Las alas del portalón cedieron con un graznido ronco, y Sarah pudo entrar. Acompañada por uno de los guardianes, que llevaba un uniforme sucio y gastado, cruzó el patio interior, rodeado por altos muros desoladores, y se adentró en la prisión, un edificio adusto cuya fachada enlucida con cal parecía fundirse con la niebla matutina. El hedor que la recibió fue aturdidor, una mezcla de podredumbre, sudor y excrementos. Unos faroles de gas iluminaban el corredor sin ventanas; al parecer, nadie quería gastar dinero para alumbrar con electricidad la mísera existencia de los prisioneros.
– Todo recto. -La voz del guardia no revelaba ninguna emoción, tampoco su semblante tosco, como tallado en piedra, ni su mirada apática. Por lo visto, ya no notaba la escalofriante miseria de su entorno.
Al contrario que la visitante.
Sarah se estremeció ante la visión de los corredores estrechos y oscuros a los que daban las puertas de hierro, pintadas de gris y con un ventanuco, de las celdas. Los internos que Sarah pudo distinguir al pasar por delante estaban tan pálidos y demacrados que parecían más muertos que vivos. Pero si alguno se percataba de la extraña visita, en sus ojos brillaba el deseo y a veces enseñaba los dientes podridos esbozando una sonrisa lasciva. Si la cosa no pasaba de ahí, el guardia no reaccionaba, pero cuando uno de los prisioneros se atrevió a aporrear la puerta de su celda y a dirigirle la palabra a Sarah de manera indecente, el guardia sacó su porra de madera y golpeó en el cierre de la puerta con una violencia brutal.
– ¡Cierra el pico, Creed! -gritó malhumorado-. ¿O quieres pasar dos días en el agujero?
– No, señor -fue la respuesta implorante-. A la ratonera, no, por favor. ¡No, por favor!
En el semblante del carcelero se dibujó una sonrisa maliciosa en la que se reflejaba el gusto por su omnipotencia, lo cual no gustó en absoluto a Sarah. Pero no se vio ni en posición ni con ánimos para sermonear al hombre por ello: la idea de que a Kamal también lo trataran con semejante rudeza hizo que se pusiera aún más tensa.
– ¿Falta mucho? -preguntó.
A pesar de la humedad que imperaba en la cárcel, notaba el sudor en la frente. Un sudor frío, constató desconcertada…
El guardia gruñó algo ininteligible. Al llegar al cruce de dos corredores, se encontraron en un puesto de guardia donde desempeñaban sus funciones otros dos hombres de uniforme. Desde allí siguieron el pasillo más estrecho hasta el final.
– Allí -dijo el guardia señalando la puerta de la celda que estaba situada al final del corredor y que apenas se distinguía a la luz de los faroles de gas.
Sarah le dio las gracias con un movimiento de cabeza (no estaba en condiciones de hacer más) y luego se acercó indecisa a la celda. Apenas si se percató de que en los ventanucos de las puertas cercanas aparecían pares de ojos brillando con lascivia.
– ¿Kamal…?
Espantada por el sonido ronco y sordo que había adoptado su voz, Sarah se mordió los labios. Siguió en silencio el resto del camino hasta que alcanzó la puerta de la celda y pudo echar un vistazo a través de la diminuta ventana.
Lo que vio la trastornó profundamente.
Un habitáculo que a lo sumo medía medio palmo cuadrado; un catre duro de madera para dormir, que estaba plegado en la pared; un agujero en el suelo donde el prisionero tenía que hacer sus necesidades y que estaba rodeado de vómitos y, finalmente, una figura de aspecto mísero y andrajosa, que llevaba la ropa de color crudo de los internos y estaba sentada en el suelo, con las piernas recogidas y la cara hundida entre las rodillas.
– ¿Kamal?
Al oír la voz, irguió la cabeza y levantó la vista, con lo cual Sarah se horrorizó de nuevo. A Kamal le habían rapado la cabeza, una medida de precaución que se tomaba para proteger de piojos y otros bichos a todos los nuevos internos. También le habían afeitado la barba, cosa que, según sus convicciones religiosas, equivalía a una terrible humillación. Pero, para Sarah, lo más terrible fue ver la desesperación que había en su rostro, que había adoptado un tono ceniciento en aquel lugar siniestro donde nunca penetraba un rayo de sol.
Con todo, si esperaba ver en los ojos de Kamal un poco de alegría o, al menos, que la reconociera, se llevó una amarga decepción. La mirada de su amado no se diferenciaba en nada de la mirada apática del carcelero y parecía atravesarla sin verla.
– Kamal, soy yo, Sarah.
No recibió respuesta, la mirada de Kamal seguía perdida en el vacío.
– He venido a hablar contigo. Quiero ayudarte…
– Muy considerado por tu parte -fue la apagada respuesta-. Pero no necesito tu ayuda.
La frialdad y el tono ausente con que pronunció las palabras la espantaron, pero al menos Kamal había reaccionado a su presencia. Eso era un principio…
– ¿Sigues creyendo que te delaté yo? -preguntó Sarah con dulzura.
– Lo sé -puntualizó él-, porque nadie más conocía el asunto.
– No exactamente -replicó Sarah-. Tú sabes que, desde aquella noche junto al fuego, ya hace casi un año, nunca más hemos hablado de aquellos hechos.
– ¿Y?
– No mencionaste el apellido de tu madre -explicó Sarah-, ni entonces ni tampoco después. ¿Cómo podía dárselo, pues, a los agentes?
– Eso no demuestra nada. Podrías haber conseguido la información por otros derroteros.
– Tal vez, pero, si yo tenía esa posibilidad, ¿no podrían haberla utilizado también otros?
Kamal no contestó de inmediato y, por primera vez, Sarah tuvo la sensación de que la miraba.
– Lo que te conté aquella noche te lo confié con la condición de que guardaras el secreto, Sarah. Ante la ley del desierto.
– Y yo me he atenido a esa ley -aseguró Sarah con énfasis-. Nunca ante nadie he pronunciado una sola palabra de lo que me confiaste, ¡tienes que creerme, Kamal!
– Entonces, ¿cómo se ha enterado la policía?
– No lo sé. Milton Fox dice que llegó un escrito anónimo a Scotland Yard en el que se incluía toda la información.
– ¿Y quién lo había escrito?
– No se sabe… y seguramente no lo descubrirán nunca. Porque, desgraciadamente -Sarah bajó la mirada con un sentimiento de culpabilidad, porque comprendía que aquello le sonaría extraño a Kamal-, la carta se perdió poco después.
– ¿Se perdió? ¿La única prueba con la que tal vez habrías podido convencerme de tu inocencia ya no existe?
Sarah se limitó a asentir con la cabeza, ¿qué podría haberle contestado? Lo pasado, pasado estaba, y no estaba en sus manos cambiarlo.
Kamal soltó una carcajada amarga. Luego se levantó lentamente y se acercó a la puerta. Cojeaba, el frío húmedo parecía habérsele metido en los huesos.
– ¿De verdad esperas que te crea? -preguntó meneando la cabeza en un gesto de resignación-. Yo creía que tú no eras como todos esos idiotas estrechos de miras. Que tu padre te habría enseñado a valorar a las personas por su corazón y no por su origen o por el color de su piel.
– Sabes muy bien -aseguró Sarah- que esas son mis convicciones.
– ¿Lo son?
– Nadie en el mundo me conoce tan bien como tú, Kamal. Te he revelado mis miedos y mis deseos, te he dejado mirar en lo más hondo de mi corazón. ¿Qué has visto?
– ¿Qué he visto? -Kamal meneó la cabeza-. Para serte sincero, no lo sé. Todo es tan confuso, ya no sé qué debo sentir…
– Entonces no recurras a los sentimientos, sino a la razón -replicó la joven-. Si hubiera tenido la intención de delatarte a la policía, ¿por qué habría esperado tanto tiempo?