La calle, bordeada por faroles de gas, subía empinada por la ladera, y el carruaje aminoró la marcha. En un momento dado, Hingis indicó al cochero que girara a la izquierda y se detuviera poco después.
– El palacio Czerny -anunció con orgullo-, el final del trayecto.
Sarah esperó a que el cochero bajara y pudiera ayudarla a salir del vehículo. Luego miró la imponente mansión, cuya fachada rebosaba de suntuosidad barroca y cuyos ventanales, tan altos como estrechos, estaban tapados con cortinajes. Encima del amplio portal había un escudo de armas que mostraba un paladín medieval a lomos de un caballo y con armadura negra.
– Estoy impresionada -tuvo que admitir Sarah.
– Espere a verlo por dentro -replicó Hingis sonriendo-. La familia Czerny es conocida en gran medida por su colección privada de arte.
Antes de que Sarah pudiera contestar, se abrió un ala de la puerta de entrada y salió un hombre delgado con un aspecto que podría calificarse, en el buen sentido de la palabra, de chapado a la antigua. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una pequeña trenza en la nuca, y vestía una librea de color verde oscuro y pantalón hasta la rodilla al estilo bohemio. Por lo visto, pensó Sarah, la condesa Czerny concede valor a las tradiciones…
– Buenas noches -dijo el criado en buen inglés, solo con un leve acento eslavo-. Bienvenida a Praga, lady Kincaid. Espero que haya tenido un viaje agradable.
– Gracias -replicó Sarah, inclinando ligeramente la cabeza: no estaba familiarizada con las costumbres continentales, pero ningún criado inglés, aunque se tratara de un mayordomo, habría esperado recibir una respuesta más detallada.
– Me llamo Antonín -se presentó el hombre con la librea-. Si hace el favor de seguirme. La condesa la está esperando.
– Por supuesto -contestó Sarah, que no quería parecer maleducada, pero echó una mirada calle abajo para interesarse por la ambulancia de campaña.
– Le aseguro que nos ocuparemos del equipaje -prometió el criado, dando a entender que no estaba informado de la naturaleza del viaje de Sarah. Por lo visto, la discreción también era una cualidad de la condesa.
Sarah dedicó una mirada interrogativa a Hingis, cosechó una sonrisa de ánimo y decidió aceptar la invitación. Subió los empinados escalones del portal, cruzó la alta puerta y entró en el vestíbulo bien iluminado, de cuyo techo colgaba una lámpara de araña deslumbrante. A diferencia del vestíbulo de Kincaid Manor, que tenía un aire gótico que a Sarah le resultaba familiar pero que debería de parecer oscuro y sombrío a las visitas desprevenidas, las paredes estaban sumergidas en un blanco radiante y el techo estaba revestido con un estuco fastuoso. La sala estaba decorada con cuadros de marcos dorados, en los que predominaban los colores cálidos y oscuros y que mostraban escenas de la historia de Praga.
Dos criadas se apresuraron en ayudar a Sarah y a Hingis a quitarse los sombreros y los abrigos. Después, Antonín los guió hasta el primer piso por una escalinata ancha y empinada. Un pasillo corto conducía a un salón espacioso, cuyas dimensiones y suntuosidad barroca dejaron de nuevo profundamente impresionada a Sarah. Unas arañas de gas proporcionaban una luz clara, y el olor penetrante de la cera para pulir el suelo colmaba el aire.
Los altos ventanales estaban tapados con terciopelo oscuro; las paredes frontales del salón estaban adornadas con tapices enormes que mostraban escenas de una batalla de la guerra de los Treinta Años. Unos rosetones de estuco embellecían el techo y el parquet estaba pulido a la perfección. El único mobiliario lo formaban una mesa alargada con sillas forradas de terciopelo y una estufa de hierro que desprendía un agradable calor. Delante había una mujer de pie que tendría la misma edad que Sarah y que a esta, curiosamente, le pareció extraña y familiar a la vez.
Tanto su figura esbelta y erguida como su porte orgulloso, su semblante pálido y sus pómulos marcados revelaban nobleza. El rostro, alargado y enmarcado entre cabellos rubios rojizos, era de una belleza extraña y distante. Unos labios finos formaban una boca pequeña, debajo de la cual se extendía una barbilla que reflejaba determinación. Tenía la nariz fina y quizá un poco demasiado larga, pero los ojos, brillantes y de un enigmático color verde esmeralda, borraban ese insignificante defecto. A diferencia de Sarah, que iba vestida con ropa oscura y sencilla, práctica para viajar, aquella mujer llevaba un vestido de seda con encajes, de un color beige que hacía que su rostro pareciera aún más pálido y noble, y con un gran cuello y falda abombada que casi causaban la impresión de realeza. Eso y el hecho de que llevara joyas ostentosas de oro indicaba claramente que concedía más importancia a aquel encuentro de la que Sarah había considerado hasta ese momento.
– La condesa de Czerny -anunció Antonín innecesariamente.
Acto seguido, Hingis hizo una profunda reverencia y Sarah, en reconocimiento al título nobiliario más alto y antiguo de la condesa, inclinó la cabeza e hizo una ligera genuflexión.
– Lady Kincaid -dijo la condesa mientras se le acercaba extendiendo las manos para saludarla. En Inglaterra, ese gesto se consideraba un signo de gran confianza y, aunque Sarah no sabía qué significaba en aquel lugar, se sintió aliviada al ver que su anfitriona parecía conceder tan poca importancia como ella a la etiqueta-. Es un placer darle la bienvenida a mi casa.
La condesa había hablado en alemán, con un marcado acento eslavo. Puesto que Sarah no dominaba el checo, el alemán parecía ser la lengua de entendimiento común.
– Se lo agradezco, condesa -replicó por tanto en alemán, mientras ambas se estrechaban las manos y se miraban a los ojos. Una vez más, Sarah tuvo la sensación de vislumbrar en ella algo muy familiar, aunque estaba segura de que nunca había visto a la condesa antes. ¿Se refería a eso Hingis al hablar del parecido entre las dos?-. Aunque no sé a qué debo el inesperado honor de ser acogida como huésped en su casa -añadió Sarah educadamente.
– Es usted demasiado modesta -contestó la condesa sonriendo-. Su fama la precede, querida, y eso desde antes de que nuestro amigo suizo -añadió saludando a Hingis con un amable movimiento de cabeza, a lo que él contestó con una nueva reverencia- viniera a hablar conmigo en su nombre. Mi difunto esposo seguía con mucho interés los trabajos de su padre. Y, por lo que he oído, usted sigue sus pasos.
– En cierto modo, sí -confirmó Sarah-. Aunque no de manera tan voluntaria como me gustaría.
– Estoy enterada del terrible asunto -replicó la condesa-, y le aseguro que haré todo lo posible por ayudarla a que su estancia en Praga sea un éxito.
– Se lo agradezco, condesa. Es usted muy amable.
– Por favor. No sé qué pensará usted, pero cuando el señor Hingis me contó el apuro en que se encuentra, tomé la firme decisión de ayudarla puesto que, en cierto modo, somos hermanas.
– ¿Hermanas?
– Hijas de los mismos padres, que no son otros que el ansia de saber y el luto -explicó la condesa-. Yo también he perdido a un ser querido, que para mí significaba más que nada en el mundo y que solo me legó dos cosas: su pasión por el pasado y las herramientas para tratarlo. ¡Mire a su alrededor! Los pasillos y las salas de este palacio están repletos de reliquias de la historia que reunió mi esposo. Cuando me dejó, no pude sino continuar su trabajo, siguiendo sus objetivos, y dedicarme al estudio del pasado.
– ¿Es… es usted arqueóloga? -preguntó Sarah albergando ciertas dudas.
– ¡Querida! Cuánto me gustaría responder afirmativamente a esa pregunta, pero, a diferencia de usted, a mí no se me ha concedido la posibilidad de superar los límites marcados por mi procedencia y de viajar a tierras lejanas en compañía de un hombre que fuera para mí padre y maestro a un tiempo. Así pues, por desgracia solo me queda el estudio de los libros. Sin embargo, en ellos también he hallado consuelo y esperanza, no sé si me entiende.