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– Empiezo a comprender. -La conclusión de que la hija de Gardiner Kincaid no había sucumbido a una extraña quimera, sino que seguía siendo dueña de su juicio y su razón, tranquilizó visiblemente a sir Jeffrey-. Sin embargo, debería tener en cuenta una cosa, Sarah.

– ¿Cuál?

– Si toda esa información ha sido divulgada únicamente con el objetivo de atraerla a usted a Praga, debería considerar que este juego infame es una trampa. Después de todo lo ocurrido, la organización no tiene ningún motivo para tener buenas intenciones con usted.

– Soy consciente de ello, sir Jeffrey. Pero no creo que nuestros enemigos pretendan vengarse de mí; si fuera así, Kamal estaría muerto y no habrían hecho semejante despliegue para engatusarme. Es evidente que quieren algo de mí y que Kamal es la prenda. Tengo muy claro que eso supone cierto peligro y, créame, nada me gustaría más que regresar con Kamal a Kincaid Manor y olvidar lo más deprisa posible esta pesadilla. Pero ese peligro es al mismo tiempo una posibilidad para Kamal; de hecho, es la única que tiene.

– Comprendo.

– Además -añadió Sarah en tono conciliador-, les llevo ventaja a mis enemigos.

– ¿Y eso por qué?

– La otra parte no sospecha que he descubierto sus planes. A diferencia del año pasado, estoy preparada y no pienso dejarme engatusar con los mismos trucos. Las pistas conducen a Praga.

– Si va, tendrá que hacerlo sola -dijo sir Jeffrey-. El viaje a Egipto puso en evidencia mis límites. Soy demasiado viejo para esas cosas…

– Lo comprendo -afirmó Sarah-. No se aflija, mi querido amigo. Usted ya me ha prestado más ayuda de la que jamás podré devolverle.

– Sin embargo, no debería viajar sola -objetó sir Jeffrey.

– No lo haré. Kamal me acompañará.

– ¿Qui… quiere llevárselo con usted? -gimió Cranston.

– Por supuesto. Si realmente existe un remedio, tiene que tomarlo de inmediato. Usted mismo dijo que el tiempo apremiaba.

– Pero un viaje de esas características está asociado a numerosos imprevistos y fatigas. Y para un paciente en el estado de Kamal, incluso el cambio más insignificante puede tener consecuencias fatales…

– Y si se queda aquí y no ocurre nada, morirá, ¿no es cierto? -lo interrumpió Sarah.

– Su… supongo -se vio obligado a admitir el médico.

– Entonces está decidido -replicó Sarah con dureza-. Sir Jeffrey, si es tan amable de ocuparse de que pongan a Kamal en libertad de inmediato.

– No le permitirán abandonar el país -dijo Cranston convencido-. Al fin y al cabo, sigue siendo sospechoso de dos asesinatos.

– El doctor tiene razón -secundó sir Jeffrey-. Por lo menos insistirán en que participe en el viaje un acompañante designado por la autoridad.

– Un guardián, ¿no? -preguntó Sarah con poco entusiasmo.

– Un observador -dijo Cranston, expresándolo de modo más neutral-. Además, estaría bien contar con un médico que se ocupara de Kamal y que, si se da el caso, pudiera hacer un seguimiento de su convalecencia y favorecerla.

– Seguramente tiene razón -admitió Sarah-, pero no creo que en tan poco tiempo…

– Yo estaría dispuesto -anunció Cranston inesperadamente.

– ¿Usted…?

– Si la justicia lo autoriza, la acompañaría en el viaje, lady Kincaid, tanto en calidad de observador oficial como en mi condición de médico.

– Una idea excelente -alabó sir Jeffrey-. Considerando la reputación intachable del doctor Cranston y su compromiso en Newgate, la justicia no podrá sino acceder a nuestra petición.

– Naturalmente, siempre y cuando usted también esté de acuerdo, lady Kincaid -dijo Cranston dirigiéndose a Sarah.

– Pues claro que estoy de acuerdo -aseguró Sarah, asombrada ante aquel feliz cambio de rumbo-. No sé cómo agradecerle su amable ofrecimiento…

– No hace falta que me agradezca nada, lady Kincaid -replicó Cranston galantemente y sonriendo con simpatía-. Siento la profunda necesidad de hacerlo y sería para mí un honor ayudarla en la búsqueda.

– En ese caso, le doy doblemente las gracias -contestó Sarah.

– Excelente, excelente -exclamó sir Jeffrey en tono triunfal-. Así pues, está todo claro. Lo único que necesita es a alguien de confianza en el continente para que organice los preparativos necesarios.

– Ya tengo a alguien en el punto de mira -aseguró Sarah-, y creo que se prestará encantado a ayudarme.

– ¿Cuándo piensa partir?

– Lo antes posible -respondió Sarah-. Cuanto antes empecemos la búsqueda de un remedio para Kamal, mejor.

– Tally-ho -dijo Cranston-. Es lo que se dice al salir de cacería y, si lo he entendido bien, estamos a punto de iniciar una, ¿tengo razón?

– Por supuesto, doctor -secundó Sarah, y en su semblante tenso se dibujó una sonrisa irónica-. Por supuesto…

Kincaid Manor, Yorkshire, noche del 2 de octubre de 1884

Un sonido estridente arrancó a Trevor Gordon del profundo sueño en que se hallaba sumido.

El viejo mayordomo, que estaba al servicio de la familia Kincaid desde hacía muchos años, asumía las funciones de administrador de la casa cuando la propietaria de la finca se encontraba en otro sitio.

Tenía que ocuparse de los ingresos y de los gastos, y de que las tierras rindieran beneficios también en ausencia de la dueña; incluso se encargaba de que la servidumbre, los mozos de cuadra y las sirvientas de la cocina hicieran su trabajo, cuidaran la propiedad y se ocuparan de los animales de las cuadras. También era el responsable de la seguridad de la finca mientras lady Kincaid se hallaba en la lejana Londres.

En noches anteriores, el peso de esa responsabilidad apenas había permitido pegar ojo al anciano. Sin embargo, esa noche, tal vez a causa de la luna nueva o del vaso de leche caliente que se había bebido antes de meterse en la cama, se había dormido profundamente. Hasta que el ruido mencionado lo arrancó de sus sueños de café caliente, galletas de manteca recién hechas y manzanas escarchadas.

El administrador se incorporó alarmado.

Lo primero que notó fue un crepitar y un chisporroteo frenéticos que parecían provenir del exterior. Al instante siguiente, su mirada, todavía ebria de sueño, abarcó las llamas rojizas que iluminaban la pared situada enfrente de su ventana.

¡Fuego!

Sintiendo una punzada dolorosa en el corazón, el administrador saltó de la cama. Envuelto en el camisón de lana que le llegaba hasta los tobillos, se precipitó hacia la ventana, corrió las cortinas y miró fuera. Entonces vio que los edificios anexos que albergaban las cuadras y los alojamientos de los labradores… ¡se estaban incendiando!

De las vigas de los tejados salían lenguas de fuego amarillas y el pajar de heno ardía en llamas. Lanzando una exclamación de espanto, Trevor se apartó de la ventana, abrió la puerta de su habitación y salió al pasillo tan deprisa como le permitieron sus huesos doloridos a causa del frío. Quiso gritar «¡Fuego! ¡Fuego!», pero el pánico hizo que le fallara la voz. Recorrió el pasillo a toda prisa, pasó de largo por la cocina y se dirigió al comedor, donde había un pequeño gong de latón con el que se solía llamar a los criados. Con manos temblorosas cogió la maza y martilleó el disco metálico, que produjo un sonido estridente. Y, finalmente, el viejo administrador consiguió recuperar la voz.

– ¡Fuego! -gritó tan fuerte que su voz ronca sonó aguda- ¡Fuego…!

Desde el ala este del edificio principal, donde se encontraban las habitaciones del servicio, le llegaron gritos de espanto. Oyó que se abrían puertas y resonaban pasos, y se apresuró a salir al exterior para organizar los trabajos de extinción. Había que formar una cadena de cubos para traer agua del pozo cercano. La ayuda llegaría demasiado tarde para las cuadras, pero había que hacer todo lo posible para evitar que las llamas se propagaran hacia la casa principal…