El muerto es… ¡Kamal!
– ¡Kamal!
Su propio grito ronco le devolvió la conciencia a Sarah y le hizo comprender que lo que había visto solo era un espejismo, el engendro de un duende de las pesadillas que la había perseguido en sus sueños.
Con todo, no consiguió tranquilizarse.
Se sentó en la cama. Respiraba entrecortadamente, jadeando. El camisón se le pegaba, frío y húmedo, al cuerpo, pero no lo había empapado la niebla, sino su propio sudor. Aún la estremecía el terror, por mucho que su intelecto intentara tranquilizarla y le dejara bien claro que nada de lo que había visto era real.
No obstante, se preguntó por qué aquel sueño le había parecido tan real, tan definitivo. ¿Por qué había tenido la sensación de percibir la tristeza en su propio cuerpo y también el halo gélido de la muerte?
Sarah estaba acostumbrada a tener sueños.
La habían perseguido desde niña, y desde la muerte de su padre parecía como si las compuertas de su alma se hubieran abierto y todo lo que había estado oculto en lo más profundo de su ser saliera a la luz con una fuerza brutal. Sarah siempre había supuesto que esos sueños estaban relacionados con la época oscura, aquel período de su temprana infancia que no podía recordar, pero en esos sueños nunca había percibido más que siluetas borrosas o impresiones fugaces. Nunca antes un sueño había tenido semejante nitidez, y Sarah se preguntó a qué se debería. Además, le daba que pensar el hecho de que, últimamente, había tenido menos sueños relacionados con la época oscura, cosa que había atribuido a la proximidad y a la influencia tranquilizadora de Kamal.
¿Qué significado tenía entonces el hecho de que soñara con mayor intensidad que antes? ¿El hecho de que lo que veía en sueños pareciera tan real que incluso la perseguía al despertar?
¿Había sido aquello algo más que un sueño? ¿Había tenido… una visión?
Dos años antes, Sarah se habría reído de semejante idea y la habría tachado de absurda. Siempre se había considerado un ser racional, una persona cerebral comprometida con los principios de la ciencia. Sin embargo, los acontecimientos que había dejado atrás y su contacto con Maurice du Gard y Kamal Ben Nara habían sembrado dudas. Porque, por muy diferentes que fueran, los dos compartían la creencia de que el destino estaba predeterminado y de que existía un poder superior que guiaba sus pasos.
Con todo, los métodos de ambos se diferenciaban considerablemente: mientras que du Gard perseguía el dragón del opio y utilizaba las cartas del tarot para ver el futuro, Kamal creía con todo su corazón en la sabiduría y la omnipotencia de Alá.
¿Y Sarah?
¿En qué creía?
A diferencia de Kamal y de du Gard, ella no era capaz de reconocer un significado profundo en sus sueños. Su padre le había pedido perdón mientras agonizaba, pero no tuvo tiempo de explicarle el fondo de los misteriosos sucesos que lo habían llevado a Alejandría; igual que du Gard, que había dedicado sus últimas palabras a Sarah y a su amor hacia ella. Los dos sabían algo sobre su pasado y se lo habían llevado consigo a la tumba. Solo había quedado el caos.
Pistas que se perdían en la nada.
Insinuaciones que no tenían sentido.
Sucesos que Sarah no conseguía interpretar.
Sueños que la atemorizaban.
Seguía viendo a Kamal yaciendo en aquel féretro, cubierto por la niebla y con una moneda debajo de la lengua para pagar su pasaje por el Estigia.
Empujada por el desasosiego, saltó de la cama. El frío parqué crujió bajo sus pies. Se deslizó hacia la ventana y corrió un poco las cortinas. Sobre los tejados planos y las chimeneas puntiagudas de Mayfair ya había empezado a amanecer. Un resplandor rojizo, con pinceladas de violeta claro, que a Sarah le recordó de manera inquietante el sueño, ardía en el cielo por el este. Despuntaba el nuevo día y Sarah decidió que no podía esperar más.
Tenía que volver a Newgate.
Con Kamal…
Capítulo 7
Diario personal de Sarah Kincaid, anotación posterior
Regresé por segunda vez a Newgate en el carruaje Brougham de sir Jeffrey. Las avenidas principales estaban muy transitadas y casi me dio la impresión de que nuestro coche, tirado por dos caballos, tenía que enfrentarse con todas sus fuerzas a la multitud que acudía a la ciudad a esas horas tempranas: jornaleros y obreros, artesanos y comerciantes, señores de postín que preferían pernoctar fuera de la ciudad y partir por la mañana hacia Inns of Court o a la Bolsa para ejercer su poder. Algunos iban a caballo, pero la mayoría optaba por hacerse llevar en un Hanson, los coches de caballos más modernos y ligeros, con los que también se causaba buena impresión y que se disputaban las calles con carros macizos cargados hasta los topes. Carruajes abiertos, carromatos cargados de barriles de cerveza, carretas tiradas por bueyes que se dirigían a los mercados de Covent Garden o de Billingsgate, todos parecían impacientes por adentrarse en la gran ciudad.
En consecuencia, avanzábamos despacio, y el trayecto hasta Newgate se me hizo angustiosamente eterno. No dejaba de preguntarme qué significaba mi enigmático sueño, y cuanto más me acercaba a los adustos muros del presidio, más crecía mi inquietud. Estaba impaciente por ver a Kamal y asegurarme de que se encontraba bien. Intuía una desgracia inminente, y con razón, como pronto descubriría…
Prisión De Newgate, mañana del 26 de septiembre de 1884
Los pasos de Sarah Kincaid y su acompañante resonaban sucesivamente en el techo abovedado de baja altura.
Era el mismo guardia que la había escoltado el día anterior, de modo que Sarah no tuvo que entretenerse dando largas explicaciones. Al enseñar de nuevo el escrito que Milton Fox había conseguido para ella en el Ministerio de Justicia, enseguida la autorizaron a acceder a la sección de las celdas, que esa mañana le pareció aún más adusta y ruinosa que el día anterior. Sarah intentó en vano grabar en su memoria la enmarañada sucesión de escaleras y corredores que iban dejando atrás de camino hacia las oscuras entrañas del presidio. Le daba la impresión de que el guardia la llevaba de nuevo por un camino distinto, ya fuera para impresionarla o bien para confundirla intencionadamente.
Pasaron por delante de un recinto que estaba separado del corredor por una reja de hierro. Detrás había media docena de hombres alineados, figuras encorvadas, demacradas y desnudas, tal como Dios las trajo al mundo. Les habían rapado la cabeza y tenían la piel blanquecina plagada de incontables cicatrices y heridas, que permitían entrever una vida dura y llena de privaciones. Dos carceleros uniformados cargaban con un recipiente metálico al que habían incorporado una bomba de manivela y un trozo de manguera. Y antes de que los presos entendieran qué les sucedía, los dos guardias ya los estaban rociando con un producto químico de color rojizo que, por la reacción de los hombres, debía de quemar como el fuego en la piel desnuda.
– Nuevos internos, madam -explicó el guardia, impasible-. Cuando llegan, hay que lavarlos y despiojarlos. Hace falta, créame.
Sarah no contestó. No tenía la menor duda de que la había llevado por allí para hacerle pasar un mal trago y ver cómo se ruborizaba al ver a los hombres desnudos. Sarah se sonrojó realmente, pero no de vergüenza sino de ira, pensando que Kamal también había tenido que pasar por aquella ceremonia humillante…
Por fin llegaron al pasillo al final del cual se hallaba la celda de Kamal. En los últimos metros, Sarah no pudo reprimirse más. Aceleró el paso, echó a correr y adelantó al guardia, que reaccionó soltando un gruñido de enfado.
– ¿Kamal? Soy yo, Sarah…
La voz le tembló por culpa de la preocupación, que se esforzaba por contener y que no cedió hasta que su amado empezó a moverse.