Han pasado nueve meses desde nuestro regreso. La infame traición de Mortimer Laydon, la muerte de mi leal amigo Maurice du Gard y aquel poder desconocido que atentó contra mi vida y la de los míos han quedado relegados a un segundo plano en favor de un presente que no puedo imaginar más pleno y hermoso. Mi inquietud y mis ansias de búsqueda han quedado atajadas en los brazos de un hombre que me fascina y me hechiza como ningún otro antes. Y no son los rasgos físicos de Kamal lo que lo diferencia de los demás hombres que he conocido a lo largo de la vida, sino su inteligencia, su sabiduría y su paciencia. No solo sus palabras, sino también aquella mirada, aquellos pequeños gestos, parecen transmitir simpatía y comprensión por lo que fui, lo que soy y lo que siempre seré. Es como si no nos conociéramos desde tan solo hace unos meses, sino desde mucho tiempo atrás.
Años. Eras. Eones.
Soy incapaz de decir qué nos une, pero siento que esa ligazón es fuerte y que con cada día que pase aún lo será más.
Yorkshire, Inglaterra, 16 de septiembre de 1884
– A ver quién llega primero al viejo roble, ¿de acuerdo?
– ¡Sarah, espera! -gritó Kamal, pero Sarah ya había espoleado a su caballo.
El semental azabache salió disparado, golpeando con los cascos el suelo blando y húmedo, cubierto de manchones de hierba amarillenta y verde claro. En las tierras bajas situadas entre las colinas, que alzaban sus jorobas peladas y rocosas en las vastas marismas, se acumulaba la niebla, un velo blanco del cual sobresalían chopos nudosos y robles que ya se habían despojado de sus hojas y se estiraban hacia el cielo gris como pobres esqueletos.
De niña, a Sarah le encantaba galopar por ese genuino paisaje, muy a pesar de su padre, que siempre había visto ese pasatiempo con gran preocupación debido a su salud. Pero entonces, igual que ahora, ella había ignorado el peligro y se había entregado al ímpetu que albergaba en su interior. Guió al caballo negro con temeridad hacia uno de los muretes de piedra que recorrían el terreno ondulado y separaban una finca de otra, y el animal lo franqueó con un gran salto.
Sarah no pudo evitarlo y profirió un grito de entusiasmo cuando el caballo aterrizó ágilmente y prosiguió su feroz galope. Una mirada por encima del hombro le demostró que Kamal estaba muy atrás; una vez más, ella ganaría la carrera.
Riendo, espoleó al animal ladera abajo, hacia el árbol que habían pactado como meta. Disfrutó notando el viento en la cara y dejando que le desgreñara el cabello, y se sintió independiente y libre. Todas las obligaciones, todas las limitaciones, todos los recuerdos parecían muy lejanos en esos momentos, y a Sarah le dio la impresión de que nunca habían existido, como si siguiera siendo la niña que se sentía en casa en el paisaje áspero y silvestre de Yorkshire, la niña que valoraba muchísimo más unos pantalones de montar zurcidos que un vestido con volantes y que ardía en deseos de acompañar a su padre en su próxima aventura al pasado.
Naturalmente, la realidad era distinta, puesto que todo aquello quedaba muy lejos, y en el instante en que Sarah alcanzó el viejo roble y refrenó a su caballo negro, llegó el desencanto. El rocín se detuvo resollando, exhalando un vaho cálido por los ollares, y Sarah le hizo darse la vuelta para ver dónde estaba Kamal.
No consiguió divisarlo. La niebla que al principio envolvía con vapores timoratos el viejo árbol se había espesado bruscamente, y una pared blanca parecía rodear por todas partes a Sarah y a su cabalgadura.
De repente se hizo el silencio. Como si la niebla no solo le hubiera tapado la vista, sino también el oído. No se oía nada, salvo la respiración ronca del semental. El trote del caballo de Kamal había enmudecido, igual que el suave silbido del viento.
– ¿Kamal…?
Sarah se espantó al oír el tono de su voz, que sonó extrañamente ajena y lúgubre en medio de la niebla. Se había criado en Yorkshire y estaba familiarizada con el fenómeno de la niebla repentina que emergía de los pantanos cuando las temperaturas descendían. Aun así, se sentía mal. Nunca le había gustado la niebla. La idea de no poder ver algo que quizá se encontraba a tan solo unos metros le provocaba una inquietud a la que le costaba sobreponerse.
Evidentemente, se obligó a entrar en razón y se dijo que no había ningún motivo para intranquilizarse, que todo iba bien y que su temor infantil carecía de fundamento, pero no consiguió evitar un ligero escalofrío que le recorrió la espalda y la dejó helada.
– ¡Kamal! ¿Dónde estás? -gritó en el manto de niebla que la envolvía y que cada vez parecía más denso e impenetrable.
Sarah recordó que ya se había perdido una vez en los pantanos, hacía mucho tiempo…
El día en que cumplió doce años, su padre le regaló un caballo, un pío de buen carácter con el que salió de inmediato a cabalgar. Pasó toda la tarde trotando sin rumbo por las colinas, sin pensar en el pobre animal, que empezó a renquear al atardecer. Se levantó la niebla y Sarah se perdió en medio de un laberinto de velos blancos del que no había escapatoria.
Cayó la noche y con ella llegaron los ruidos inquietantes que los pantanos suelen producir en la oscuridad. El caballo pío desapareció también de repente y Sarah se quedó completamente sola. Acurrucada al pie de una roca y muerta de frío, resistió confiando en que alguien la buscaría y la encontraría. A alguna hora, mucho después de medianoche, ocurrió. Un farol llameó en las tinieblas borrosas y apareció su padre, cual ángel salvador. Sin pronunciar una palabra de reproche o reprimenda, cogió entre sus fuertes brazos a la niña llorosa y la llevó de vuelta a la cálida seguridad de Kincaid Manor, que tanto añoraba Sarah en ese momento.
– ¿Kamal…?
Su voz sonó insegura. Durante unos momentos sopesó la posibilidad de retroceder y buscar a Kamal, pero con ello habría abandonado el único punto de referencia que le quedaba. Sarah se volvió en la silla y alzó la vista hacia el viejo árbol, cuyas ramas nudosas y de formas estrafalarias habían adquirido de repente el aspecto de las extremidades pálidas de un esqueleto.
Sarah meneó la cabeza y se echó a reír con amargura. ¡Qué tonta era! No había motivos para atemorizarse. Lo que pudiera sentir no eran sino reflejos del pasado, el temor de una niña de doce años que se había perdido y quería volver con su padre.
Se obligó enérgicamente a abandonar los miedos infantiles diciéndose que el árbol no había adquirido un aspecto distinto y que la niebla no era más que humedad condensada. Estuvo a punto de conseguirlo, pero de repente percibió unos ruidos, unos pasos más allá del banco de niebla.
– Hola… -dijo tímidamente-. ¿Eres tú, Kamal?
Después de su llamada, los ruidos cesaron un momento. Pero luego regresaron: pasos que hacían crujir la hierba.
– ¿Kamal…?
Sarah lanzó miradas angustiadas a su alrededor. Era imposible determinar de dónde procedían los crujidos. Tan pronto venían de un lado como de otro, y Sarah tuvo la sensación de que alguien daba vueltas acechándola. Y aunque se esforzó por combatir el miedo irracional, este regresó a su corazón por senderos tortuosos.
A lomos del caballo se sentía desprotegida e indefensa, y por eso bajó de la silla, que no era de amazona, como seguramente habría sido lo adecuado, sino una silla de montar normal que ofrecía mayor seguridad en aquel terreno accidentado y hacía posible galopar más velozmente. El semental bufó y piafó inquieto con las pezuñas. Sarah le dio unas palmaditas en el cuello mientras miraba en la blancura impenetrable y lechosa que la envolvía. De repente creyó distinguir algo.
Una figura en parte humana y en parte, no. Tenía el tamaño de un gigante y una cabellera larga que le llegaba hasta los hombros: su postura y la manera de moverse contenían algo tenebroso.