– No. -Laydon meneó la cabeza con determinación-. Este juego no se juega así.
– ¿Qué juego?
– El juego por el poder. A vida o muerte. A todo o nada -contestó Laydon.
– No me interesan los juegos.
– Pues te has metido en uno -señaló él con una sonrisa picara-; de lo contrario, no estarías aquí. ¿O pensabas que iba a ayudarte sin obtener una contrapartida?
– No -reconoció con decepción-, probablemente no. Pero yo no puedo darte lo que deseas.
– Buena pregunta: ¿qué deseo?
– La libertad -conjeturó Sarah-. Y yo no puedo ayudarte a conseguirla, aunque quisiera. Lo que les hiciste a aquellas mujeres y a mi padre te mantendrá encadenado para siempre a tus grilletes.
– ¿Y tú crees que se trata de despojarme de estas cadenas? -Laydon meneó su cabeza rasurada y se echó a reír de nuevo-. Qué poco me conoces. Nunca me ha importado la libertad, Sarah, sino algo infinitamente más valioso y raro.
– ¿Y de qué se trata?
– De la verdad -contestó-. Es lo único que espero de ti como contrapartida.
– ¿La verdad sobre qué?
– Sobre ti -dijo Laydon simplemente-. Contéstame una sola pregunta muy sencilla con sinceridad, y te doy mi palabra de que te ayudaré con todos mis conocimientos.
– ¿Tú me das tu palabra? -Sarah remarcó la primera y la última palabra, ya que en su mente no encajaban. Por su experiencia, la palabra de honor de Mortimer Laydon tenía el mismo valor que el estiércol de caballo que por la noche la gente rascaba por las calles para encender las chimeneas.
– Vaya, ¿no te fías de mí? -preguntó Laydon, y la carcajada que salió de su garganta sonó como la risa de un idiota-. ¿Por qué será?
Sarah se mordió los labios.
Laydon sabía que ella no se fiaba de él, y precisamente eso era lo que lo estimulaba. Quería que ella cruzara los límites invisibles que él había trazado y conseguir que hiciera cosas que la joven no quería hacer. Esa era su táctica.
Igual que antes…
– ¿Quién me garantiza que realmente puedes ayudar a Kamal? -inquirió.
– Nadie; tendrás que confiar en mí. Pero piénsalo bien, Sarah: una sola respuesta a cambio de salvar la vida de tu amado. El precio es mínimo, ¿no crees?
– En efecto.
– Entonces, ¿qué? ¿Hacemos un trato?
Sarah respiraba entrecortadamente mientras se esforzaba por dominar la ira. En vez de cantarle las cuarenta a Laydon y mandarlo al diablo, tenía que aceptar su juego, no había elección. Ella era la que quería algo de él; por lo tanto, él fijaba las reglas y, por mucho que le repugnara, a ella no le quedaba más remedio que ceder y conformarse.
– De acuerdo -dijo Sarah, y volvió a sentir un nudo en el estómago, que parecía querer advertirla de que estaba a punto de cometer un error fatal.
– ¿Llegamos a un acuerdo?
– Sí. Haz la pregunta.
– ¿Estás segura?
– Absolutamente -insistió Sarah, que tenía la sensación de que el muy canalla intentaba ganar tiempo, un tiempo del que Kamal no disponía…-… Vamos, hazme la maldita pregunta.
– De acuerdo. Ya verás que es muy sencilla. Reza así: ¿quién eres tú?
– ¿A qué viene eso?
– Hemos hecho un trato -le recordó Laydon-, ¿lo has olvidado? Contesta la pregunta conforme a la verdad y te ayudaré.
Sarah respiró hondo y notó el olor a moho y putrefacción. No tenía ni idea de qué perseguía Laydon con esa pregunta, y la consideró un intento más de jugar con ella. Así pues, quiso rematarla lo antes posible.
– Soy Sarah Kincaid -contestó-, la hija de Gardiner Kincaid, a quien tú asesinaste.
– Respuesta incorrecta -se limitó a replicar Laydon-. Pero hoy me siento generoso y te concedo otra oportunidad.
– ¿Para decirte quién soy?
– Exactamente.
– Acabo de decírtelo, soy la hija del hombre al que mataste.
– ¡Y esa respuesta es incorrecta! -bramó Laydon en un ataque de furia que sobresaltó a Sarah, súbitamente más que consciente de que estaba delante de un peligroso criminal, de un monstruo con forma humana cuya alma había revelado verdaderos bajos instintos-. Esa no es la respuesta que busco.
– Lamento que no te guste la verdad -manifestó Sarah, impasible-, pero es lo que hay.
– Pequeña -susurró el en un repentino cambio anímico, cuyo origen solo podía atribuirse a una mente enferma-. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que lo que tú has considerado que era verdad durante todos estos años no tiene por qué serlo?
– ¡No! -contestó Sarah enérgicamente, y levantó exigente el índice de la mano derecha-. ¡No lo harás! ¡No sembrarás la duda en mi corazón! ¿Me has oído?
– Una semilla solo fructifica si encuentra suelo fértil -replicó Laydon serenamente-, y la tierra abonada para la duda es la incertidumbre. ¿Hay algo que no tengas claro, Sarah Kincaid?
– No -aseguró.
– Veo tu obstinación. La obstinación de una niña pequeña. ¿Estás segura de que siempre has sido así, Sarah?
A Sarah le costaba respirar, el pulso se le aceleró. Ya sabía adonde quería ir a parar Laydon, y no le gustó nada…
– No lo sabes -constató Laydon, implacable-. Simplemente porque no puedes recordar tu infancia, ¿verdad? Porque no sabes nada de lo que te pasó antes de los ocho años, ¿cierto?
– ¿Y eso qué tiene que ver ahora? -preguntó Sarah mientras soportaba las miradas penetrantes de aquel hombre y se sentía desnuda ante él.
– Todo -dijo él-. La época oscura oculta más de un enigma.
– ¿Qué sabes tú? -masculló Sarah-. ¡Vamos, dímelo!
– ¿No querías saber cómo podías ayudar a tu querido Kamal? -Laydon chasqueó la lengua en señal de desaprobación-. Qué deprisa cambian tus intereses…
– Tergiversas mis palabras.
– Y tú no quieres escuchar lo que te digo. Aún me debes una respuesta, Sarah: ¿quién eres?
– Ya te lo he dicho, y te lo repito -contestó con voz temblorosa, casi rota-. Soy Sarah Kincaid, la hija de lord…
– Ciega es lo que eres, Sarah Kincaid -la interrumpió Laydon bruscamente-. Demasiado ciega y temerosa para reconocer lo evidente.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Quién es tu madre? ¿La conociste?
– Murió al nacer yo, ya lo sabes.
– ¿Te habló tu padre de ella? ¿Te dijo alguna vez que eras su vivo retrato?
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– ¿Te lo dijo alguna vez? -bramó Laydon tan fuerte que la puerta de la sala de interrogatorios se abrió y aparecieron en ella los rostros preocupados de los dos guardias.
Sarah les hizo un gesto con la mano para darles a entender que todo iba bien, aunque no era eso lo que sentía. Le sudaban las manos, pero las tenía heladas, y el color se había borrado de su rostro. Tenía náuseas, que le subían por el estómago como un reptil venenoso…
– No -contestó, esforzándose por que su voz sonara lo más digna posible-, no lo hizo. Pero eso no cambia nada.
– ¿En qué?
– En el hecho de que soy la hija de Gardiner Kincaid.
– ¿Y si te dijera que no es así?
– No te creería.
– ¿Y si te revelara algo? Algo que Gardiner supo toda la vida, pero que jamás tuvo el valor de confesarte.
– No existe algo así.
– ¿Estás segura? ¿La búsqueda de tu padre no te reveló muchas cosas sobre él que no sabías? ¿Secretos que guardaba en lo más hondo de su ser sin haberte hablado jamás de ellos?
Sarah tragó saliva, tenía la garganta seca. De hecho, el viaje a Alejandría había sacado a la luz cosas sobre su padre de las que ella no había sospechado nada antes. Informaciones que había ocultado a su hija adrede, para protegerla, según dijo.