– Como ya he dicho, caballeros -dijo Cranston, tomando la palabra-, no creo que esto tenga nada que ver con un fenómeno físico. Las causas parecen encontrarse más bien en la cabeza del paciente.
– ¿En la cabeza? -preguntó Sarah-. ¿Qué insinúa?
– Nada. Solo digo que deberíamos buscar el motivo de su estado en su mente.
– ¿Y? ¿Qué pretende? ¿Abrirle el cráneo?
– Eso podría contribuir a la solución del enigma, efectivamente -asintió Cranston, que por lo visto no había captado el sarcasmo en la voz de Sarah.
– ¡Abominable matasanos! -masculló Sarah-. ¡No se atreva a ponerle un solo dedo encima!
– Sarah, por favor -intervino sir Jeffrey, tranquilizador-. Estoy seguro de que el doctor Cranston solo quiere lo mejor para su paciente.
– Y a mí me gustaría remarcar que el doctor Cranston no solo es un gran experto en su campo, sino que también tiene buen corazón. Cuando es necesario, realiza dictámenes médicos a los presos de Newgate y se ocupa de que los trasladen a Bedlam; de este modo evita que los ejecuten. Hoy también ha venido por ese motivo.
– Está bien, director -comentó Cranston visiblemente azorado-, pero eso ahora no viene a cuento.
– Tal vez -admitió Sykes-. Solo quería asegurarme de que lady Kincaid lo apreciara como es debido.
– Yo… probablemente me he precipitado al juzgar -reconoció Sarah-, y le pido disculpas si lo he ofendido. Es solo que… Llevan horas discutiendo, señores, sin resultados concretos.
– Eso no es del todo cierto -objetó el doctor Teague, un hombre de aspecto robusto y avejentado, de la edad de sir Jeffrey-. Hemos podido constatar que el estado del paciente no se debe a un acto de violencia. En el examen, ni mis colegas ni yo mismo hemos podido descubrir ningún indicio que apuntara en esa dirección.
– ¿No era usted especialista en enfermedades raras?
– Debo de serlo; al fin y al cabo, he escrito dos trabajos importantes sobre el tema. Pero nunca me había topado con un caso como este. Las funciones corporales del paciente se han reducido a la mínima expresión, seguramente a consecuencia de la fiebre, pero parecen bastar para mantenerlo con vida.
– ¿No es eso habitual en los pacientes que pierden el conocimiento debido a una fiebre alta? -peguntó Sarah.
– A veces sí -admitió Markin-. El cuerpo reduce la actividad con el fin de ahorrar fuerzas para luchar contra la enfermedad. Sin embargo, en esos casos hay un precedente, una infección provocada por un germen, por ejemplo, o una intoxicación de la sangre. Pero, aquí, ambas posibilidades quedan excluidas, puesto que el paciente se encontraba bien y en plena forma unos minutos antes.
– Cierto -confirmó Sarah-. Kamal parecía completamente despierto y sano. Su estado actual tiene que estar relacionado con algo que le han hecho esos extraños…
– Ya que habla de ellos -dijo el director Sykes carraspeando como si le resultara poco agradable lo que iba a decir-, no estamos seguros de que se tratara de extraños como usted supone.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Lady Kincaid -Sykes sonrió tímidamente-, comprendo que todo esto le resulte extraño y agobiante. Teniendo en cuenta lo que ha sufrido, no sería de extrañar que viera usted enemigos…
– Escúcheme bien, señor director -dijo Sarah enérgicamente-, ni estoy histérica ni he perdido la razón. Pero algo me dice que esos hombres han tenido algo que ver con lo que le ha ocurrido a Kamal.
– ¿Aunque fueran simples carceleros? -Sykes meneó la cabeza-. En Newgate trabaja mucha gente, lady Kincaid. Ni siquiera yo los conozco a todos. Por lo tanto, es muy posible que usted se haya encontrado con una simple patrulla de guardias camino del relevo.
– No lo creo -replicó Sarah-. ¿Qué dice el guardia que me acompañaba?
– Él tampoco está seguro de nada en lo tocante a esos supuestos intrusos.
– ¿Y los demás presos?
– Nadie ha notado nada sospechoso que permita concluir una entrada no autorizada en la sección de las celdas.
– ¿Y quién ha dibujado esas letras en la frente de Kamal? -preguntó Sarah-. ¿Quién le ha puesto el trozo de papel en la boca?
– Seamos francos, lady Kincaid, hablando en rigor, podría haberlo hecho el propio mister Ben Nara.
– Tonterías -insistió Sarah categóricamente-. Esa gente era tan real como usted y yo… ¡Y aquel halo! Pude sentir que… -Se interrumpió como si notara las miradas de incomprensión que le dedicaban tanto el director de la cárcel como los médicos y sir Jeffrey. Sarah comprendió que lo mejor era callarse si quería que continuaran tomándola en serio, y recibió ayuda por un lado que no esperaba.
– No veo motivos para dudar de las afirmaciones de lady Kincaid, caballeros -dijo el doctor Cranston, que no le guardaba rencor-. Puesto que, por un lado, hemos constatado que el estado del paciente no se debe a un acto violento y, por otro, sabemos que se ha declarado en un tiempo muy breve, solo nos queda suponer la posibilidad de una manipulación intencionada.
– ¿Qué insinúa, estimado colega? -La voz del doctor Teague sonó acre, casi enojada-. A este paciente no lo han narcotizado sin más, sino que se le han reducido las funciones corporales. ¿Pretende hacernos creer que hay alguien capaz de llevar a alguien a ese estado instantáneamente?
– Creo que es posible, suponiendo que se utilicen los medios adecuados.
– ¿Y cuáles serían? -inquirió el doctor Markin, que parecía compartir tan poco como su colega la opinión de Cranston.
– Caballeros -replicó el médico de Bedlam-, me recuerdan ustedes a los cazadores en la caza del zorro.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Sarah.
– ¿Ha participado usted alguna vez en la caza del zorro?
– No -negó Sarah meneando la cabeza-. Francamente, nunca he comprendido qué le encuentra la gente a todo ese jaleo de perros ladrando y gente gritando «tally-ho». Además, tiendo a simpatizar con el zorro.
– Eso nos diferencia -replicó el doctor-. Yo soy un apasionado cazador y ansío que empiece la temporada la semana que viene. Pero tiene usted razón al adjudicarle al zorro un papel esencial, puesto que sin él no existiría el deporte ni el acontecimiento social, ¿no es así?
– Cierto -admitió Sarah-, pero sigo sin ver…
– La mayoría de la gente que participa en la caza del zorro ha perdido de vista el verdadero sentido de la cacería. Para ellos solo se trata de pasear al aire libre, de exhibir sus caballos y sus dotes como jinetes o, simplemente, de dejarse ver. Para ellos, el zorro es una parte tan obvia de la cacería que ya no le dan importancia, aunque realmente sea el elemento principal. Lo mismo ocurre con el cerebro humano. Si bien es cierto que acabamos de empezar a investigar esa fascinante zona del cuerpo humano, sabemos que es el órgano de control principal. Y aunque pueda parecemos insignificante en comparación con otros órganos, considero posible que, manipulando el cerebro, se pueda provocar un estado febril en un tiempo brevísimo.
– Qué disparate -se acaloró el doctor Markin-. En todos mis años ejerciendo de médico de la Armada Real jamás me he encontrado con nada parecido, y tenga por seguro que he visto más mundo que usted, estimado colega.
– No se lo discuto -aseguró Cranston con serenidad-. Pero si partimos de la base de que el cerebro no solo controla la circulación sanguínea, la respiración, el aparato motor y el digestivo, sino también funciones como el aumento y el descenso de la temperatura corporal…