—No obstante, Ron, necesitas algo. La Cámara de la Nada no es la respuesta. No es… nada. Afíliate. Hazte miembro. El trabajo tampoco es la respuesta. Únete. Únete. ¿No quieres esculpirte? Muy bien, conviértete en un vorster. Ríndete a la Unidad. Que la muerte sea engullida victoriosamente.
—¿No puedo continuar siendo yo mismo? —gritó Kirby.
—Lo que eres no basta. Ahora no. Ya no. Vivimos tiempos difíciles. Un mundo abrumado de problemas. Los marcianos se burlan de nosotros. Los venusinos nos desprecian. Necesitamos una nueva organización, nueva energía. El pecado es el aguijón de la muerte, y la fuerza del pecado es la ley. Tumba, ¿dónde está tu victoria?
Un desenfrenado torbellino de colores bailó en la mente de Kirby. La mujer alterada quirúrgicamente hizo una pirueta, saltó, se agitó y exhibió su vistosa magnificencia sembrada de joyas frente a él. Kirby se estremeció. Aferró frenéticamente la máscara. ¿Por esta pesadilla había pagado una elevada suma? ¿Cómo era posible que la gente se enganchara en esta experiencia, este viaje por los pantanos de la mente?
Kirby se arrancó la máscara de esnifar y la tiró al suelo del reservado. Llenó sus pulmones de aire fresco, parpadeó y volvió a la realidad.
Estaba solo en el reservado.
Weiner, el marciano, se había ido.
4
El robot responsable del esnifario no le sirvió de ayuda.
—¿Adónde se fue? preguntó Kirby.
—Se marchó —fue la herrumbrosa respuesta—. Dieciocho dólares y sesenta centavos. Pasaremos la factura a su central.
—¿Dijo adonde iba?
—No conversamos. Se marchó. ¡Auuuurk! No conversamos. Pasaremos la factura a su central. ¡Auuuurk!
Kirby lanzó una maldición y salió corriendo a la calle. Miró involuntariamente al cielo. Vio brillar las letras color limón de la información horaria luminosa que flotaba en el firmamento, moteada de rojo en algunos puntos:
Faltaban dos horas para la medianoche. Tiempo suficiente para que aquel colono lunático se metiera en líos. Lo último que Kirby deseaba era a un Weiner borracho, y tal vez alucinado, suelto por Nueva York. La misión no se reducía a depararle una mera hospitalidad. Parte del trabajo de Kirby consistía en vigilar a Weiner. Los marcianos ya habían venido a la Tierra antes. La sociedad liberada les sentaba como un vino cabezón.
¿Adonde habría ido?
Un sitio probable era el salón vorster. Quizá Weiner había vuelto para armar un poco más de jaleo. Kirby, sudando por todos los poros de su cuerpo, atravesó la calle a toda prisa, esquivando las lágrimas propulsadas que pasaban, y se precipitó en el interior de la destartalada capilla. El servicio proseguía. No parecía que Weiner estuviera presente. Todo el mundo estaba sentado dócilmente en sus bancos, y no se producían gritos, chillidos ni carcajadas de borrachos. Kirby avanzó en silencio por el pasillo, examinando cada banco. Ni rastro de Weiner. La chica de la cara alterada continuaba allí; sonrió y le tendió la mano. Durante un pavoroso momento, Kirby se sintió catapultado de nuevo hacia su alucinación, y se le puso la carne de gallina. Cuando logró recobrarse, forzó una leve sonrisa de cortesía y salió del recinto vorster lo más rápido que pudo.
Subió a la cinta deslizante y dejó que le transportara al azar, a varias manzanas de distancia. Ni rastro de Weiner. Kirby descendió y se encontró frente a una Cámara de la Nada pública, donde por veinte pavos a la hora era posible entregarse a un delicioso olvido. Tal vez Weiner había entrado, ansioso de probar todas las diversiones alienantes que la ciudad ofrecía. Kirby cruzó el umbral.
No había robots a cargo del negocio, sino un verdadero empresario de carne y hueso, rebosante de papadas, que pesaría unos doscientos kilos. Unos ojillos sepultados en grasa observaron a Kirby con aire incierto.
—¿Le apetece una hora de descanso, amigo?
—Estoy buscando a un marciano —dijo de sopetón Kirby—. Así de alto, hombros anchos, pómulos salientes.
—No le he visto.
—Tal vez esté en uno de sus depósitos. Esto es importante. Asunto de las Naciones Unidas.
—Me da igual que sea asunto de Dios Todopoderoso. No le he visto —el gordo dirigió un vistazo fugaz a la placa de identificación de Kirby—. ¿Qué quiere que haga, que le abra los depósitos? Aquí no ha entrado.
—Si viene, no le permita alquilar una cámara. Distráigale y llame a Seguridad de las Naciones Unidas en el acto.
—He de alquilarla si quiere. Esto es un local público, colega. ¿Quiere meterme en líos? Escuche, le veo muy fatigado. ¿Por qué no pasa un rato en un depósito? Le sentará de maravilla. Se sentirá como…
Kirby giró sobre sus talones y salió a toda prisa. Sentía náuseas, provocadas tal vez por el alucinógeno. También tenía miedo y un buen cabreo. Se imaginó a Weiner asaltado en un callejón oscuro y su cuerpo enorme viviseccionado expertamente para los bancos de órganos clandestinos. Un destino merecido, bien mirado, pero tiraría por los suelos la reputación de Kirby. Lo más probable sería que Weiner, desmandado como un toro chino —Kirby se preguntó si la comparación era correcta—, se metiera en tal lío que costara Dios y ayuda sacarle de él.
Kirby no tenía idea de dónde buscarle. Se topó con una publicabina en la esquina de la calle siguiente y se coló en su interior, oscureciendo los cristales. Introdujo su placa de identificación en la ranura y pulsó el número de Seguridad de las Naciones Unidas.
La brumosa pantalla se iluminó y apareció el rostro barbudo y regordete de Lloyd Ridblom.
—Patrulla nocturna —dijo Ridblom. Hola, Ron. ¿Dónde está tu marciano?
—Lo he perdido. Me dio el esquinazo en un esnifario.
Ridblom se animó al instante.
—¿Quieres que suelte un televector en su busca?
—Todavía no. Creo que no tiene idea de que su desaparición nos pueda preocupar. Lo mejor será que pongas el vector tras mis huellas y sigamos en contacto. Pon en marcha un dispositivo de rutina para localizarle. Si se deja ver, notifícamelo enseguida. Llamaré dentro de una hora para cambiar las instrucciones si no ha sucedido nada para entonces.
—Quizá le hayan raptado los vorsters —sugirió Ridblom—. Estarán extrayéndole la sangre para obtener vino de misa.
—Vete al cuerno —dijo Kirby. Salió de la cabina y apoyó un momento los pulgares sobre sus ojos. Se dirigió lenta y deliberadamente hacia la cinta deslizante y dejó que le condujera de vuelta al salón vorster. Unas cuantas personas estaban saliendo del templo, entre ellas la chica de las conchas iridiscentes. No se contentaba con entrometerse en sus alucinaciones; también se cruzaba en su camino en la vida real.
—Hola —dijo la joven. Al menos, su voz era afable—. Soy Vanna Marshak. ¿Adonde ha ido tu amigo?
—Es lo que me pregunto. Se volatilizó hace un rato.
—¿Se supone que debes cuidar de él?
—Se supone que debo vigilarle, en cualquier caso. Es un marciano, ¿sabes?
—No lo sabía. Se ha mostrado muy hostil hacia la Hermandad, ¿verdad? Fue muy triste la forma en que interrumpió el servicio. Debe de estar terriblemente enfermo.
—Terriblemente borracho —rectificó Kirby—. Les pasa a todos los marcianos que vienen aquí. Les abren la jaula y se imaginan que todo es posible. ¿Puedo invitarte a una copa? —añadió de forma mecánica.
—No bebo, pero te acompañaré si te apetece.
—No me apetece una. Necesito una.