Aunque ya era de noche y las campanas de Saint George acababan de tocar las once, Sarah continuaba inmersa en la lectura. El tiempo acuciaba y no le quedaban muchas tentativas de salvar a Kamal y encontrar un remedio. Debía tener alguna certeza antes de emprender la búsqueda y, cuanto más tarde era y más información recababa, más convencida estaba de que seguía la pista correcta.
Por desgracia, no podía compartirlo con nadie.
Sir Jeffrey, que le había hecho compañía por la tarde porque debía de considerarlo el deber formal de un caballero, se había despedido al hacerse de noche, aunque no sin dejarle como vigilante al fornido cochero, que tenía que llevar a Sarah de vuelta a Mayfair cuando acabara el trabajo. Sarah compadecía al pobre Jonathan, que pasaría la noche en vela por su culpa mientras su señor estaba acostado en su mullida cama durmiendo a pierna suelta.
En cuanto a esto, Sarah se equivocaba de lleno con sir Jeffrey…
De repente se oyó un fuerte ruido.
Sarah se sobresaltó y comprobó con espanto que la había vencido el cansancio y se había quedado dormida encima de los libros abiertos, con la barbilla apoyada sobre la mano. Una ojeada al reloj de bolsillo que había heredado de su padre le reveló que solo se había permitido unos pocos minutos de sueño, y respiró tranquila. Luego recordó el ruido que la había despertado y automáticamente se preguntó si había sido real o tan solo había existido en sueños…
– ¿Jonathan? -llamó, y miró a su alrededor. Pero, aparte de la luz macilenta de la lámpara de gas, la sala de lectura estaba sumida en la más profunda oscuridad y, además, la llama había cegado a Sarah y sus ojos no veían más que manchas claras-. ¿Jonathan? ¿Es usted?
El eco de su voz resonó en el techo abovedado y alto de la cúpula, pero no obtuvo respuesta.
De repente oyó ruido de pasos. Eran unos pasos lentos y pesados sobre la piedra dura, que se deslizaban hacia ella.
– ¿Jonathan…?
Sarah se asustó al oír el tono desventurado y quebradizo de su voz y notó que un escalofrío le recorría la espalda. Verdaderamente, hacía frío en aquella sala de techo alto; la niebla que en esa época del año se deslizaba por las calles y callejuelas de Londres parecía no detenerse a las puertas del museo, por lo cual Sarah llevaba puesto el abrigo y un chal. Sin embargo, el frío que sentía en ese momento no se debía al clima otoñal.
Lo que Sarah sentía y la hacía estremecer era un halo de amenaza…
– ¿Jonathan…?
El tono de su voz sonó casi suplicante, pues a cada segundo que pasaba la joven tenía más claro que quien se acercaba no era el fornido cochero, sino otra persona.
Un enemigo…
Sarah se levantó lentamente, como si estuviera en trance, dirigiendo la mirada hacia la oscuridad impenetrable que se extendía más allá de la luz de la lámpara, y de repente creyó ver el contorno de una figura siniestra. Tenía la altura de un gigante, llevaba un bastón largo en el que se apoyaba al andar y avanzaba envuelto en una capa ancha con capucha que acompañaba sus pasos entre crujidos terroríficos.
Sarah contuvo el aliento y se tapó la boca con la mano, como si se diera cuenta de que se trataba del mismo espectro que la había perseguido en los pantanos de Yorkshire…
– ¿Qui… quién es? -se oyó preguntar a sí misma mientras empezaba a albergar una terrible sospecha-. ¿Qué quiere de mí?
La figura envuelta en una capa seguía sin responder, pero continuaba acercándose, y Sarah notó que el miedo le atenazaba el corazón. Se le ocurrió la idea de huir, pero ¿hacia dónde? La oscuridad imperaba por doquier; si se quedaba donde estaba, al menos podría ver al siniestro visitante…
– Sarah -dijo este entonces, con una voz que no sonó desagradable ni amenazadora, sino más bien familiar-. ¡Sarah…!
La joven contuvo el aliento cuando el desconocido se le puso delante y alargó la mano para tocarle el hombro. Sarah intentó en vano distinguir el rostro que se ocultaba bajo las sombras de la capucha.
– Sarah -repitió, y la sacudió ligeramente por el hombro. Entonces se echó atrás la capucha y la luz del farol iluminó los rasgos de aquella silueta gigantesca.
– ¿Caronte…?
Sarah jadeó al ver un rostro desfigurado, desde el cual un solo ojo le devolvía la mirada. Profirió un grito y se levantó… Y entonces descubrió perpleja que seguía sentada a la mesa, rodeada de montañas de libros abiertos, apilados y amontonados…
– Sarah, ¿qué le ocurre? -preguntó la voz, y Sarah se dio cuenta entonces de que aquella voz no pertenecía a un cíclope descomunal, sino ni más ni menos que a sir Jeffrey. El consejero real se había inclinado hacia ella con el rostro tenso y la miraba con preocupación-. ¿Va todo bien? -preguntó.
– Su… supongo -contestó Sarah, mirando asombrada a su alrededor. Poco a poco iba comprendiendo lo ocurrido, y una ojeada al reloj de bolsillo disipó sus últimas dudas.
Las once y media.
Realmente se había dormido, aunque no solo unos instantes, como le había hecho creer el breve pero vivido sueño que había tenido, sino durante casi media hora. Si sir Jeffrey no se hubiera presentado, aquella cabezadita probablemente habría durado toda la noche. Y aquella silueta siniestra no había sido más que una quimera que había invadido su sueño, aunque daba la sensación de ser tan real que Sarah aún se estremecía.
– Parece que haya visto un fantasma, mi querida amiga -dijo sir Jeffrey con cierto tono de reproche.
– A mí también me da un poco esa impresión -admitió Sarah.
– Lo cual confirma mi convencimiento de que se está exigiendo usted demasiado. Apenas ha dormido en dos días y no ha comido nada. Kamal no sacará ningún provecho de que usted se consuma.
– Lo sé, sir Jeffrey, lo sé.
– ¿Ha encontrado lo que buscaba? -se oyó decir a una segunda voz.
Hasta ese momento, Sarah no se había dado cuenta de que Jeffrey Hull no había ido solo. Un hombre, vestido también con levita y sombrero de copa, había esperado en silencio en un segundo plano. Entonces se acercó a la luz de la lámpara con una sonrisa indescifrable en el semblante.
– Tally-ho -dijo.
– Doctor Cranston -señaló asombrada Sarah-. ¿Qué le trae por aquí a estas horas?
– Si he de serle sincero, la curiosidad -contesto el médico con franqueza.
– Me he encontrado al doctor Cranston delante del museo -añadió sir Jeffrey a modo de explicación-. Me ha preguntado por el estado de Kamal y le he hablado de la entrevista que usted mantuvo con Laydon y de sus suposiciones sobre el remedio.
– Interesante, sumamente interesante -comentó Cranston.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Sarah, que volvía a estar totalmente despierta. La somnolencia había desaparecido de sus ojos.
– Me refiero a que pase usted media noche en vela investigando las pistas que le ha dado un enfermo mental. ¿Por qué no acudió a mí? Podría haberla ayudado.
– ¿En qué?
– En la búsqueda de la verdad.
– ¿La verdad? -Sarah rió amargamente.
– ¿No ha pensado en ningún momento que el asunto del artículo del periódico podía ser una simple coincidencia? ¿Algo eme solo adquiere sentido en su mente?
– Por supuesto -admitió Sarah-. Pero quizá sir Jeffrey ha olvidado mencionarle que Mortimer Laydon ya curó una vez a un paciente de esa fiebre misteriosa.