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¿Quién podía asegurar con certeza que no habían existido aún más secretos…?

– ¿De qué me estás hablando exactamente? -preguntó Sarah con cautela, y se mordió los labios al ver la sonrisa triunfal con que Mortimer Laydon recibía la pregunta.

– ¿Te gustaría averiguar el secreto? -preguntó él.

– De no ser así, no te habría preguntado nada.

– ¿No tienes miedo de lo que podría desvelarte?

– ¿Debería? Ya me has arrebatado todo lo que significaba algo para mí. Ya no eres más que una sombra. No me das miedo.

– ¿De verdad? -En los ojos de Laydon apareció un brillo peligroso-. Qué ingenua y candorosa eres. Incluso aquí, en este lugar, a pesar de los grilletes que me sujetan, continúo teniendo poder para destruirte.

– Atrévete… y llamaré a los guardias, que volverán a encerrarte en el agujero tenebroso de donde te han sacado.

– Para sacudir tu mundo, Sarah, no necesito tocarte. Por eso mismo deberías temerme, igual que deberías temer la verdad.

– ¿Qué verdad?

– La que te han ocultado toda la vida. La que tu padre jamás se atrevió a contarte, aunque la conocía. La verdad sobre tu origen, Sarah Kincaid. La verdad que dice que Gardiner Kincaid no es tu padre carnal.

– ¿Ah, no?

– No -se reafirmó Laydon, susurrando-, soy yo.

– ¿Qué? -Sarah creyó que no había oído bien-. Mira que has dicho tonterías, pero esta es la más absurda de las que jamás han salido de tu boca…

– Puede que Gardiner Kincaid fuera el hombre que te crió y al que tú llamabas padre -prosiguió Laydon, impasible-, pero eso no cambia el hecho de que fui yo quien amó a tu madre y quien sembró la semilla en su seno.

– No -dijo Sarah mientras todo en ella se sublevaba. Las náuseas empeoraron y notó flojera en las rodillas-. ¡Eso no es verdad!

Laydon se reía.

– Gardiner siempre supo que tú no eras de su misma sangre, aunque seguramente no sospechaba nada por lo que a mí respecta. Por eso nunca te habló de tu madre, pequeña. Porque hacerlo le recordaba su derrota más grande y amarga.

– ¡Mentiroso! -gritó Sarah, levantándose-. Te lo has inventado…

– Podría ser -reconoció Laydon, sonriendo burlón-. Entonces, no hace falta que concedas importancia a mis palabras. Pero una parte de ti siempre ha sabido que no le pertenecías realmente, ¿verdad? A pesar de los fuertes lazos de unión entre vosotros, siempre existieron dudas, ¿no es cierto? Siempre persistió un poso de extrañeza…

– Bastardo -masculló Sarah, y tuvo que contenerse para no golpear con los puños cerrados al preso, que estaba encadenado, pero en ningún caso indefenso-. ¡Miserable bastardo! ¡Estoy harta de tus mentiras y de tu veneno!

Se apartó de él, furiosa y dispuesta a abandonar la sala de interrogatorios… Y si no lo hizo, fue por Laydon, que estalló en carcajadas.

– Lo ves, Sarah Kincaid -exclamó a sus espaldas-. Tu odio es más grande que tu amor.

Sarah se detuvo en seco y lo miró con los ojos abiertos como platos.

– Reconócelo -la exhortó Laydon-. Tú y yo nos parecemos más de que te gustaría admitir.

– ¿Era esto lo que querías? -preguntó la joven-. ¿Me has explicado esa historia falsa para provocarme?

– Lo preferirías, ¿verdad? -preguntó él a su vez, carcajeándose-. Pero no era mentira, tú tienes tanto de hija carnal de Gardiner Kincaid como yo de ciudadano intachable. Pero ambos somos personas apasionadas. Eso es algo que tenemos en común, Sarah, te guste o no.

– Tú y yo no tenemos nada en común -replicó Sarah, indignada-. Tú eres un asesino malvado que mató brutalmente a jóvenes indefensas…

– No lo hice por placer, como bien sabes… Al menos, no solo por placer.

– … y asesinaste a mi padre -concluyó Sarah, imperturbable.

– Tú también serías capaz de hacerlo, pero aún no lo sabes. Está en ti, Sarah, la misma pasión que me inunda a mí. La misma afición por lo oscuro. Tu padre siempre lo supo. Por eso, y solo por eso, te ocultó cosas. Temía que siguieras tu verdadero destino.

– ¿Qué destino?

– ¿Tú qué crees? -contestó Laydon, y la locura que latía en él volvió a desfigurarle el rostro-. Hablo de ocupar tu puesto dentro de la organización. Tu padre siempre intuyó que llegaría ese día y se empeñó en hacer todo lo posible por impedirlo.

– Estás mintiendo -insistió Sarah, pero sus palabras habían perdido la acritud, estaban mustias y vacías. Le temblaban los labios, y apretó las mandíbulas mientras intentaba con todas sus fuerzas cerrarse herméticamente a las dudas que Laydon había sembrado en ella… Sin embargo, no acabó de conseguirlo.

¿Tendría razón finalmente aquel asesino? ¿Habría sido aquella la razón por la que su padre le había ocultado ciertas cosas y no le había explicado nada de los herederos de Meheret en mucho tiempo?

Recordó con angustia que su padre le había pedido perdón mientras agonizaba, que había querido aprovechar su último aliento para confesarle algo. Pero sus labios se cerraron antes de que tuviera tiempo de hacerlo, y Sarah se había preguntado en más de una ocasión qué había querido decirle su padre.

¿Era eso? ¿El lo sospechaba? ¿O tal vez conocía la terrible verdad?

– Con todo lo que ahora sabes -la voz de Mortimer Laydon, temblorosa por la impaciencia, devolvió a Sarah al presente-, me gustaría repetirte la pregunta con la que ha empezado todo: ¿quién eres, Sarah Kincaid? ¡Dímelo!

Sarah, que tenía los ojos clavados en el suelo debido a la consternación, levantó la vista y fijó la mirada en los ojos brillantes de su enemigo más acérrimo.

– Sé qué es lo que quieres oír -contestó en voz baja-, pero no voy a pronunciar esas palabras. Aunque lo que dices fuera verdad, antes me cortaría la lengua con mis propias manos que llamar «padre» a un monstruo como tú.

– Como quieras. -Laydon se encogió de hombros, y los grilletes tintinearon al entrechocar-. Entonces yo tampoco te ayudaré.

Sarah no había vuelto a sentarse después del arranque de furia. Fuera de sí, estaba de pie delante de él, temblando interiormente y apretando los puños. La agitación que la embargaba era indescriptible y, contra su voluntad, tuvo que reconocer que Mortimer Laydon había vuelto a salirse con la suya sacudiendo los cimientos de su mundo.

Libraba una lucha en su interior; se decía que tan solo eran palabras huecas, que Laydon solo quería humillarla, que ella tenía que doblegarse a sus exigencias por Kamal… Pero no logró convencerse.

¿Tenía razón Laydon? ¿Era su orgullo realmente más grande que su amor? ¿Había en ella una cara oscura que ella no conocía?

De nuevo sintió que la duda la carcomía y supo que debía concluir la entrevista. Cuanto más tiempo estuviera en compañía de Laydon, mayor peligro corría de que la envenenara con sus ideas. Debía intentar conseguir ayuda para Kamal en otro sitio, antes de que, despojada de todas sus ilusiones y siendo una sombra de sí misma, la devoraran sus miedos y temores. Laydon estaba a punto de lograrlo…

– De acuerdo -dijo entonces la joven quedamente- contestaré a tu pregunta a mi manera: soy lo que soy. Ni más ni menos. Sí esa respuesta te basta, cumple tu parte del trato. Y si no es así, vete al diablo.

Puesto que Sarah no esperaba que Laydon se diera por satisfecho, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, firmemente decidida a cruzarla. Sin embargo, cuando ya estaba junto al umbral, Laydon la llamó.

– Una cosa más -le pidió.

– Pero date prisa -lo urgió-. Ya he desperdiciado mucho tiempo.