El carruaje ligero, tirado por un solo caballo, se dirigió hacia la ciudad, cuyas altas cúpulas y torres, dotadas de incontables saledizos y agujas, se perfilaban en el horizonte rojizo, acompañadas por miríadas de finas columnas de humo que ascendían por el cielo crepuscular y se diluían en él tiñéndose de violeta y azul. Se abrieron claros entre las nubes, como si el sol quisiera dar la bienvenida con sus últimos rayos a los recién llegados. El astro rey sumergía los tejados y las torres en la luz dorada que había dado su sobrenombre a la ciudad situada a orillas del Moldava.
El camino que seguía el carruaje pasaba junto a la Corte Real y cruzaba la aledaña torre de la Pólvora, cuya decoración gótica brillaba con nuevo esplendor después de que, según explicó Hingis, la hubieran restaurado hacía unos años. A continuación se abría una calle ancha y espléndida, que no tenía nada que envidiar al Malí de Londres: grandes mansiones y palacios con altos ventanales y muchos ornamentos, las fachadas barrocas alternaban con casas de entramado de madera de aspecto medieval, que proclamaban la larga historia de tradiciones de la ciudad. Al final, la calle desembocaba en una plaza amplia, dominada por una gran torre cuadrangular, en cuyos ángulos se elevaban otras cuatro torres pequeñas hacia el cielo. Por la plaza transitaban personas, carruajes e incluso un tranvía tirado por caballos, y semejante ajetreo volvió a recordarle a Sarah la capital del Imperio británico.
– La plaza Mayor de la Ciudad Vieja -comentó Hingis, que realmente parecía estar muy versado y adoptaba de buena gana el papel de cicerone-. Ese impresionante edificio de la derecha es la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, debajo de esas torres puntiagudas están enterrados los restos mortales de Tycho Brahe, el célebre astrónomo danés. Y aquella torre que abarca en gran medida la plaza es la del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja.
– ¿Y aquel extraño artefacto? -preguntó Sarah cuando el carruaje pasó por la cara sur del edificio, que presentaba una curiosa mezcla de ornamentos italianos y góticos.
– El reloj del Ayuntamiento -explicó Hingis señalando el extraño dispositivo, compuesto por diversos círculos excéntricos y decorado con cifras doradas, cuerpos celestes y signos del zodíaco-. Cuentan que lo construyó en el año 1490 un relojero llamado Hanus y que luego los concejales de la ciudad lo dejaron ciego para impedir que jamás volviera a construir una obra maestra similar.
– ¿En serio? -preguntó Sarah, y no pudo reprimir un escalofrío, que también podía deberse al viento frío que soplaba entre las casas.
La joven levantó la vista hacia la impresionante fachada y se asustó al ver que un esqueleto situado sobre un saledizo, a la derecha de la enorme esfera, ¡se movía! Con una de sus manos huesudas tiraba de una cuerda y, con la otra, levantaba un reloj de arena y le daba la vuelta. A una hora más temprana, el espectáculo, que se ejecutaba cada hora desde que el relojero Jan Táborks había renovado el mecanismo en 1572, habría provocado admiración en Sarah. Sin embargo, en aquel momento, iluminado como estaba por la claridad postrera del día y la luz mortecina de los faroles de gas que se habían encendido a lo largo de la calle, y cubierto por la niebla que se levantaba desde el río cercano, le pareció un mal presagio, lúgubre y siniestro.
– ¿Le ocurre algo? -preguntó Hingis mientras las campanas comenzaban a sonar en la torre y recibían por respuesta las campanadas de las iglesias circundantes, con lo cual el sonido pareció repetirse como un eco por todas partes-. ¿Va todo bien?
– Por supuesto -replicó Sarah, estremeciéndose de nuevo-. Todo va bien, amigo mío…
El carruaje dejó atrás la plaza y giró por la calle de Carlos: un paseo flanqueado por majestuosos edificios de viviendas y de oficinas que, contradiciendo su modesto nombre, parecía ser la avenida principal de la Ciudad Vieja. Jinetes, carros y carruajes se apiñaban todavía a esas horas sobre el pavimento y, a pesar del frío y de la niebla, las aceras estaban llenas de transeúntes.
– Aquel impresionante edificio -explicó Hingis señalando a la derecha, donde se alzaba una iglesia en medio de una fachada románica-, es el Clementinum. Fue fundado por los jesuitas, pero actualmente alberga parte de la Universidad de Praga y también su extensa biblioteca. Puedo afirmar que ahí pasé ratos de una gran iluminación.
A pesar de la tensión interior que sentía, Sarah no pudo evitar una sonrisa. Tener de guía turístico a Friedrich Hingis, que antes fue un erudito reservado que solo pensaba en su carrera, no era algo habitual y mostraba una cara totalmente nueva de él. Sarah nunca había visto al suizo tan romántico y soñador, con una manifiesta tendencia al sentimentalismo. Deseaba de todo corazón compartir sus sensaciones, pero no dejaba de tener la impresión de que aquella ciudad era amenazadora a pesar de toda su opulencia y de su glorioso pasado.
Volvió instintivamente la cabeza para mirar la ambulancia de campaña. En medio de la confusión que imperaba en la calle de Carlos, el carruaje tirado por dos caballos había quedado un poco atrás, pero Sarah pudo distinguir claramente el vehículo de caja alta. Más tranquila, volvió la vista hacia delante y vio otro edificio con una torre alta perfilarse en la oscuridad que caía y en la niebla, cada vez más espesa. En ella se abría una enorme puerta que parecía engullir la calle como las fauces de una bestia voraz; detrás, en la amenazadora negrura, se distinguían las formas arqueadas de un puente flanqueado por esculturas de piedra y farolas de gas.
– El puente de Carlos -explicó Hingis-. La primera piedra se colocó en el año 1357 y, desde entonces, se extiende sobre el río con una longitud de más de 500 metros. Hasta finales del siglo pasado, el puente de Carlos era la única posibilidad de cruzar el Moldava sin necesidad de recurrir a un trasbordador. Se dice que el mortero con que se construyó el puente está compuesto por una mezcla secreta, entre cuyos ingredientes principales, ver para creer, había huevos crudos. Increíble, ¿verdad?
Sarah ya no escuchaba.
Cuando el carruaje cruzó la puerta y entró en el puente, que estaba flanqueado por estatuas de santos talladas en piedra, tuvo la sensación de adentrarse en un reino desconocido, en el futuro que, como Shakespeare habría expresado, se alzaba ante ella como tierras lejanas aún por descubrir.
Con la mirada clavada al otro lado del río, donde podía distinguirse vagamente la silueta del Castillo de Praga y los edificios del barrio de Mala Strana que parecían crecer a sus pies, Sarah se preguntó qué la esperaría allí… y, por un breve instante, la embargaron las dudas sobre su misión.
¿Y si sir Jeffrey tenía razón? ¿Y si sus enemigos invisibles le habían tendido una trampa hacia la que ahora avanzaba a ciegas? ¿Actuaba realmente solo por el bienestar de Kamal? ¿O habían sido la curiosidad y la vanidad lo que la había empujado hasta allí?
Las dudas duraron el tiempo que el carruaje tardó en cruzar el río. Cuando la torre del otro extremo del puente apareció a la vista y el carruaje franqueó la puerta, la razón se impuso a los miedos irracionales y, poco después, Sarah se preguntaba qué le había ocurrido. Durante unos instantes había tenido la sensación de que cruzar el puente lo cambiaba todo, como si las aguas que rumoreaban perezosas y oscuras por debajo de aquel puente fueran las del legendario río Estigia y no existiera ninguna posibilidad de retorno…
A Hingis no le pasó por alto el ánimo sombrío que embargaba a su amiga.
– Ya falta poco -dijo, intentando animarla mientras el carruaje pasaba de nuevo por delante de edificios barrocos y construcciones medievales cuyas fachadas estaban provistas de escudos de armas y emblemas de gremios.