Maifair, Londres, noche del 25 de septiembre de 1884
En el comedor remaba el silencio. Solo se oía el tictac del gran reloj de pared, cuyo péndulo oscilaba perezosamente, tomando nota con indiferencia del paso del tiempo. Al contrario que Sarah.
Le estaba muy agradecida a sir Jeffrey, no solo porque la había acogido en su villa de Mayfair durante su estancia en Londres, sino también porque intentaba con todas sus fuerzas ser un buen abogado y también un amigo paternal. Sin embargo, habría preferido pasar las veladas aislada en su habitación en vez de cenando en compañía de sir Jeffrey. El consejero real había renunciado al menos a invitar a amigos y colegas, como era usual en su círculo, para que Sarah no se viera obligada a mantener conversaciones banales mientras sus pensamientos vagaban por otros lugares. Pero, incluso así, habría preferido la soledad de su habitación. Había tantas cosas que tenía que poner en claro, sentimientos y sensaciones a los que debía sobreponerse.
– ¿Algún problema con el rosbif? -preguntó preocupado sir Jeffrey, que estaba sentado al otro extremo de la larga mesa y se había dado cuenta de que el tenedor de plata de Sarah hurgaba sin propósito alguno en la comida y muy raramente trasladaba un mordisco a su boca. Naturalmente, la carne estaba impecable y tenía aquel color rosa que prometía un verdadero manjar a los entendidos, pero como buen caballero que era intentaba tenderle un puente.
– No, sir Jeffrey -replicó Sarah meneando la cabeza-. El rosbif está delicioso. El problema es que no tengo hambre.
– Es comprensible, querida. Sin embargo, debería comer algo. Oblíguese si es necesario. Nos esperan días agotadores, o semanas.
– Lo sé, sir Jeffrey, lo sé -aseguró Sarah mirando fijamente su plato.
– Por favor, créame si le digo que haré todo lo humanamente posible por conseguir que a Kamal le impongan la mínima pena posible. Los conocimientos que he acumulado durante mi larga vida de abogado están a su disposición, Sarah; y eso sin contar con que la cámara del Temple Bar le proporcionará todo el apoyo imaginable.
– Eso lo tengo claro, sir Jeffrey -aseguró Sarah, esbozando una sonrisa-, y le ruego que no piense que no aprecio sus esfuerzos. Es solo que…
– ¿Laydon, verdad?
La pregunta de sir Jeffrey fue tan directa que Sarah levantó la vista espantada. Una vez más, le bastó con oír aquel nombre para estremecerse.
– Ese miserable tunante -maldijo sir Jeffrey-. Que haya tenido que encontrárselo…
En un primer momento, Sarah iba a contradecirlo y a asegurar lo que había escrito en su diario: que reprimía todo pensamiento sobre Laydon y concentraba toda su preocupación en Kamal.
Sin embargo, eso no correspondía a la verdad.
– Por lo visto, sabe algo -dijo en voz baja.
– ¿Quién? ¿Laydon?
Sarah asintió tímidamente.
– Imposible. Ese miserable criminal no sabe ni qué hace, por no hablar de lo que sucede a su alrededor.
– No lo subestime, sir Jeffrey. Lo conozco mejor que usted…
– Eso no se lo discuto, querida. Y comprendo que le haya afectado el encuentro después de todo lo que les hizo a usted y a su familia. Pero no puede confundir lo ocurrido con el presente. Mortimer Laydon ya no supone ningún peligro. Lo arrestaron y un tribunal real probó sus crímenes y lo declaró culpable. Nunca más podrá hacer daño, ni a usted ni a nadie más.
– Dios le oiga, sir Jeffrey -contestó Sarah-. Pero eso no es lo que más me espanta.
– ¿No?
– Ya me defendí una vez de Mortimer Laydon y volvería a hacerlo -señaló Sarah-. Lo que me preocupa es qué puede saber él.
– ¿Y qué puede saber? -preguntó el consejero real sin disimular su escepticismo.
– Está relacionado con algo que me dijo Kamal -explicó Sarah-. Al visitarlo esta tarde, formuló la sospecha de que todo este asunto no tiene que ver con él, sino que en realidad alguien intenta perjudicarme a mí.
– ¿Cree usted que eso es posible?
– Al principio intenté rechazar la idea, probablemente porque quería creer que había dejado definitivamente atrás mi pasado, que este había concluido como el capítulo de un libro que ya has leído y devuelves al estante. Sin embargo, el encuentro con Laydon me ha demostrado que no es así. Las heridas siguen existiendo, sir Jeffrey. Es posible que se hayan curado superficialmente, pero todavía existen.
– Mi querida amiga -comentó el consejero real, inclinando respetuosamente la cabeza-, después de todo lo ocurrido, me sorprendería que no fuera así. Sin embargo, eso no significa que deba seguir teniendo miedo del pasado. Lo que Laydon y esa gente querían de usted está destruido y enterrado en la arena del desierto.
– Eso es verdad -admitió Sarah-, pero aun así no consigo tranquilizarme. Laydon me preguntó por Kamal, como si supiera de su internamiento. ¿No es extraño?
– En realidad, no. -Sir Jeffrey frunció los labios-. Aunque los presos de Newgate están sometidos a un severo régimen de incomunicación, conocen maneras de comunicarse entre ellos. Y de este modo se divulgan algunas informaciones.
– No fue solo eso -dijo Sarah meneando la cabeza-. También fue el brillo en los ojos de Laydon y aquella risa malvada. Y, al despedirme, me gritó algo.
– ¿Qué?
– «Esto no ha acabado todavía» -contestó Sarah con voz apagada, y volvió a estremecerse.
– Bueno, admito que eso suena amenazador -aceptó sir Jeffrey-. Sin embargo, creo que esas palabras salieron de una mente trastocada y vengativa. Laydon pretendía sembrar veneno, y constato preocupado que, por lo visto, lo ha conseguido.
– Yo también soy consciente de ello, sir Jeffrey -aseguró Sarah, pensativa-. Soy muy consciente de lo peligroso que es Mortimer Laydon, tal vez por eso tengo la sensación de que me oculta algo. Por un momento vi un brillo en sus ojos, un extraño resplandor…
– El resplandor de la locura -gruñó sir Jeffrey.
– Sin duda -admitió Sarah-, pero ¿y si hay algo más? ¿Y si Laydon sabe realmente algo? Si lo que se oculta detrás de todo esto es aquella…
– ¿Aquella? ¿A quién se refiere, querida?
– ¿A quién va a ser? -Sarah rió con amargura-. A aquella fuerza secreta a la que ya me he enfrentado dos veces, primero en Alejandría y después en La Sombra de Thot. A aquella misteriosa organización a cuyas órdenes estaba Laydon…
– … y que probablemente solo existe en su mente. Después de todo, las investigaciones de Scotland Yard no arrojaron ni un solo indicio aprovechable. Los cómplices de Laydon murieron en la arena del desierto libio. La Liga Egipcia ha sido disuelta y ya no existe.
– No estoy hablando de la Liga Egipcia, sir Jeffrey. Laydon dijo que la verdadera organización para la que trabajaba era mucho más grande y extensa que la Liga, y que nunca podríamos ponerle coto. ¿Y si…?
– No concluya la frase, hija mía -la interrumpió bruscamente sir Jeffrey-, ni siquiera piense el final, puesto que la senda que tomaría con ello es sumamente peligrosa. ¿O es que quiere acabar como Laydon?
– No… -admitió Sarah.
– El camino hacia la locura se pavimenta con ideas de ese estilo -prosiguió convencido el consejero real-. Uno se imagina una conjura ominosa y cree ver indicios ocultos detrás de cualquier suceso, por insignificante que sea. Se empieza a observar el mundo con otros ojos y, antes de que uno se dé cuenta de lo que ocurre, está rodeado de enemigos. Y mientras uno está convencido de que hace lo correcto y de que lucha por una causa justa, su cordura se desliza hacia las criptas frías y sin luz de las que no hay vuelta atrás. ¿Comprende lo que intento decirle?
– Creo que sí, sir Jeffrey -replicó Sarah con voz queda-, y le agradezco la sinceridad. No pretendo perder la cordura, créame.