Creía haberse hecho una idea general. Vorst había pergeñado una religión ecléctica, tomando prestado el aspecto confesional del catolicismo, absorbiendo cierto ateísmo del urbudismo, añadiendo una dosis de reencarnación hindú y adornando el conjunto con oropeles ultramodernistas, reactores nucleares en cada altar y mucha palabrería sobre el sagrado electrón. Por otro lado, también se hablaba de controlar las mentes de los espers para impulsar el viaje a las estrellas, de una comunión de mentes, incluso no espers, y, lo más sorprendente, el atractivo principal, la inmortalidad del individuo; no la reencarnación o la esperanza en el nirvana, sino la vida eterna en carne y hueso. Teniendo en cuenta los problemas demográficos de la Tierra, la inmortalidad no constaba entre las principales prioridades de cualquier hombre cuerdo. Inmortalidad para los demás, en cualquier caso; a uno siempre le gustaba pensar en la prolongación de la propia existencia, ¿no? Vorst predicaba la vida eterna del cuerpo, y la gente picaba. En ocho años el culto había aumentado de un templo a mil, de cincuenta fieles a millones. Las viejas religiones estaban en bancarrota. Vorst regalaba brillantes piezas de oro, y, aunque fueran falsas, los creyentes tardarían bastante en descubrirlo.
—Vamos —dijo Kirby—. No tenemos mucho tiempo.
Descendió por la rampa de salida, se volvió para tomar de la mano a Vanna Marshak y la ayudó a bajar los últimos escalones. Corrieron por la zona de aterrizaje de la azotea hasta el gravidardo, entraron y descendieron a la planta baja en cinco vertiginosos segundos. La policía local aguardaba en la calle. Tenían tres lágrimas.
—Está a una manzana del templo vorster, ciudadano Kirby —dijo un policía—. La esper le ha retenido durante media hora, pero está empeñado en ir allí.
—¿Qué quiere hacer? —preguntó Kirby.
—Quiere el reactor. Dice que se lo va a llevar a Marte para darle un uso apropiado.
Vanna respingó al oír la blasfemia. Kirby se encogió de hombros, se reclinó en el asiento y miró las calles. La lágrima se detuvo. El marciano estaba en la acera opuesta.
La chica que iba con él era sensual, curvilínea y de aspecto voluptuoso. Caminaban tomados del brazo. Ella se pegó al costado de Weiner y le susurró al oído. Weiner lanzó una fuerte carcajada, se volvió hacia ella, la atrajo hacia sí y después la apartó. La chica se arrimó otra vez. Menuda escena, pensó Kirby. Habían despejado la calle. Policías de la ciudad y dos hombres de Ridblom les observaban hoscamente sin intervenir.
Kirby salió del coche y le hizo un gesto a la joven. Ella intuyó al instante quién era, soltó el brazo de Weiner y se apartó a un lado. El marciano se volvió en redondo.
—Me has encontrado, ¿eh?
—No me agradaría que hicieras algo de lo que puedas arrepentirte después.
—Muy leal de tu parte, Kirby. Bien, puesto que estás aquí, serás mi cómplice. Me dirijo al templo vorster. Están desperdiciando buenas materias fisionables en esos reactores. Mientras tú distraes al cura, yo me apoderaré del proyector azul, y todos viviremos felices para siempre jamás. No dejes que te pille desprevenido. No es muy divertido.
—Nat…
—¿Estás conmigo o no, tío? —Weiner señaló la capilla. Se hallaba al otro lado de la calle, a una manzana de distancia, en un edificio casi tan destartalado como el de Manhattan. Empezó a caminar hacia ella.
Kirby miró a Vanna, indeciso. Después cruzó la calle en pos de Weiner. Reparó en que la chica alterada también les seguía.
Cuando Weiner llegó a la entrada del templo vorster, Vanna corrió hacia adelante y se plantó frente a él, cortándole el paso.
—Espere —dijo—. No entre a armar jaleo.
—¡Apártate de mi camino, zorra de cara falsa!
—Por favor —suplicó ella—. Usted tiene problemas. No está en armonía consigo mismo, ni con el mundo que le rodea. Entre conmigo, y le enseñaré a rezar. Puede ganar mucho ahí dentro. Si abriera su mente y su corazón, en lugar de complacerse en su odio, en su resistencia de borracho a ver…
Weiner la golpeó.
La abofeteó en la cara con el dorso de la mano. Las alteraciones quirúrgicas son frágiles, y no conviene que reciban golpes. Vanna cayó de rodillas, gimiendo, y se cubrió el rostro con las manos. Seguía bloqueando el camino del marciano. Weiner echó la pierna hacia atrás como para propinarle un puntapié, y fue entonces cuando Reynolds Kirby olvidó que le pagaban para ser diplomático.
Kirby se precipitó hacia Weiner, le sujetó por el codo y le obligó a volverse. El marciano perdió el equilibrio. Se aferró a Kirby. Éste cerró el puño y lo descargó sobre el musculoso estómago de Weiner. Este emitió un quejido sordo y trastabilleó hacia atrás. Kirby no había golpeado con rabia a un ser humano desde hacía treinta años, y hasta aquel momento no comprendió el placer salvaje que entrañaba algo tan primitivo. La adrenalina inundó su cuerpo. Golpeó a Weiner de nuevo, justo debajo del corazón. El marciano, muy sorprendido, se desplomó de espaldas y quedó tendido en la calle.
—Levántate —dijo Kirby, casi ciego de ira.
Vanna le tiró de la manga.
—No le pegues —murmuró. Sus labios metálicos estaban arrugados. Brillaban lágrimas sobre sus mejillas—. No le pegues más, por favor.
Weiner siguió tendido, moviendo la cabeza levemente. Una nueva figura hizo aparición: un hombrecillo de piel correosa y entrado en años. El cónsul marciano. Kirby sintió que el estómago se le contraía de aprensión.
—Lo siento muchísimo, ciudadano Kirby —dijo el cónsul—. Ha estado haciendo el loco por ahí, ¿verdad? Bien, nosotros nos ocuparemos de él. Necesita que alguien de su propia raza le diga que se ha comportado como un imbécil.
—Fue culpa mía —tartamudeó Kirby—. Le perdí de vista. No le eche la culpa. Él…
—Lo comprendemos perfectamente, ciudadano Kirby —el cónsul sonrió con aire bondadoso, hizo un gesto y asintió con la cabeza cuando tres asistentes se adelantaron y levantaron en brazos a Weiner.
La calle se vació de repente. Kirby se encontraba de pie, agotado y estupefacto, frente a la capilla vorster, y Vanna estaba con él. Todos los demás se habían ido. Weiner se había desvanecido como el ogro de una pesadilla. No ha sido una noche muy afortunada, pensó Kirby. Pero ahora se había terminado.
Ahora, a casa.
Dentro de una hora y media estaría en Tortola. Un rápido y solitario chapuzón en el cálido océano, y mañana media hora en la Cámara de la Nada. No, una hora, decidió Kirby. Bastaría para reparar los estragos de la noche. Una hora de disociación, una hora de flotar en el líquido amniótico, protegido, abrigado, indiferente a los agobios del mundo, una hora de dichosa aunque cobarde evasión. Estupendo. Maravilloso.
—¿Entrarás ahora? preguntó Vanna.
—¿En la capilla?
—Sí. Por favor.
—Es tarde. Te llevaré de vuelta a Nueva York ahora mismo. Pagaremos todas las reparaciones que…, que requiera tu cara. El helicóptero nos espera.
—Que espere. Entremos.
—Quiero irme a casa.
—Tu casa también puede esperar. Concédeme dos horas contigo, Ron. Siéntate y escucha lo que tienen que decir ahí dentro. Acércate al altar conmigo. Lo único que debes hacer es escuchar. Te relajará, te lo garantizo.
Kirby miró aquel rostro artificial, deformado. Debajo de los grotescos párpados yacían ojos auténticos…, brillantes, implorantes. ¿Por qué se mostraba tan ansiosa? ¿Pagaban una comisión de salvación por cada alma perdida arrastrada hacia el Fuego Azul? ¿O acaso era una auténtica y fervorosa creyente, entregada en cuerpo y alma al movimiento, sincera en su convicción de que los seguidores de Vorst vivirían por los siglos de los siglos, vivirían para ver a los hombres llegar a las estrellas más distantes?
Estaba muy cansado.