y de la multitud arracimada se elevó un sonido fervoroso, las letanías susurradas, las recapitulaciones murmuradas de las franjas del espectro. Entretanto, el hombre que había inventado la oración se hallaba oculto dentro de aquella lágrima de acero, en el centro de la concurrencia.

La llamarada del Fuego Azul era la señal que aguardaban los venusinos concentrados en el edificio próximo. Había llegado el momento de aunar sus poderes e impulsar la cápsula hacia el espacio, plantando el pie del hombre en un nuevo mundo, en las estrellas.

—¿A qué están esperando? —preguntó Magnus en tono quejumbroso.

—Quizá no lo consigan —dijo Capodimonte.

Kirby no dijo nada. Y entonces empezaron a conseguirlo.

9