– Tú, ¿no has oído? -bramó el guardia hacia el interior de la celda-. ¡Despierta!
Para enfatizar sus palabras, blandió la porra de madera y aporreó la puerta. El estruendo metálico no solo consiguió que se levantara Kamal, sino todos los internos de las celdas cercanas.
– Sir -protestó Sarah, enojada-, ¿le importaría no provocar semejante ruido infernal?
– Quería que se despertara, ¿no? -contestó el guardia encogiéndose de hombros-. Pues ya está despierto…
Eso era indiscutible.
Kamal se había incorporado y se frotaba los ojos para despertarse. Al ver a Sarah, se sobresaltó.
– Buenos días -lo saludó ella con cariño.
– ¿Qué…, qué haces aquí? -preguntó Kamal, que saltó del catre y se acercó a la puerta-. Todavía es muy pronto…
– Ya lo sé -dijo Sarah-. Tenía que verte.
– ¿Por qué? -preguntó con una leve sonrisa-. ¿Has vuelto a tener uno de tus sueños? ¿Hay que consolarte?
– No, claro que no -se apresuró a asegurar mientras volvía a asombrarse de lo bien que Kamal había llegado a conocerla en tan pocos meses.
– Da igual -comentó-, me alegro de que hayas venido.
Cuando apareces delante de mi celda, es como si la luz clara del sol penetrara en estos miserables muros.
– Vaya, veo que conservas tu encanto -constató Sarah esbozando también una sonrisa que, sin embargo, se borró enseguida-. ¿Has pensado en lo que te dije? -preguntó.
– Por supuesto.
– ¿Y? -Sarah abrigó una súbita esperanza-. ¿Tienes alguna sospecha sobre quién pudo enviar la nota a Scotland Yard?
– No -reconoció Kamal con sinceridad, para decepción de Sarah-. Pero he llegado a una conclusión.
– ¿Cuál?
– Quiero que eximas a sir Jeffrey de su tarea.
– ¿Qué?
– Le agradezco la ayuda -se ratificó Kamal-, pero no voy a requerirla más. Dale saludos de mi parte. Dile que le estoy muy agradecido por sus servicios, pero que ya no los necesito.
– ¿No? ¿Y quién va a defenderte?
– Nadie -contestó, y su respuesta fue tan simple como escalofriante.
– ¿Nadie? -Sarah abrió mucho los ojos, sin comprender-. Pero si no te defiende nadie no tendrás ninguna posibilidad en el juicio. Has confesado los hechos. El fiscal hará todo lo posible por enviarte a la horca.
– Lo sé, Sarah.
– Entonces, también sabrás que sin una defensa experta no tienes perspectivas de eludir al verdugo -dijo Sarah con una franqueza brutal.
– Eso también lo tengo claro.
– Pe… pero… entonces… -balbuceó Sarah antes de enmudecer. Tenía muy claro qué significaba la decisión de Kamal, pero no tuvo el valor de expresarlo.
– Como tú bien has dicho, Sarah -prosiguió Kamal en su lugar-, soy un asesino confeso. Y, puesto que el delito se cometió contra dos miembros del ejército, el fiscal pedirá la pena capital. Si renuncio a la defensa, el tribunal aceptará la petición. Pero si sir Jeffrey me representa como abogado, tal vez solo me condenarán por homicidio y pasaré los próximos veinte años entre estos muros. ¿Te imaginas lo que eso significaría?
Sarah lo miraba fijamente, sin decir nada, incapaz de asentir o de llevarle la contraria.
– Soy un hijo del desierto, Sarah. Amo el mar infinito de las dunas, el viento en mis cabellos y la arena entre los dientes. Y aquí no hay nada de todo eso, solo penumbra y suciedad, y una muerte lenta.
– Quieres decir que…
– Prefiero que la soga del verdugo ponga fin rápidamente a mi existencia a seguir encerrado aquí. No lo soportaría, Sarah, y moriría de una manera atroz.
Ella seguía mirándolo fijamente, y sus miradas se encontraron de nuevo durante una breve eternidad. Solo fue capaz de asentir convulsivamente mientras reprimía con todas sus fuerzas las lágrimas… Kamal no tenía que verla llorar. Cuando la pena estaba a punto de vencerla, Sarah se dio la vuelta.
– Sarah -susurró Kamal, que malinterpretó su reacción-. Intenta comprenderme…
– Te comprendo -dijo ella, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas-. Te comprendo perfectamente. Es solo que… -dijo meneando la cabeza.
Mentalmente podía comprender que Kamal prefiriera la muerte a largos años de presidio, pero su corazón hablaba otro idioma. Sarah no quería perder a su amado y se aferraba a él con todas sus fuerzas. Pero ¿qué sentido tenía luchar por la vida de Kamal si él no quería? ¿Qué sentido tenía todo aquello?
De nuevo aparecía la cuestión del destino, de una fuerza que ponía orden en medio del caos, y Sarah, en su desesperación, no podía más que negarlo. ¿Por qué, se preguntó, una y otra vez solo le quedaban instantes fugaces de felicidad? ¿Por qué su destino era perder siempre a quien amaba de todo corazón? La obstinación se apoderó de ella, la voluntad irrefrenable de no permitir que volvieran a arrebatarle la felicidad.
De pronto sopesó la opción de un plan tan audaz como desesperado, que hasta entonces había descartado por peligroso y desatinado, y decidió hacer todo lo que estuviera en su mano para llevarlo a la práctica.
– Acompáñeme fuera -le indicó al guardia-, pero por el mismo camino que ayer. ¿Puede ser?
– Pues claro -contestó el carcelero, enseñando unos dientes amarillos y descuidados-. Hay un montón de caminos para entrar en Newgate, y otro montón para salir…, a no ser que hayas hecho algo malo.
Soltó una carcajada estruendosa al reírse de su propio chiste y se puso lentamente en camino. Sarah lo siguió sin volverse de nuevo hacia Kamal. Por un lado, no quería que viera sus lágrimas; por otro, temía que sospechara lo que se proponía hacer. Era muy importante que Kamal no conociera los planes de Sarah. Era mejor que no supiera nada de ellos por si su liberación fracasaba.
– ¡Sarah! -le gritó Kamal-. ¡No te vayas, por favor! ¡Quédate…!
Pero ella no vaciló y siguió sin pestañear al carcelero. Los gritos desesperados de Kamal resonaron a sus espaldas:
– Me lo prometiste, ¿recuerdas? Prometiste que no me abandonarías.
Aunque todo en ella la empujaba a dar media vuelta, Sarah se mantuvo firme y continuó sin reaccionar. Por supuesto que recordaba la promesa que había hecho y, precisamente porque se proponía cumplirla, no podía ceder.
Si Sarah hubiera sospechado que con ello desperdiciaba un tiempo precioso, su decisión habría sido otra.
Sarah fue haciendo inventario mentalmente. Cada celda, cada recoveco, cada escalera y cada cruce quedaron anotados en el plan que esbozaba en su mente. Tenía a su favor su experiencia como arqueóloga, puesto que en más de una ocasión su padre y ella se habían adentrado en cámaras funerarias profundas y en catacumbas subterráneas, y recordar el camino exacto había sido imprescindible para sobrevivir. En los recorridos anteriores a través de las entrañas lúgubres y malolientes de la prisión, Sarah iba distraída y, por lo tanto, se había desorientado, pero esta vez se concentraba en grabar el camino en su memoria.
El camino hacia la libertad…
Pasaron por delante de algunas celdas cuyos internos le dedicaron comentarios indecentes que el guardia castigó al instante con su porra. Poco después encontraron compañía: cuatro carceleros se cruzaron con ellos en el pasillo escasamente iluminado. Aquellos hombres pasaron en silencio por su lado y Sarah, concentrada como estaba, probablemente no se habría percatado de nada si no la hubiera embargado de repente una sensación.
¡Una sensación de amenaza!
¡El mismo halo funesto que había notado en Yorkshire cuando aquella silueta tenebrosa la había perseguido en la niebla! ¿Había sido, por tanto, algo más que la sombra recurrente de antiguos temores?