—No me has dicho tu nombre.
—Ron Kirby. Trabajo para las Naciones Unidas. Soy un burócrata de segunda. Bueno, corrijo: un burócrata de primera pagado como uno de segunda. Entremos aquí.
Tocó con el codo el adorno de un bar de la esquina. El esfínter se abrió con un relincho y les dejó pasar. La joven exhibió una cálida sonrisa. Tendría unos treinta años, calculó Kirby. Era difícil acertar, con toda aquella quincalla que sustituía a su cara.
—Ron filtrado —pidió Kirby.
Vanna Marshak se apoyó en la barra, muy cerca de él. Llevaba un perfume sutil y desconocido.
—¿Por qué le trajiste a la casa de la Hermandad? —preguntó.
Kirby engulló su bebida como si fuera zumo de limón.
—Quería ver cómo eran los vorsters, de modo que le complací.
—Deduzco, por tanto, que no nos tienes antipatía.
—Carezco de opinión. He estado demasiado ocupado para prestaros atención.
—Eso no es cierto —dijo ella con desenvoltura—. Piensas que es una chifladura, ¿no?
Kirby pidió una segunda bebida.
—Muy bien —admitió—. Es cierto. Es una opinión superficial que no se basa en ninguna información veraz.
—¿No has leído el libro de Vorster?
—No.
—Si te regalo un ejemplar, ¿lo leerás?
—Supongo. Una prosélita con un corazón de oro —rió. Se sentía borracho otra vez.
—No me parece divertido. Eres contrario a las alteraciones quirúrgicas, ¿no?
—Mi esposa, cuando todavía era mi esposa, se cambió toda la cara. Me enfadé tanto que me dejó. Hace tres años. Ahora está muerta. Ella y su amante murieron al estrellarse su cohete en Nueva Zelanda.
—Lo siento muchísimo, pero yo no me lo hubiera hecho de haber conocido las enseñanzas de Vorst. Era insegura, indecisa. Hoy sé a dónde me dirijo…, pero es demasiado tarde para recuperar mi auténtica cara. De todas formas, creo que resulta bastante atractiva.
—Adorable. Hablame de Vorst.
—Es muy sencillo. Quiere que el mundo recupere los valores espirituales. Quiere que todos seamos conscientes de nuestra naturaleza común y nuestras metas más elevadas.
—Lo que podemos manifestar mirando la radiación Cerenkov en antros ruinosos.
—El Fuego Azul no es más que el accesorio. Lo que cuenta es el mensaje interior. Vorst quiere que la humanidad viaje a las estrellas. Quiere que salgamos de la confusión y el desconcierto y empecemos a sacar al exterior nuestros verdaderos talentos. Quiere salvar a los espers que van enloqueciendo día tras día, aprovechar sus recursos y ponerles a trabajar codo con codo en el próximo gran paso del progreso humano.
—Entiendo —dijo Kirby con gravedad—. ¿Cuál es?
—Ya te lo he dicho. Ir a las estrellas. ¿Crees que nos vamos a contentar con Marte y Venus? Hay millones de planetas ahí arriba esperando a que el hombre descubra una forma de llegar a ellos. Vorst cree que conoce esa forma, pero es necesaria la unión de las energías mentales, una fusión… Oh, sé que suena muy místico, pero ese hombre ha conseguido algo. Y también sana las almas atormentadas. Ése es el objetivo a corto plazo: la comunión, la cicatrización de las heridas. El objetivo a largo plazo es llegar a las estrellas. Hemos de superar las fricciones entre los planetas, por supuesto… Lograr que los marcianos sean más tolerantes, y restablecer el contacto con los habitantes de Venus, si todavía queda algo de humano en ellos… ¿No crees que existen posibilidades, que no se trata de supercherías y fraude?
Kirby no compartía esa opinión. Todo le parecía confuso e incoherente. Vanna Marshak poseía una voz suave y persuasiva, y la seriedad con que se manifestaba la dotaba de atractivo. Hasta podía perdonarla por permitir a los esgrimecuchillos mutilarle la cara. Pero en lo referente a Vorst…
El comunicador que llevaba en el bolsillo zumbó. Era una señal de Ridblom, y significaba que debía llamar a la oficina ahora mismo. Kirby se levantó.
—Perdóname un momento. He de atender a algo importante…
Atravesó el bar, se detuvo, respiró hondo y entró en la cabina. Introdujo la placa en la ranura y pulsó el número con dedos temblorosos.
Ridblom apareció otra vez en la pantalla.
—Hemos encontrado a tu chico —anunció el rechoncho agente de Seguridad.
—¿Muerto o vivo?
—Vivo, por desgracia. Está en Chicago. Pasó por el consulado de Marte, pidió prestados mil dólares a la mujer del cónsul y trató de violarla a cambio. La mujer se libró de él y llamó a la policía, y ellos me llamaron a mí. Tenemos a un equipo de cinco hombre pisándole los talones. Se dirige al templo vorster del bulevar Michigan, y va borracho como una cuba. ¿Le interceptamos?
Kirby se mordió el labio, angustiado.
—No, no. En cualquier caso, goza de inmunidad. Ya me encargo yo. ¿Hay algún cacharro libre en el helipuerto de las Naciones Unidas?
—Claro, pero tardarás cuarenta minutos como mínimo en llegar a Chi, y…
—Tengo tiempo de sobra. Quiero que hagas esto: consigue a la esper más atractiva que puedas encontrar en Chicago, tal vez una empat, del tipo sexy, oriental a ser posible, como aquella que se «quemó» en Kyoto la semana pasada. Métela entre Weiner y ese templo vorster y échasela encima. Que le aplaque con sus encantos. Que le retenga como pueda hasta que yo llegue, y si ha de perder la honra en el trance dile que le pagaremos bien. Si no puedes encontrar una esper, agénciate una mujer policía persuasiva, o lo que sea.
—No entiendo por qué es necesario todo esto —dijo Ridblom—. Los vosters saben cuidar de sí mismos. Creo que poseen un método misterioso de dejar sin sentido a un alborotador para que no…
—Lo sé, Lloyd, pero ya han dejado a Weiner sin sentido una vez en el curso de la noche. Por lo que sé, una segunda dosis podría matarle. Nos meteríamos en un buen lío. Limítate a desviarle.
Ridblom se encogió de hombros.
—De acuerdo.
Kirby salió de la cabina. Estaba sobrio de nuevo. Vanna Marshak seguía sentada en el mismo sitio donde la había dejado. Sus desfiguraciones artificiales casi resultaban atractivas, vistas desde lejos y bajo aquella luz.
—¿Y bien? —sonrió la joven.
—Le han encontrado. Consiguió llegar a Chicago y va a armar un buen lío en la capilla vorster de allí. He de ir y echarle mano.
—Sé amable con él, Ron. Es un hombre torturado. Necesita ayuda.
—¿No nos pasa a todos? —Kirby parpadeó de repente. El pensamiento de ir a Chicago solo le pareció insufrible—. ¿Vanna?
—¿Sí?
—¿Tienes algo que hacer durante las próximas dos horas?
5
El helicóptero sobrevoló la rutilante perspectiva de Chicago. Kirby vio la extensión brillante del lago Michigan y las espléndidas torres de dos kilómetros de alto que bordeaban el lago. Sobre su cabeza centelleaba la información horaria, a franjas color chartreuse sobre fondo azul intenso:
—Aterriza —ordenó Kirby.
El robopiloto inclinó el aparato. Era imposible, por supuesto, desafiar los fuertes vientos de aquellos profundos cañones; tendrían que descender en un helipuerto situado en la azotea de alguna torre. El aterrizaje fue suave. Kirby y Vanna saltaron al exterior. Le había recitado la doctrina vorster de cabo a rabo durante el trayecto desde Manhattan. Llegado a este punto, Kirby ya no estaba seguro de si el culto era una completa estupidez, una siniestra conspiración contra el orden establecido, un credo auténticamente profundo y moralmente edificante, o una combinación de los tres.