Se preguntó qué opinarían los oficiales de Seguridad de la Secretaría si un alto funcionario como él empezaba a chapotear en el vorsterismo.
También se preguntó si quedaba algo por salvar de su carrera, después del desastre de esta noche con el marciano. ¿Qué podía perder? Descansaría un rato. Tenía un dolor de cabeza espantoso. Quizá una esper le aguardaba dentro para darle masajes en los lóbulos frontales durante un rato. Los espers eran propensos a dejarse arrastrar hacia las capillas vorsters, ¿no?
El lugar parecía atraerle. Había hecho del trabajo su religión, pero ¿tan útil le era en esos momentos? Tal vez había llegado el momento de relajarse, el momento de quitarse la máscara de indiferencia, el momento de averiguar qué buscaban las multitudes con tanto apremio en esas capillas. O quizá había llegado el momento de rendirse y dejarse arrastrar por la ola del nuevo credo.
El letrero sobre la puerta rezaba:
—¿Quieres? —preguntó Vanna.
—Muy bien —murmuró Kirby—. Quiero. Vayamos a armonizarnos con el Todo.
Ella le tomó de la mano. Cruzaron el umbral de la puerta. Alrededor de una docena de personas estaban arrodilladas en los reclinatorios. Al fondo, el responsable de la capilla manipulaba los moderadores del pequeño reactor, y el primer resplandor azulino empezaba a bañar el templo. Vanna guió a Kirby hasta la última fila. El hombre miró hacia el altar. El brillo aumentaba de intensidad, arrojando un extraño fulgor sobre el hombre rechoncho y de aspecto obstinado que presidía el servicio. Ahora blancoverdoso, ahora purpúreo, ahora el Fuego Azul de los vorsters.
El opio del pueblo, pensó Kirby, y la trillada frase sonó estúpidamente cínica en su mente. ¿Qué era la Cámara de la Nada, después de todo, sino el opio de la élite? ¿Y qué eran los esnifarios? Aquí, al menos, no se acudía para satisfacer al cuerpo, sino a la mente y el espíritu. En cualquier caso, escuchar bien valía una hora de su tiempo.
—Hermanos —dijo el hombre del altar, con voz suave y velada—, hemos venido a celebrar la Unidad fundamental. Hombre y mujer, estrella y piedra, árbol y pájaro, todo consiste en átomos, y estos átomos contienen partículas que se desplazan a velocidades prodigiosas. Son los electrones, hermanos. Ellos nos enseñan el camino de la paz, tal como os voy a explicar. Ellos…
Reynols Kirby inclinó la cabeza. De pronto, se sentía incapaz de mirar al resplandeciente reactor. Algo le martilleaba el cráneo. Era vagamente consciente de que Vanna estaba sentada a su lado, sonriente, cálida, cercana.
«Estoy escuchando —pensó—. Sigue adelante. ¡Háblame! ¡Háblame! Quiero escuchar. Que Dios y el todopoderoso electrón me ayuden… ¡Quiero escuchar!»
DOS
Los guerreros de la luz
2095
1
Si el Acólito de Tercer Grado Christopher Mondschein tenía una debilidad, ésta consistía en que deseaba con todas sus fuerzas vivir eternamente. Era un anhelo humano muy común, y nada reprensible. Pero el acólito Mondschein lo llevaba demasiado lejos.
—Al fin y al cabo —consideró necesario recordarle uno de sus superiores—, tu función en la Hermandad es mirar por el bienestar de los demás, no llevar el agua a tu molino, acólito Mondschein. ¿Está claro?
—Sí, perfectamente claro, hermano —dijo Mondschein con tirantez. Estaba abrumado de vergüenza, culpabilidad y cólera—. Comprendo mi error. Suplico el perdón.
—No es cuestión de perdonar, acólito Mondschein —replicó el hombre de mayor edad—. Es cuestión de comprender. El perdón me importa un bledo. ¿Cuáles son tus objetivos, Mondschein? ¿Qué persigues?
El acólito dudó un momento antes de responder, tanto porque era una buena política sopesar las palabras antes de contestar a un miembro importante de la Hermandad, como porque sabía que pisaba terreno resbaladizo. Tiró nerviosamente de los pliegues de su hábito y dejó que sus ojos resbalaran por la magnificencia gótica de la capilla.
Estaban de pie en el triforio, mirando la nave. No se celebraba ningún servicio, pero algunos fieles ocupaban los bancos, arrodillados ante el resplandor azul del pequeño reactor de cobalto alzado sobre un estrado. Era el santuario Nyack de la Hermandad de la Radiación Inmanente, la tercera más grande de la zona de Nueva York, y Mondschein había ingresado seis meses antes, el día en que cumplió veintidós años. En aquel momento albergó la esperanza de que fuera un auténtico sentimiento religioso el que le impulsaba a empeñar su suerte con los vorsters. Ahora ya no estaba tan seguro.
—Quiero ayudar a la gente, hermano —dijo en voz baja, aferrándose a la barandilla del triforio—. A la gente en general y a la gente en particular. Quiero ayudarles a encontrar el camino. Y quiero que la humanidad alcance sus principales objetivos. Como dice Vorst…
—Ahórrame las escrituras, Mondschein.
—Sólo trato de demostrarle…
—Lo sé. Escucha, ¿no comprendes que has de ascender de forma ordenada y progresiva? No puedes saltarte a tus superiores, Mondschein, por impaciente que estés en llegar a la cumbre. Entra en mi despacho un momento.
—Sí, hermano Langholt. Lo que usted diga.
Mondschein siguió al otro hombre por el triforio hasta adentrarse en el ala administrativa del santuario. El edificio era de construcción reciente y pasmosamente bello, muy diferente de las destartaladas capillas vorster ubicadas en los barrios bajos, de un cuarto de siglo atrás. Langholt aplicó una huesuda mano sobre el botón y la puerta se abrió como un diafragma al instante. Ambos entraron.
Era una habitación pequeña, austera, oscura y sombría. El techo era de estilo gótico. Las paredes laterales estaban cubiertas de estanterías para libros. El escritorio consistía en una bruñida plancha de ébano, sobre la cual brillaba una luz azul en miniatura, el símbolo de la Hermandad. Mondschein vio algo más sobre el escritorio: la carta que había escrito al supervisor regional Kirby, solicitando el traslado al centro genético de la Hermandad en Santa Fe.
Mondschein enrojeció. Enrojecía con facilidad; sus mejillas eran regordetas, propensas al rubor. Era un hombre que sobrepasaba un poco la estatura media, algo entrado en carnes, de cabello áspero y oscuro y facciones enjutas y serias. Mondschein se sentía absurdamente inmaduro en comparación con el hombre flaco y de aspecto ascético que le doblaba la edad y le estaba dando un buen rapapolvo.
—Como ves, tenemos tu carta dirigida al supervisor Kirby —dijo Langholt.
—Señor, esa carta era confidencial. Yo…
—¡En esta orden no hay cartas confidenciales, Mondschein! Da la casualidad de que el supervisor Kirby me entregó la carta en persona. Como comprobarás, ha añadido una nota.
Mondschein tomó la carta. Sobre la esquina superior izquierda había una breve nota garrapateada: «Tiene una prisa de mil diablos, ¿verdad? Rebájele los humos. R. K.».
El acólito dejó la carta sobre la mesa y esperó la reprimenda. En lugar de ello, su superior le sonrió con afabilidad.
—¿Por qué querías ir a Santa Fe, Mondschein?
—Para tomar parte en las investigaciones que se realizan allí. Y en el… programa de reproducción.
—No eres un esper.
—Quizá tenga genes latentes, o puede que mediante alguna manipulación mis genes sean importantes para el banco. Señor, ha de comprender que mi comportamiento no era puramente egoísta. Quiero contribuir con el máximo esfuerzo.
—Puedes contribuir, Mondschein, haciendo tus tareas de limpieza, rezando, buscando conversos. Si has de ser llamado a Santa Fe, lo serás a su debido tiempo. ¿No has pensado que hay otros muchos mayores que tú que desean ir allí? Yo mismo, el hermano Ashton, el supervisor Kirby… Vienes de la calle, por así decirlo, y al cabo de unos meses ya quieres un billete para la utopía. Lo siento. No es tan fácil de conseguir, acólito Mondschein.