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– Y tenía razón, ¿verdad?

– En efecto -asintió Sarah-. ¿Por qué estabas tan seguro?

– ¿Tú que crees? -De nuevo soltó una risita gutural y desalmada-. Mis conocimientos.

– ¿Qué conocimientos?

– Los que tengo desde hace mucho tiempo. Los que también podría haber adquirido tu padre si no hubiera sido tan necio. Y que tú también podrías hacer tuyos, pequeña.

– No me llames así. Eso se acabó.

– Sigo siendo tu padrino, ¿no?

– Dejaste de serlo hace tiempo.

Sarah meneó la cabeza. La idea de que su padre hubiera considerado a Laydon digno de ser el padrino de su única hija le repugnaba.

– Esos lazos no se rompen nunca -objetó él.

– Tú los cortaste con tus propias manos.

– Vaya si lo hice. -En su semblante demacrado y ceniciento se dibujó una sonrisa diabólica-. Con un puñal afilado.

– Eres repulsivo.

– ¿Sabes qué dijo tu padre cuando le clavé el puñal por la espalda?

– Me da lo mismo -replicó Sarah, aunque no pudo evitar que su voz sonara ronca y delatara que se sentía agredida. Le habría gustado añadir que no quería saberlo, pero no podía mostrar debilidad delante de Laydon. Tenía que mostrarse serena e indiferente, como si las palabras de Laydon no la afectaran. Solo así tendría la oportunidad de salir indemne de aquella entrevista.

– Te lo contaré de todos modos -contestó él, gozoso, y bajó la voz como si fuera a revelarle un secreto de Estado-. No dijo nada. De su garganta no salió ni un sonido. Antes pensaba que fue porque el dolor le había sellado los labios, pero ahora lo sé mejor. He tenido mucho tiempo para reflexionar… -De nuevo soltó una risita, y en sus ojos brilló la chispa de la locura-. Ahora sé que no fue el dolor lo que hizo enmudecer a Gardiner Kincaid, sino el terror… Porque en aquel preciso instante, su mente limitada comprendió con quién se había mezclado. ¿Captas la ironía, Sarah? ¿Comprendes lo que intento decirte? Hasta el final de sus días, cuando el reluciente acero penetró en sus entrañas, el viejo tonto no comprendió el error funesto que había cometido.

– ¿Por qué me cuentas todo esto? -inquirió Sarah, que luchaba con todas sus fuerzas contra las lágrimas. El hecho de que precisamente el asesino de Gardiner le recordara aquellos dolorosos momentos era un suplicio para su alma.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Laydon poniendo cara de inocente, y se las arregló para sonreír de un modo que despertó un recuerdo melancólico del antiguo Mortimer Laydon, al que Sarah había querido y respetado. Pero solo fue una ilusión.

– Para atormentarme -gruñó Sarah con voz queda.

– ¡Por supuesto que no! ¡Confundes mis intenciones! Yo siempre he tratado de protegerte y ayudarte, Sarah.

– ¿Por eso quisiste borrarme del mapa?

– No albergué ese propósito hasta que se hizo evidente que no te pondrías de nuestra parte, que seguirías la misma senda funesta que había tomado tu padre… y que lo llevó directo al abismo.

– Tú fuiste ese abismo -dijo Sarah con acritud.

– ¿De verdad lo crees? -Laydon esbozó una sonrisa maliciosa que le deformó el semblante arrugado y provocó que la luz del farol proyectara en él sombras grotescas-. ¿Es culpable la bala que alcanza el corazón del enemigo?

– ¿Qué quieres decir?

– Muy sencillo, Sarah -musitó Laydon, y se inclinó sobre la mesa tanto como le permitieron los grilletes-. Que tanto tu padre como yo no éramos más que personajes sin importancia en esta obra. Pero en tus manos está la posibilidad de cambiarlo todo. No la deseches, ¡acepta tu destino!

– No me gusta que hables del destino. Siempre que lo haces te refieres únicamente al tuyo.

– Piensas así porque aún no has comprendido lo que a mí me fue revelado hace mucho tiempo -respondió Laydon con un brillo de locura en la mirada-. Un poder inimaginable que proviene de lo más profundo de los tiempos. Nada puede resistírsele, y tú formas parte de él…

– Desvarías -constató Sarah-. Mejor dime a qué te referías cuando me dijiste que no había acabado.

– ¿Tú qué crees? Que la organización no ha sido vencida. Puede que tú le infligieras una derrota, pero continúa existiendo, igual que ha existido siempre, desde el inicio de los tiempos.

Sarah frunció los labios. Le habría gustado rechazar todo lo que Laydon decía tomándolo por disparates de un loco, pero no era tan sencillo. Su padre también había afirmado que las raíces de aquel poder misterioso se remontaban en la historia de la humanidad hasta los comienzos de la civilización…

Laydon soltó una carcajada sarcástica.

– Has desafiado a fuerzas que no alcanzas a entender ni de lejos. ¿Qué esperabas? ¿Que te dejarían tranquila? ¿Que podrías tener una vida sencilla, banal, ensimismada? ¿Que tu destino podría ser encontrar la felicidad en el amor y traer al mundo a unos cuantos mocosos llorones? ¿Era eso lo que querías?

– Tal vez -contestó Sarah en voz baja, conmocionada por el hecho de que Laydon hubiera descubierto su punto flaco. Era cierto que, secretamente, había acariciado la idea de dejar reposar definitivamente el pasado y disfrutar con Kamal de la dicha de una vida sencilla y tranquila…

Laydon se partía de risa. Las carcajadas a las que Sarah se enfrentaba no eran risas de alegría, sino un balido malévolo cargado de odio y burla.

– ¿Tan bien estabas con él? ¿Cuidaba el hombre del desierto como es debido a la pequeña Sarah? ¿Lo hacía mejor que Du Gard?

– Eres repulsivo.

– ¿Lo soy? Entonces, ¿por qué no te levantas y te vas de esta sala? Como puedes ver, yo no puedo hacerlo, pero tú eres libre de irte. ¿Por qué no le das la espalda al viejo Mortimer y le demuestras qué opinión te merecen sus palabras?

– Te lo diré -musitó la joven, atravesándolo con la mirada-. Me quedo porque mi amor por Kamal lo supera.

– ¿Qué supera? ¿Tu orgullo?

– Tu odio -replicó, y lo hizo enmudecer por un momento.

– Así pues, yo tenía razón -murmuró Laydon finalmente, y de nuevo soltó Una risita ronca-. Amas con toda tu alma a tu príncipe del desierto y realmente esperabas acabar tus días feliz a su lado. ¡Qué conmovedor! Y ahora que tu esperanza parece haberse truncado, vienes a verme y a suplicarme ayuda.

– Yo no suplico nada -dejó bien claro Sarah.

– ¿No? -Laydon entornó los ojos-. Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué le han hecho a tu amado para que tú superes el recelo y te reúnas con el asesino de tu padre? ¿Lo han matado? -Meneó la cabeza-. No, eso sería demasiado simple… y, además, ¿por qué estarías aquí? Así pues, ¿qué es? Kamal sigue con nosotros, eso es incuestionable, pero su vida corre peligro. Por eso has venido a verme, solo ese motivo sería lo bastante fuerte. Quieres que te diga cómo puedes salvar a tu amado, ¿verdad?

A Sarah le temblaban los labios. Así debían de sentirse los guerreros que cabalgaban hacia la batalla sin armadura, pensó. Los habían despojado del escudo y del arnés, y su espada no tenía filo y estaba oxidada. El valor que les daba la desesperación era la única arma que les quedaba…

– Efectivamente -admitió-. Así es.

– Bien -asintió Laydon mientras una sonrisa indescifrable se dibujaba en sus labios. En ese preciso instante, se apagó el brillo inquieto de sus ojos y, por un momento, dio la impresión de que se le aclaraba la cordura-. Por fin somos sinceros.

– ¿Tú vas a ser sincero conmigo? -resopló Sarah con menosprecio^-. Entonces, dime cómo puedo ayudar a Kamal. ¿Qué significan los caracteres que le dibujaron en la frente?