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– ¿Pasa algo, madam? -preguntó el guardia cuando Sarah se detuvo en seco.

– No, es solo que… -dudó, no estaba segura de si debía comentarlo-. Esos hombres, los que acabamos de cruzarnos, ¿también son guardias?

– Eso parece.

– ¿Eso parece? ¿No los conoce?

– No, madam, pero eso no quiere decir nada. Aquí hay muchos guardias. No es un trabajo fácil, sabe. No todo el mundo puede hacerlo…

– Comprendo -dijo Sarah, pensativa, y se dispuso a reemprender la marcha, pero no pudo, porque todos sus temores y malos presentimientos regresaron repentinamente. Irrumpieron como una marea viva en su conciencia y anegaron su el sentido común.

– Volvamos -dijo-. Tengo que volver.

– ¿Adonde?

– A la celda de mister Ben Nara.

– Pero…

Sarah no tenía tiempo para entretenerse en explicaciones. Dio media vuelta, se arremangó el vestido para poder correr más deprisa y se puso en marcha siguiendo el camino que había grabado en su memoria. No le importó que con ello pudiera desvelar sus propósitos de liberar a Kamal. El ansia por regresar de inmediato con su amado y verlo era tan imperiosa que Sarah no pudo resistirla.

La asaltaron los recuerdos de su padre. Entonces también había errado por un laberinto oscuro, buscando desesperada a Gardiner Kincaid, y al final lo había encontrado yaciendo sobre un charco de sangre. Esperaba encarecidamente encontrar a Kamal sano y salvo en su celda y que sus temores resultaran ser simples proyecciones de sus recuerdos sombríos, pero esa esperanza se truncó enseguida.

– ¡Kamal! -gritó Sarah desde lejos, para alegría de algunos presos, que replicaron con obscenidades-. ¡Kamal!

No obtuvo respuesta de su amado.

Seguida por el guardia, que le pisaba los talones jadeando, Sarah giró hacia el estrecho corredor en el que se encontraba la celda de Kamal y vio, aterrada, que la puerta estaba abierta.

– ¿Kamal…?

El hombre yacía de espaldas en el suelo, pero no como si lo hubieran derribado o se hubiera desplomado, sino echado de una manera poco natural y con los brazos cruzados sobre el pecho.

En su frente se distinguían unos caracteres. Tres letras escritas con hollín. A, M y T…

– ¡Kamal!

A Sarah le falló la voz. Sin pedir permiso al guardia, entró en la celda y se precipitó junto a su amado, que yacía inmóvil.

Su rostro continuaba mostrando orgullo y dignidad, ni las privaciones ni la falta de luz del sol habían logrado cambiarlo. Tenía las mejillas de un tono ceniciento y los ojos cerrados. Su boca, en cambio, estaba entreabierta, pero Sarah no pudo detectar que respirara…

– ¡Kamal! ¡Kamal…!

No dejaba de repetir su nombre mientras lo sacudía por los hombros, pero Kamal no despertó. Los gritos de Sarah se ahogaron. Un sudor frío le cubrió la frente mientras, presa del pánico, buscaba algún signo de vida. Con manos temblorosas, le buscó el pulso, pero no lo encontró.

– No -sollozó Sarah suplicante-, otra vez no, por favor…

En su desesperación, se inclinó sobre Kamal y apoyó la cabeza en su pecho para ver si oía algo. Lo abrazó como si así pudiera mantenerlo con vida. Las lágrimas brotaron en sus ojos mientras escuchaba.

De repente, un latido.

Débil y contenido, pero era un signo de vida.

– ¿Ka… Kamal?

Sarah volvió a escuchar y oyó un segundo latido. Este también era débil, y la frecuencia era pavorosamente baja. Sarah vio entonces unas minúsculas perlas de sudor en la frente de su amado. Las secó con ternura y notó una piel ardiente bajo sus manos.

«Fiebre», pensó.

Kamal tenía fiebre…

– ¡Un médico! -gritó Sarah bien alto-. ¡Necesitamos un médico! Es cuestión de vida o muerte…

El guardia simplón replicó algo incomprensible, cogió el silbato que llevaba colgado al cuello con una cinta corta y sopló varias veces dando pitidos breves. Los silbidos que resonaron en la bóveda fueron tan estridentes y penetrantes que tenían que haberlos oído, y pronto obtendrían respuesta.

– Acabo de dar la señal de alarma. El doctor Billings ya está en camino.

– ¿Billings? ¿Quién es?

– El médico de la prisión -contestó el guardia, lo cual infundió un poco de esperanza a Sarah, aunque dudaba de que el médico de una prisión pudiera ayudar a Kamal. Lo que le había ocurrido a su amado, lo que se había adueñado de él, parecía mucho más profundo que cualquier sueño o desmayo.

– Todo irá bien, Kamal -le susurró-. ¿Me oyes? Todo irá bien…

Temblando, le tocó la mano derecha para estrechársela y consolarlo, igual que él le había hecho tantas veces. Su mirada se posó entonces en la boca entreabierta de Kamal y se dio cuenta de que la lengua estaba extrañamente doblada, como si tuviera algo debajo…

Sarah fue consciente al instante de que ya había vivido esa situación, en un sueño que parecía hacerse extrañamente realidad. Un escalofrío como nunca antes había sentido le recorrió la espalda. Con manos temblorosas abrió la boca de su amado y metió los dedos dentro.

¡No se había engañado!

Realmente había algo debajo de la lengua de Kamal, aunque no se trataba de monedas, como Sarah había temido, sino de un trocito de papel. Sarah lo cogió, lo desplegó… y casi se quedó sin aire cuando vio lo que contenía.

Se trataba de un simple dibujo, pero para aquellos que sabían interpretarlo equivalía a una amenaza de muerte: una elipse con numerosos ornamentos en forma de haz.

– El ojo del cíclope -dijo Sarah sin aliento, y tiró la nota como si estuviera impregnada de veneno.

No se podía concebir de golpe lo que aquel hallazgo, aquel simple dibujo, significaba. Sarah solo tenía clara una cosa: que las sospechas de Kamal habían resultado ser ciertas.

Aquel poder inquietante y oscuro, con el que ya se había topado dos veces a lo largo de su vida y que había sido el responsable de la muerte de Maurice du Gard y del asesinato de su padre, no había sido vencido ni desarticulado, sino que seguía existiendo.

Y se había vengado cruelmente…

Enfermería de Newgate, Londres, noche del 26 de septiembre de 1884

– No sé -dijo el médico por enésima vez mientras observaba desconcertado el semblante inmóvil de Kamal Ben Nara.

– ¿Qué es lo que no sabe, doctor? -preguntó Sarah, que estaba a punto de perder al paciencia.

Cuatro médicos se ocupaban de examinar a Kamal desde hacía horas. Intercambiaban miradas elocuentes y hacían malabarismos con palabras en latín, igual que hacían los golfillos en las calles con manzanas podridas, pero no llegaban a un resultado definitivo.

Norman Sykes, el director de la prisión, se había negado a trasladar a Kamal desde Newgate mientras no le presentaran un diagnóstico claro sobre su estado. Por lo tanto, a Sarah no le había quedado más remedio que consultar con unos cuantos especialistas externos y pedirles que fueran a Newgate. Además de James Billings, el médico de la prisión, que tenía la nariz demasiado roja para el gusto de Sarah y que parecía mucho más entendido en tabernuchas del barrio londinense de East End que en la anatomía de sus pacientes, también estaban presentes el doctor Raymond Markin, un ex médico de la Armada Real y especialista en enfermedades tropicales, así como el doctor Lionel Teague, un médico de Mayfair amigo de sir Jeffrey que, por amistad, se había mostrado enseguida dispuesto a acudir presto a Newgate con él.

El cuarto médico era Horace Cranston, un hombre delgado de unos cuarenta años, que llevaba una elegante levita y el cabello rubio bien peinado con raya. El bigote, perfectamente recortado, la tez pálida, los pómulos marcados y unos rasgos delicados completaban la imagen del caballero perfecto. Sarah no habría adivinado que tras aquellos ojos grises había un psiquiatra. A diferencia de sus colegas, Cranston no se dedicaba a examinar dolencias físicas, sino mentales, y formaba parte del equipo médico del hospital Saint Mary of Bethlehem, cosa que a Sarah no le hizo ninguna gracia. Aun así, debía estarle agradecida al doctor, que había ido a Newgate por otros motivos pero, a instancias de Sykes, se había declarado enseguida dispuesto a examinar a Kamal…