Выбрать главу

– ¿Laydon? -gimió sir Jeffrey.

– En efecto. Fue él quien me curó de aquella fiebre, aunque pagué un precio muy alto.

– ¿Cuál?

– No recuerdo nada de lo que había ocurrido antes de aquel momento -contestó Sarah sinceramente-. Toda mi infancia está cubierta por el velo del olvido. Mi padre solía llamar a esa época témpora atra, época oscura.

– Co… comprendo -replicó sir Jeffrey conmovido-. Y usted cree que aquella fiebre misteriosa y el estado en que se encuentra Kamal…

– Al principio no quise admitirlo, porque las conclusiones que derivaban de ello me espantaban -reconoció abiertamente Sarah-. Pero los paralelismos son evidentes. Todo parece indicar que a Kamal le ha ocurrido lo mismo que me ocurrió a mí de niña… y que Laydon conoce el secreto de la curación.

– Entonces tendrá que revelarlo de inmediato -estalló sir Jeffrey-. Avisaré ahora mismo al superintendente Fox. La policía conoce maneras de hacer hablar a los testigos que guardan silencio. Iré…

– No -se limitó a decir Sarah.

– ¿No? Pero…

– Como ya le he dicho, la mente de Laydon está envenenada de maldad. No revelará lo que no quiera revelar. Lo único que puedo hacer es jugar ateniéndome a sus reglas y seguir las indicaciones que me dio.

– ¿Y él le aconsejó que consultara la Biblia? -preguntó sir Jeffrey, receloso.

– Para ser exactos, el Antiguo Testamento -confirmó Sarah con una sonrisa cansada-. El libro del Génesis.

– ¿Y no cree que ese canalla redomado pretende engañarla de nuevo? No olvide lo que ya le ha hecho…

– Sir Jeffrey -dijo Sarah frunciendo el ceño, y todo rastro de alegría se borró de su semblante-. Créame, desde los sucesos de Alejandría no pasa un solo día en que no piense en mi padre y en todos los horrores que Mortimer Laydon nos causó. Aun así, no puedo prescindir de él. Tal vez solo sea una sensación, pero no puedo reprimir la impresión de que todo está conectado.

– ¿A qué se refiere exactamente? -preguntó Hull cruzándose de brazos como solía hacer cuando llamaba a los testigos ante el juez y los interrogaba-. Explíquemelo, por favor.

– Como quiera -Sarah comprendió que el camino que había emprendido no tenía retorno. Había decidido compartir su secreto con sir Jeffrey, y eso significaba que debía proseguir…-… Hace dos noches tuve un sueño extraño.

– Un sueño -repitió sir Jeffrey.

– Se trataba de una escena de la mitología griega: una comitiva fúnebre se acercó a la orilla del río Estigia, donde dejaron al muerto para entregárselo a Caronte, el barquero del Hades.

– ¿Y? -Sir Jeffrey frunció los labios-. Perdone mi ignorancia, Sarah, pero no me parece un sueño demasiado insólito para una arqueóloga.

– Aún no he acabado -puntualizó Sarah-. Al acercarme a la orilla para inspeccionar el cadáver, vi que era Kamal. Y, como los muertos en la antigua Grecia, tenía una moneda debajo de la lengua para pagar el tributo al barquero.

– ¿Habla en serio?

– Totalmente en serio, sir Jeffrey. Aún no habían transcurrido ni cuatro horas desde que me desperté de ese sueño cuando encontré a Kamal yaciendo en su celda, muerto a primera vista y con un papel debajo de la lengua. Y ahora le pregunto: ¿fue una casualidad?

– Quién sabe, Sarah. Como científica, usted debería…

– Toda la vida he seguido la senda de la ciencia, sir Jeffrey, pero llegó un momento en que me vi obligada a reconocer que entre el cielo y la tierra hay cosas que la ciencia no puede explicar. Y me da la impresión de que esta es una de ellas.

– Sí, claro, tiene derecho a suponerlo. Pero no veo dónde está la conexión…

– Caronte no es solo el nombre del barquero de la Antigüedad -prosiguió Sarah su explicación-, sino que también se llamaba así el cíclope que atentó contra nuestra vida en Alejandría. Y, por último, la nota que hallé en la boca de Kamal contenía el símbolo del cíclope, el símbolo de la organización criminal a cuyas órdenes estaba Laydon.

– Pero…

– Si me pregunta adonde nos lleva todo esto, no conozco la respuesta, sir Jeffrey -prosiguió Sarah-, al menos de momento. Mi padre dijo que las raíces de la organización se remontaban a los inicios de la humanidad y que estaba unida a grandes nombres. Conseguir el poder absoluto parece ser uno de los objetivos que persiguen sin contemplaciones sus adeptos. No tengo ni idea de cuál es el papel que yo desempeño en sus planes, pero sé que Mortimer Laydon es la única conexión que tengo con esa gente y que cualquier indicación suya, por increíble que sea, representa de momento mi única posibilidad de salvar a Kamal.

Sir Jeffrey la había escuchando con mucha atención. Cualquiera que supiera interpretar los gestos de su rostro podía ver claramente que el recelo del consejero real no se había atenuado, pero parecía respetar los argumentos de Sarah.

– ¿Y eso es todo? -preguntó finalmente, como si intuyera que Sarah no le había revelado toda la verdad.

– Eso es todo -contestó la joven, que aún no estaba dispuesta a contarle a sir Jeffrey la otra terrible sospecha que la reconcomía.

– De acuerdo -dijo el consejero real, asintiendo pensativo-. Ahora que me ha explicado qué la mueve, me resulta más fácil comprender su modo de actuar, Sarah, aunque no esté de acuerdo con usted en todos los puntos.

– Lo sé, sir Jeffrey -contestó Sarah-. Y agradezco su comprensión.

– Sin embargo -prosiguió impasible el letrado-, me gustaría saber si ya ha encontrado algo. ¿Le ha revelado la Biblia algún secreto que hasta ahora hubiera permanecido oculto para usted?

– No, sir Jeffrey -admitió Sarah con franqueza-, de momento no. He estudiado el Génesis, he leído detenidamente lo que en él se explica sobre el pecado original, el Arca de Noé, la torre de Babel y los patriarcas de Israel… Pero, en contra de las afirmaciones de Laydon, no he encontrado nada que pudiera ayudar ni por asomo a Kamal.

– En tal caso -comentó el consejero real, adoptando un tono conciliador- me gustaría arrancarla de aquí y llevarla al comedor. Mi mayordoma, Kathy, me ha dicho que hoy no ha probado bocado. Y me he permitido ordenar que prepararan un almuerzo ligero.

– Es usted muy amable -replicó Sarah-, pero no tengo hambre.

– No acepto un «no» por respuesta -señaló sir Jeffrey-. Tiene que cuidar de su salud y conservar las fuerzas; de lo contrario, no podrá ayudar a Kamal, y eso es lo que usted desea, ¿no?

– Más que nada en el mundo -admitió Sarah.

– Entonces, venga conmigo y coma algo -ordenó en tono paternal pero resolutivo.

A Sarah no le quedó más remedio que obedecer, sobre todo porque sabía que sir Jeffrey tenía razón. Si se derrumbaba por culpa de la debilidad y el agotamiento, no le sería de ninguna utilidad a Kamal.

Suspirando, cerró el libro encuadernado en piel y lo dejó sin haber marcado antes la página por donde iba. Luego siguió a su anfitrión hacia el pasillo, al final del cual se encontraba el comedor. El olor a sopa de pescado recién hecha que salía de una sopera de plata humeante llenaba la sala y Sarah fue de pronto consciente de lo hambrienta que estaba. Se sentó de buen grado y una de las criadas le ofreció un plato de porcelana blanca y se lo llenó de sopa con un aroma suculento.

– Coma -la exhortó sir Jeffrey desde el extremo opuesto de la mesa-. Ya verá como le sienta bien.

Sarah asintió, cogió la cuchara y la sumergió en el caldo humeante, en el que flotaban unos redondeles de grasa ambarina.

– ¿Sabe qué no puedo quitarme de la cabeza? -preguntó entretanto.

– ¿Qué?

– Las últimas palabras de Laydon. Dijo algo que no tenía sentido, pero, aun así, no consigo desprenderme de la sensación de que podría ser importante.