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Llegó hasta el majestuoso vestíbulo, flanqueado por armaduras de hierro. A través de los ventanales que se alzaban en la pared de piedra a ambos lados de la puerta principal, divisó las cuadras ardiendo. Delante se veían las siluetas de unos hombres en las que Trevor creyó reconocer al cochero y a los mozos de cuadra. Por aquí y por allá corrían caballos sin montura; estaba claro que al menos habían conseguido salvarlos de las llamas.

El administrador se dispuso a abalanzarse hacia el exterior para ayudar. Pero entonces se percató de la presencia de dos jinetes que parecían llegar directamente del fuego. Los vio a contraluz a causa del brillo de las llamas, y solo pudo vislumbrar sus siluetas, pero distinguió los sables relucientes que resplandecían en sus manos y que golpeaban con ímpetu al cochero y a sus ayudantes. Abatieron a uno de los mozos y, sin perder tiempo, atravesaron a otro. El cochero seguía en pie, pero de pronto el acero de uno de los atacantes le seccionó la cabeza de los hombros. El cuerpo se desplomó con una lentitud escalofriante hacia delante y quedó inmóvil en el suelo… y Trevor se preguntó qué fauces siniestras e infernales habrían escupido a aquellos jinetes de fuego.

Retrocedió con los ojos muy abiertos, temblando enteramente y negándose a creer lo que había visto. De repente oyó ruido de objetos entrechocando y gritos de terror en la cocina.

Una voz aguda, en la que el administrador reconoció a Kelly, la criada irlandesa, gritaba suplicando piedad y, un instante después, enmudecía súbitamente. En el pasillo apareció de pronto un reguero sangre, que chorreó por el umbral de la puerta de la cocina y enseguida formó un charco.

– Dios -exclamó el viejo Trevor, y mientras rezaba por que el Señor le concediera un corazón templado y una mano aún más templada, se dirigió a la biblioteca, que se encontraba en la parte de atrás de la casa principal y sobre cuya chimenea estaba colgado el pesado rifle Martini Henry que había acompañado a Lord Kincaid en más de un viaje…

Firmemente decidido a defender tanto la posesión que le habían confiado como la vida de sus subordinados, Trevor recorrió el pasillo a toda prisa. Desde lejos reparó en que la puerta de la biblioteca estaba abierta de par en par, aunque él mismo solía ocuparse de que permaneciera siempre cerrada en ausencia de lady Kincaid. Habían forzado brutalmente la cerradura y habían arrancado la puerta de las bisagras. Alguien había conseguido entrar con extrema violencia, y el viejo Trevor ardía en deseos de enfrentarse a ese alguien y ajustarle las cuentas.

Pero no fue así.

El administrador cruzó rápidamente la puerta abierta. Notó el olor penetrante del petróleo y un instante después se vio enfrentado a una superioridad numérica aplastante. Eran cinco hombres, vestidos de negro de la cabeza a los pies, y embozados hasta los ojos con pañuelos negros. Unas miradas asesinas fulminaron a Trevor y volatilizaron toda su determinación.

Se quedó de una pieza, mirando fijamente a los encapuchados que estallaron en risas burlonas ante aquel viejo en camisa de dormir. De pronto, alguien encendió una cerilla y Trevor se vio obligado a presenciar aterrado cómo prendían fuego a la primera de las estanterías, repletas de libros hasta el techo alto. El fuego se inició con un estallido sordo, y el tesoro del saber que tanto estimaban lord Kincaid y su hija se convirtió en pasto de unas llamas azules y amarillas.

– ¡Noooo! -gritó el administrador.

Se le saltaron las lágrimas. Los encapuchados, en cambio, soltaron una carcajada y se dispusieron a prenderle fuego a la siguiente estantería. Abrieron otro bidón de petróleo, rociaron el contenido por encima de los libros… y una nueva cerilla convirtió en humo el saber de siglos.

– ¡Miserables, malditos…!

Apretando los puños huesudos, Trevor se dispuso a abalanzarse contra los asaltantes, a abrirse paso hasta la chimenea y el arma que estaba allí colgada… Sin embargo, un chasquido agudo y estridente paró en seco su acometida.

El viejo mayordomo se detuvo como fulminado por un rayo.

No sentía dolor, pero notaba que algo había cambiado. Lentamente, como si estuviera en trance, bajó la vista y vio que la blancura de su camisa de dormir se teñía de rojo a la altura del corazón. La sangre salía a borbotones de la herida que le había causado la bala de uno de los encapuchados.

Trevor levantó la vista. Escrutó los ojos fríos de su asesino, que todavía sostenía en la mano el revólver humeante. Luego se desplomó con un gemido ronco en los labios.

Tendido en su propia sangre, se dio la vuelta y contempló el techo alto de la sala, atenazado por la lumbre de la destrucción. Luego cayó la siguiente cerilla, y lo último que el mayordomo vio fueron las llamas cegadoras que se extendían sobre el, que devastaban la biblioteca y transformaban Kincaid Manor en un infierno en llamas.

Libro Segundo Praga

Capítulo 1

Diario de viaje de Sarah Kincaid, 2 de octubre de 1884

Hemos salido de la ciudad al amanecer, la única hora del día en que Londres, ese Moloch ruidoso, humeante y maloliente por todos sus poros, parece contener el aliento unos instantes antes de ponerse de nuevo a gritar, a pisotear y a amenazar.

La solicitud de libertad provisional para Kamal fue presentada con gran premura y, tal como sir Jeffrey había supuesto, el tribunal la aceptó. Ello se debió sin lugar a dudas a las influencias de sir Jeffrey, que continúa gozando de gran prestigio entre los jueces de la Corte Suprema y que ha garantizado personalmente el regreso de Kamal, pero también al hecho de que Horace Cranston, un médico de reputación intachable, se declarara dispuesto a tomar parte en el viaje en calidad de observador oficial.

No ha habido tiempo para realizar cuidadosamente los preparativos. La decisión de volver a emprender un viaje me fue impuesta tan de repente como los sucesos que me han llevado a tomarla. Bastaba con empaquetar y adquirir las cosas más imprescindibles, entre ellas un Colt Frontier 1878, el modelo que usaba mi padre y que en viajes anteriores siempre fue un acompañante de confianza. Habida cuenta de las palabras de sir Jeffrey respecto a que Praga podría ser una trampa, quiero tener al menos la posibilidad de defenderme de posibles atacantes.

Sin embargo, creo que lo más importante es estar armada interiormente contra lo que pueda esperarme en la lejana Bohemia…

3 de octubre de 1884

Hemos cruzado el canal de la Mancha con tormenta y el mar encrespado. No me atrevo a imaginar lo que esas fatigas adicionales pueden significar para el pobre Kamal, y me aferró a la idea de que es la única manera de salvarlo. Además del agua hervida que intentamos hacerle beber continuamente, una vez al día le suministramos alimento con medios artificiales, mediante un procedimiento que me hace estremecer. Si no conociera la naturaleza robusta de Kamal y su férrea voluntad, tal vez ya habría abandonado y lo habría dejado descansar en paz en vez de someterlo a estos avatares. Pero, como hijo del desierto que es, conoce la lucha por la supervivencia y sé que hará todo lo posible por volver conmigo…

El criado de Cranston, que nos acompañó una parte del viaje por deseo de su señor, nos ha dejado en Dover. Igual que en anteriores viajes, renuncio a llevar servidumbre conmigo, aunque no sea lo más adecuado para alguien de mi sexo y mi condición social. A mí me enseñaron que la obligación suprema de un señor hacia sus sirvientes es cuidar de ellos y soy incapaz de poner en peligro imprudentemente la vida de ninguno de mis criados.