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Sarah se detuvo como si la hubiera alcanzado un rayo. Aunque ya había pasado casi un año desde que oyó por última vez aquella voz, la habría reconocido entre miles, hasta tal punto se había grabado en su recuerdo de manera profunda e imborrable.

– ¿Has venido a hacerme una visita?

Sarah se acercó lentamente, como si estuviera en trance, a la celda de donde salía la voz enronquecida. El tono delataba que el propietario no era dueño de su juicio, por lo que Sarah aún temía más el encuentro.

Las risitas que la recibieron estaban tan cargadas de maldad que nadie habría creído que provenían de una garganta humana. Con todo, el semblante que la observaba fijamente desde la pequeña ventanilla cuadrada era de carne y hueso.

El rostro estaba demacradísimo y marcado por la locura. Tenía la cabeza rapada, y una mirada febril en los ojos; aun así, en aquellos rasgos Sarah reconoció con un escalofrío a su Némesis, al causante de sus pesadillas.

¡Mortimer Laydon!

– Qué alegría me da verte, pequeña…

El asesino de su padre volvió a soltar una risita, que para Sarah fue como una bofetada en la cara. Laydon había traicionado a Gardiner Kincaid y lo había asesinado cobardemente por la espalda mientras continuaba actuando ante Sarah como su padrino y amigo paternal. No fue hasta la búsqueda del Libro de Thot cuando mostró su verdadero rostro, después de que su falsedad hubiera estado a punto de costarles la vida a Sarah y a Kamal. Durante unos instantes memorables, Sarah había sostenido una pistola en sus manos y había tenido la posibilidad de acabar con la criminal existencia de Laydon. Pero había decidido no hacerlo, de lo cual casi se arrepentía en aquel momento.

Puesto que suponía a su padrino internado en la institución de Bedlam, no había contado con verlo allí. Por eso la conmocionó tanto el encuentro, como podía deducirse fácilmente a partir de la palidez cérea de su semblante.

– No pareces muy contenta de verme -señaló Laydon, y torció a un lado la cabeza rasurada mientras la observaba a través del ventanuco-. ¿No has venido a verme a mí? ¿Tienes más conocidos entre estos adustos muros? ¿Tal vez un amante secreto…?

De nuevo soltó una risita maliciosa, y Sarah notó que la rabia le corría por las venas. Se acercó a la puerta de la celda hecha una furia, el odio le brillaba en los ojos.

– ¿Qué sabes tú? -masculló-. ¡Vamos, dímelo!

Las risas de Laydon sonaron aún más malévolas.

– Vaya, ¿de repente hablas conmigo?

– Si sabes algo de Kamal, ¡dilo! ¡Ahora mismo! ¿Oyes?

– Sarah. Mi buena Sarah. -Laydon meneó compasivo la cabeza-. De tu reacción deduzco que ha vuelto a ocurrirte algo que ha sacudido tu mundo hasta los cimientos. Y como en todas las ocasiones anteriores, como con el viejo Kincaid y con tu maleado amigo francés, echas la culpa a los demás. Ni en sueños se te ocurriría pensar que tú eres el motivo de…

– No te atrevas siquiera a mencionar a mi padre ni a Maurice -replicó temblando, mientras se esforzaba por contener su ira-. Los dos seguirían con vida si no hubiera sido por ti.

– ¿Eso crees realmente?

– Lo sé. Del mismo modo que sé que tus palabras no son de fiar. Una vez ya envenenaste mi mente y mi corazón, como le hiciste a mi padre. Pero, a diferencia de él, yo abrí los ojos a tiempo y descubrí tu verdadero ser.

– Pero únicamente porque yo te lo revelé. De lo contrario, aún continuarías buscando desesperadamente la verdad. Estás ciega, Sarah Kincaid, y no solo en lo tocante a tu pasado…

– Eso a ti no te importa -resopló, enfadada porque él conocía su secreto más íntimo.

– Sé muchas cosas de ti, Sarah. Más de las que crees… Y más de las que te gustaría.

De nuevo soltó aquella risita odiosa, marcada por la locura, que a Sarah le llegó hasta el alma.

– ¿Qué sabes? -volvió a preguntar, esta vez con mayor acritud-. Habla o…

– ¿Vas a amenazarme? ¿Después de habérmelo quitado todo?

– Tú tienes la culpa de lo que te ha ocurrido. Con tu ansia de riquezas y de poder, te has mezclado con gente de la que deberías haberte mantenido alejado.

– Igual que tú y tu padre -replicó Laydon tranquilamente-. A pesar de todo lo sucedido, sigues sin comprender lo antigua y poderosa que es aquella organización y hasta dónde llegan sus tentáculos… Incluso aquí, entre estos muros sombríos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sarah con cautela, remarcando cada sílaba.

Mortimer Laydon la había manipulado y engañado repetidamente. Y aunque se había apoderado de él la locura, continuaba siendo peligroso…

– Tanto en Alejandría como en la búsqueda del Libro de Thot, te cruzaste en su camino -respondió él burlonamente-, pero aún no te has dado cuenta de a quién te enfrentas realmente. Tal vez Gardiner se equivocó contigo y no eres ni con mucho tan brillante como siempre supuso…

Sarah se estremeció.

Oír pronunciar a Laydon el nombre de su padre desataba aún más su ira. Intentó en vano serenarse y convencerse de que aquello solo eran tonterías de un enfermo mental. Las palabras del asesino la agitaron y el veneno que aquel hombre esparcía como antaño surtió efecto. Un miedo irracional se apoderó súbitamente de Sarah, quien se dijo que lo mejor sería abandonar aquel lugar lo más deprisa posible.

Sin pronunciar una sola palabra a modo de saludo, se separó de la puerta de la celda, dio media vuelta y prosiguió el camino hacia el exterior en compañía del guardia, seguida por los estúpidos gritos de Laydon.

– ¡Esto no ha acabado todavía! Volveremos a vernos, Sarah Kincaid -gritó a sus espaldas, y enseguida se explayó en una carcajada histérica que rebotó en el bajo techo abovedado y sonó como el chillido de un mono.

Algunos de los presidiarios, sobre todo aquellos que ya llevaban suficiente tiempo en aquel infierno húmedo y oscuro para haber perdido en gran parte la razón, se sumaron al griterío, y Sarah y su acompañante fueron embestidos por una oleada de carcajadas estridentes y arrastrados de vuelta al adusto patio interior.

Absorta en pensamientos sombríos, Sarah cruzó el patio y el portalón, y regresó al carruaje que sir Jeffrey había puesto a su disposición mientras durara su estancia en Londres. El cochero, un hombre corpulento al servicio de sir Jeffrey y que llevaba una levita demasiado estrecha, la ayudó a subir. Agotada, Sarah se dejó caer en el banco forrado de terciopelo oscuro y miró fuera ensimismada.

El carruaje arrancó bruscamente y tanto los muros intimidantes de Newgate como los edificios colindantes desaparecieron tras la densa niebla, que tenía a Londres en sus garras y que no parecía dispuesta a disiparse nunca más.

Capítulo 6

Diario personal de Sarah Kincaid

Mortimer Laydon.

La sola mención de ese nombre me provoca escalofríos, pues me recuerda al mismo tiempo mis momentos más sombríos y el mayor de mis errores: el terrible instante en que murió mi padre, abatido por el puñal del asesino, y que yo, demasiado inexperta y ciega debido al dolor y a la pena, no supe reconocer al verdadero autor del crimen.

Aunque las palabras de Laydon me persiguen y sigo viendo sus rasgos demacrados y desfigurados por el odio y la locura, mis miedos y mis miserias me parecen insignificantes comparados con los de mi amado, en quien estos días se concentra toda mi preocupación. Me aferró a la esperanza de que los esfuerzos de sir Jeffrey tal vez sean coronados por el éxito y que exista un modo de salvar a Kamal… Pero a medida que el tiempo pasa y el semblante de sir Jeffrey se vuelve más ceñudo, yo también me veo obligada a reconocer que humanamente no tenemos ninguna posibilidad.

Lo que necesitamos es un milagro…