– Eso es una teoría arbitraria que no se puede corroborar -espetó Markin.
– Al contrario, querido colega. En Bedlam he tratado en repetidas ocasiones a pacientes cuyas funciones cerebrales habían resultado dañadas por la aparición de coágulos de sangre causados por una herida en la cabeza. Los ataques de fiebre descontrolados solían ser la consecuencia.
– Pero aquí no nos enfrentamos ni a un ataque de fiebre ni a una herida en la cabeza -señaló el doctor Teague.
– Cierto -admitió Cranston-, pero eso no cambia que mi teoría sea en principio correcta. La diferencia entre este caso y otros que he examinado es únicamente que el estado febril no se ha producido a causa de una agresión violenta ni del trauma craneal resultante, sino por una manipulación de otro género.
– Comprendo -dijo Sarah, a quien convencían los argumentos de Cranston, a pesar de no entender mucho de medicina, o quizá por eso-. ¿Y en qué consistiría esa manipulación?
– Veneno -dijo Cranston, y un murmullo se extendió entre sus colegas. Nadie se mostró de acuerdo, pero, a diferencia de antes, el médico de Bedlam no cosechó ninguna objeción.
– ¿Veneno? ¿Cree que esa gente le ha administrado un suero a Kamal?
– O eso o lo han infectado con un germen que ha afectado las regiones más externas del cerebro y es el responsable de esta fiebre misteriosa.
– Cranston -masculló el doctor Markin-, ¿es consciente de lo que está diciendo? En los últimos años, lady Kincaid, la investigación médica ha realizado progresos importantes en ese campo, pero no estamos en condiciones de comprobar la validez de las hipótesis del doctor Cranston y, aunque tuviera razón, no podríamos hacer nada.
– ¿Y que propone usted, doctor? -preguntó Sarah con acritud-. ¿Que me adhiera a una teoría más cómoda? No creo que eso le hiciera ningún favor a Kamal -afirmó, y paseó una mirada llena de pesar y compasión por el cuerpo inmóvil de su amado, que yacía cubierto con un trapo sobre una litera. Soltó un leve suspiro y recuperó el dominio-. De tratarse de un suero, o de un germen, habría tenido que hacer efecto muy deprisa -prosiguió-. Los autores solo dispusieron de unos minutos.
– En efecto -la secundó Markin-. Esa es otra de las razones por las que no comparto la teoría del doctor Cranston.
– ¿Por qué no, doctor? -preguntó Cranston-. Conocemos venenos que provocan la muerte en pocos segundos. ¿Por qué no pueden influir también masivamente en la actividad cerebral?
– Porque nunca se ha descrito un caso semejante -objetó Markin torpemente.
– Eso no significa que no sea posible, ¿verdad? -inquirió Sarah escrutando al grupo-. Caballeros, si alguno de ustedes puede ofrecer una explicación mejor o más plausible sobre lo que le ha ocurrido a mister Ben Nara, me gustaría oírla. De lo contrario, debo considerar únicamente la teoría del doctor Cranston.
Los médicos dieron la callada por respuesta. A Markin le temblaba el labio superior de franca indignación, pero guardó silencio. Y, por lo visto, Billings y Teague también preferían mirar fijamente al suelo, avergonzados, a presentar una contrapropuesta.
– Aclarado, pues -dijo Sarah, y volvió a dirigirse a Cranston-. ¿Qué tipo de veneno podría ser? ¿Tiene alguna idea, doctor?
– No -reconoció Cranston abiertamente-. Además, como ya he comentado, no estoy seguro de que se trate realmente de un veneno. Naturalmente, la fiebre elevada podría ser una especie de reacción de defensa frente a una sustancia dañina, pero también podría ser el resultado de una infección. Por lo tanto, no sabemos qué le han administrado al paciente. Podría tratarse tanto de una sustancia extraída de plantas como de un veneno de origen animal. Puesto que, como ha señalado el doctor Markin, nunca se ha descrito un caso como este, buscamos a ciegas.
– No obstante, si realmente se trata de un veneno, con toda probabilidad existirá un antídoto -interrumpió la conversación el doctor Teague.
– Eso es mucho decir -objetó Cranston-. Y considero que es una irresponsabilidad prometerle algo así a lady Kincaid.
– ¿Prometerme qué? -Sarah enarcó sus finas cejas-. ¿De qué está hablando?
– Me refiero a la teoría de que hay un antídoto para cualquier veneno que exista en la naturaleza -respondió el médico de Mayfair.
– Una teoría sumamente cuestionable, que aún no cuenta con pruebas concluyentes -criticó Cranston.
– Nunca habrá una prueba definitiva -resopló Teague con desdén-, la cantidad de venenos que se encuentra en la naturaleza es demasiado grande. No obstante, ciertos puntos corroboran la certeza de la teoría…
– …y otros tantos la rebaten -objetó Cranston.
– Eso no viene al caso.
– Pues claro que sí…
La discusión entre los dos médicos continuó, y Sarah tuvo que respirar hondo para tranquilizarse. En vez de hacer algo por salvar a Kamal, se veía obligada a presenciar la rivalidad entre unos pavos reales que se hinchaban y desplegaban la cola con vanidad, y a perder un tiempo precioso con ello. Aquella feria de las vanidades duraba demasiado para su gusto.
Ella necesitaba resultados…
– Caballeros, ¿cómo describirían el estado de Kamal en estos momentos? -se hizo oír con energía.
Los dos hombres interrumpieron la disputa y la miraron con los ojos muy abiertos.
– Bueno -comentó el doctor Markin, tras recuperarse de la sorpresa que le provocó haber sido interrumpido por una mujer-, puesto que el corazón, la circulación de la sangre y los pulmones parecen funcionar correctamente, de momento no cabe temer por su vida… Eso suponiendo que consigamos suministrarle suficiente alimento y, aún más importante, líquidos.
– ¿Y cómo lo logrará? -preguntó Teague.
– Hay maneras -dijo Billings, convencido-. En Newgate, a menudo tenemos presos que creen que deben protestar contra las condiciones de su arresto, que ellos consideran inhumanas, y se declaran en huelga de hambre. En esos casos utilizamos un método simple, pero eficaz, que también podríamos aplicar aquí: mediante una bomba de vacío, compuesta por dos cilindros de vidrio y una manguera de caucho, introducimos una papilla directamente en el estómago del presidiario sin que él pueda hacer nada por evitarlo.
– Un procedimiento cruel y humillante -no pudo por menos que censurar sir Jeffrey.
La idea de que tuvieran que alimentar por la fuerza a su amado también le produjo escalofríos a Sarah.
– Si ese es el único medio para mantener con vida a Kamal, lo aplicaremos -dijo, sin embargo, con voz firme.
– Bien, pero la alimentación del paciente no es el único problema -objetó el doctor Cranston-. Si, como supongo, debemos atribuir su estado a una actividad cerebral reducida, su situación es sumamente inestable y puede cambiar en poco tiempo.
– ¿En cuánto tiempo? -inquirió Sarah, aunque temía la respuesta-. ¿De qué estamos hablando? ¿De semanas? ¿Días?
– Probablemente… Tal vez horas -respondió Cranston, y a Sarah no le pasó por alto la mirada severa que sir Jeffrey dedicaba al médico.
– En cualquier caso, el tiempo trabaja en nuestra contra, ¿cierto? -preguntó Sarah mientras acariciaba cariñosamente la frente de Kamal y le secaba las perlas de sudor. De nuevo recordó que pocos días antes había estado en sus brazos, que se habían amado y habían deseado que la noche no acabara jamás y que el nuevo día no llegara nunca.
Un deseo que se había frustrado súbitamente…
Las lágrimas volvían a estar a punto de brotar en sus ojos, y esta vez no pudo evitarlo del todo. Una lágrima se deslizó por su mejilla derecha mientras sujetaba la mano inerte de su amado y recordaba el juramento que le había prestado, la promesa de no abandonarlo jamás.