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– Entonces convénzase de que una cosa no tiene nada que ver con la otra. Los planes de los rebeldes, fueran quienes fueran, quedaron desbaratados y Laydon está en la cárcel. Eso es lo que cuenta… Todo eso no tiene nada que ver ni con Kamal ni con usted.

– ¿Lo cree realmente?

– Por supuesto, mi querida amiga -dijo sir Jeffrey, y levantó su copa, en la que aún quedaba un resto del vino rosado con que habían acompañado la cena-. ¿Brindamos por ello?

Sarah dudó mientras seguía dando vueltas a los argumentos de sir Jeffrey, y llegó a la conclusión de que su amigo probablemente tenía razón. Mortimer Laydon podía sembrar todo el veneno que quisiera: eso no cambiaría nada respecto a que sus planes habían fracasado y él estaba encerrado en la cárcel, de donde jamás saldría. Guiada por esa idea tranquilizadora, Sarah también cogió su copa de vino y la levantó; la luz de las velas que había sobre la mesa resplandeció a través del líquido rosado.

– Por Kamal -dijo sir Jeffrey solemnemente-. Por nuestra contribución al triunfo de una causa justa.

– Por Kamal -repitió Sarah, y ambos bebieron.

Sarah solo sorbió un poco de vino. Pero, puesto que apenas había comido nada en todo el día, el alcohol hizo efecto y la joven notó un ligero mareo, acompañado por una sensación de calidez y sosiego que le sentó bien.

– Gracias, sir Jeffrey -dijo entonces, disponiéndose a levantarse-. No solo por la cena, sino también por sus consejos y por su ayuda.

– ¿Para qué están los amigos? -preguntó el consejero real, que también hizo ademán de levantarse-. ¿Se retira ya?

– Discúlpeme, no querría parecer maleducada, pero ha sido un día muy largo y mañana a primera hora me gustaría ir de nuevo a ver a Kamal.

– ¿Está segura?

Sarah percibió una preocupación sincera en el semblante de su amigo y no pudo evitar una sonrisa.

– Puede que haya sido un día difícil y, en muchos sentidos, duro -reconoció-, pero eso no significa que no vaya a hacer todo lo posible por proteger a Kamal de la soga del verdugo. Le di mi palabra y pienso cumplirla.

– Comprendo. -Sir Jeffrey asintió, y entonces fue él quien esbozó una sonrisa-. Su padre estaría orgulloso de usted.

– Gracias, sir Jeffrey. Significa mucho para mí que lo diga usted.

– Es la verdad. La mayoría de los padres desean tener hijos varones que los sucedan y demuestren ser dignos de su herencia material. Pero Gardiner fue obsequiado con mucha mayor generosidad, puesto que usted no le va a la zaga en valor, intrepidez y lealtad, y además aúna inteligencia y belleza, una combinación no muy frecuente.

– Se lo agradezco -replicó Sarah, agachando un poco la cabeza con timidez. Esperó hasta que el criado le retiró la silla y se levantó de la mesa-. Buenas noches, sir Jeffrey.

– Buenas noches, Sarah, que descanse… sin que la importunen las sombras del pasado.

– Eso estaría bien -contestó la joven.

Luego dio media vuelta y salió del comedor. Oyó el suspiro que sir Jeffrey soltó al volver a sentarse a la mesa y cómo le pedía whisky escocés y tabaco al criado.

Lamentaba profundamente causarle problemas a Jeffrey Hull, que no solo era un buen amigo suyo, sino que también lo había sido de su padre, con quien estudió en Oxford. Habría preferido visitarlo por motivos más alegres o haberlo recibido en Kincaid Manor. Pero lo que había pasado, ya había pasado; el tiempo no iba marcha atrás y trabajaba en su contra…

Está de pie en la orilla.

Aunque lleva un camisón fino y el agua fría que murmura a sus pies le llega hasta los tobillos, no tiene frío. En el fondo sabe que no se encuentra realmente en ese sitio, pero, aun así, se deja fascinar por la majestuosidad del árido paisaje: montañas altas con cumbres peladas y cubiertas de nieve; bosques con árboles teñidos de otoño y rocas solitarias.

Sarah no sabría decir si amanece o anochece. El sol, que se alza sobre el horizonte como un resplandeciente disco amarillo, ha transformado el cielo en un mar de color anaranjado, entremezclado con azul y lila, a través del cual relucen las estrellas. Sin conocer la situación de los puntos cardinales es imposible determinar si aquel impresionante espectáculo en el firmamento marca el colofón del viejo día o el comienzo de uno nuevo, si supone un final o un nuevo principio.

Se levanta un viento que sopla en sus cabellos y le tira del camisón… Trae consigo voces. Sonidos quejumbrosos cargados de dolor y de pena…

Sarah mira a su alrededor, buscando el origen de las voces, y se da cuenta de que no está sola en la orilla del río. Una procesión, que tan pronto parece estar cerca como lejos, se mueve sobre el amplio lecho de guijarros de la corriente. Delante van cuatro guerreros, figuras gigantescas armadas con largas lanzas y que llevan cascos adornados con crines de caballo. Les siguen seis hombres que portan un féretro con un cadáver. A continuación, una comitiva de duelo que rinde el último homenaje al muerto.

Sarah observa con el corazón encogido cómo la comitiva llega a la orilla y los portadores dejan en el suelo el féretro. Uno de los guerreros se adelanta y pronuncia unas palabras en una lengua extraña que Sarah no comprende. Luego toca el cuerno, y el sonido hueco y escalofriante retumba en el valle. El viento parece amainar momentáneamente y sobre el agua se levanta una niebla blanca que se extiende hacia la orilla en forma de vapores densos.

Los enlutados se han reunido alrededor del cadáver y lo preparan para su último viaje. Desde donde está, Sarah no puede ver qué hacen exactamente, pero es obvio que proceden con suma gravedad y cuidado. Finalmente, acaban su trabajo y retroceden.

Un silencio total se impone.

Los sonidos quejumbrosos han enmudecido, incluso el viento ha cesado. La niebla, que ya ha alcanzado la orilla y es cada vez más densa, parece haberlo ahuyentado.

Tan súbitamente como han aparecido, los enlutados se retiran. Se dan la vuelta en silencio, se alejan de la orilla y pronto están a punto de desaparecer en la niebla. Han dejado atrás el féretro con el cadáver.

Sin poder explicarse el motivo, Sarah siente de repente curiosidad. Quiere ver quién es el muerto que, siguiendo una antigua costumbre, ha sido llevado a la orilla del río del más allá para emprender el viaje hacia el reino de los muertos. Se pone en movimiento con cautela y le da la impresión de que se desliza sobre los guijarros que bordean el río. Poco después llega hasta el féretro.

El muerto es un hombre de unos treinta y cinco años. Su semblante orgulloso sigue pareciendo agraciado y hermoso incluso en la muerte, y Sarah se pregunta inconscientemente quién debía de ser. Tiene la boca entreabierta. En la penumbra, Sarah ve brillar algo entre los dientes impecables: una moneda, sin duda, que le han puesto en la boca para pagar al barquero por el viaje al reino de los muertos.

Sarah se estremece y no sabe si es a causa del frío o de la presencia del muerto. Intenta convencerse desesperadamente de que la historia del Estigia, el río de los muertos, y del barquero Caronte tiene su origen en una antigua superstición, cuando oye de repente un chapoteo a sus espaldas.

Espantada, se da la vuelta y, a través de la niebla densa, distingue una barca que se acerca por el río. De pie, en la popa, se alza una figura altísima, gigantesca, que gobierna la embarcación con una vara larga. En la penumbra no se puede apreciar nada más de aquella silueta, pero Sarah sabe a quién tiene delante.

¡Caronte!

El barquero del reino de los muertos…

El horror se apodera de ella. Reprimiendo un grito en los labios, se da la vuelta dispuesta a emprender la huida, pero no lo consigue. Porque cuando su mirada se detiene por segunda vez en los rasgos del muerto, agraciados y hermosos aun estando inanimados, el terror la paraliza.