– Eso parece -dijo Sarah con voz queda.
– De día, ya es peligroso caminar por la judería -prosiguió indignada la condesa-, pero visitar el barrio cuando cae la noche equivale a un intento de suicidio. No pasa una noche sin que alguien acabe degollado en el arroyo.
– ¿Si es tan grave, por qué no se toman medidas? -preguntó Sarah-. ¿No hay policía?
– Por supuesto -musitó la condesa-, y han hecho tentativas, pero es como intentar quitarle las pulgas a un perro sarnoso. Inútil, ¿comprende?
– Perfectamente -aseguró Sarah.
La comparación que había utilizado la condesa había sido algo impropia de una dama y, por eso mismo, mucho más gráfica. Igual que ella, Ludmilla de Czerny parecía ser partidaria de hablar sin remilgos.
– En las incontables callejuelas y rincones del barrio se esconde más chusma de la se podría expulsar -continuó la condesa-. Y no solo el crimen encuentra allí un terreno abonado, sino también las epidemias de todo tipo. Según los cálculos más recientes, en la judería se hacinan entre diez y quince mil personas, y allí no hay suficientes instalaciones sanitarias ni un alcantarillado en condiciones… Dejo a su imaginación lo que eso significa.
– Gracias -dijo Sarah secamente.
– No obstante -añadió tranquilizadora la condesa-, hay planes para acabar de una vez por todas con esa penosa situación.
– ¿De verdad?
– El barrio judío será demolido y en su lugar se construirá un barrio con grandes edificios nuevos que satisfarán las exigencias de la época moderna.
– Con ello se destruirán las tradiciones -objetó Sarah.
– Y se allanará el camino hacia el futuro -argumentó la condesa serenamente-. Sin el fin de lo antiguo no hay inicio de lo nuevo.
– Yo no estoy tan segura.
– ¿Discrepa usted, lady Kincaid?
– Bueno -respondió Sarah-, en mis viajes he aprendido que a veces el pasado alberga las claves del futuro. Y, si he de serle sincera, todas mis esperanzas se cimientan en que esta vez también sea así.
– ¿Se refiere a la medicina que busca?
Sarah asintió con la cabeza.
– Si es cierto lo que supongo, en ese lugar que usted ha descrito tan lúgubremente se oculta el saber que necesito para salvar la vida de mi amado.
– ¿Y si no es así? -inquirió la condesa.
– De momento, no quiero ni pensarlo -contestó Sarah con voz queda, y de repente tuvo que combatir las lágrimas de desesperación que estaban a punto de brotar en sus ojos.
¿Tal vez tenía razón su anfitriona?
¿Se había precipitado al emprender aquel viaje? Cegada por el dolor y la pena, ¿había emprendido una cruzada insensata y absurda, al final de la cual solo la esperaba la perdición?
Laydon la había advertido: «El viaje te llevará directamente a las tinieblas».
Si las objeciones hubieran procedido de otra persona, Sarah se habría limitado a no tenerlas en cuenta. Sin embargo, en boca de aquella mujer que parecía asemejarse a ella en tantos aspectos, tenían mucho más peso. Sarah no podía pasarlas por alto sin más, pero había recorrido aquel camino hasta demasiado lejos para poder regresar.
– No hay otro modo -dijo Sarah con voz apagada-. O encuentro ayuda para Kamal en ese lugar o no existe ninguna ayuda.
– Comprendo. -Ludmilla de Czerny asintió. Su semblante pálido y estático no dejó traslucir lo que pensaba sobre la decisión de Sarah-. ¿Existe algún indicio? ¿Un punto de partida donde pueda usted comenzar la búsqueda?
– En un periódico londinense -explicó Hingis en lugar de Sarah- mencionaban a un rabino llamado Oppenheim. A lady Kincaid le gustaría hablar con él.
– ¿Oppenheim? -La condesa enarcó las cejas, finas y de color rojizo.
– ¿Lo conoce?
– Personalmente, no. Pero últimamente ha dado mucho que hablar porque asegura haber visto un monstruo en la judería…
– El Golem -dijo Sarah quedamente.
– ¿Lo sabía usted?
– No solo eso, sino que el Golem es el verdadero motivo de nuestro viaje a Praga.
– ¿Qué quiere decir?
– Es difícil de explicar -contestó Sarah-, pero tengo motivos para suponer que las fuerzas secretas que están tras el Golem también podrían contribuir a devolverle la vida a Kamal.
– Entonces, ¿da usted crédito a lo que afirma el rabino? -Los ojos verde esmeralda de la anfitriona reflejaban un asombro desmesurado-. ¿Cree que esa historia del Golem es algo más que una simple historia de fantasmas?
– No sé qué debo creer y qué no, condesa -reconoció Sarah abiertamente-. En los últimos meses, mi visión del mundo se ha visto sacudida en tantas ocasiones, son tantas las cosas que estaba segura de saber y que han resultado falsas. Si quiero descubrir la verdad, solo hay un modo.
– Comprendo. -La condesa asintió con un movimiento de cabeza-. Pero permítame darle un consejo.
– Por supuesto.
– ¡Tenga mucho cuidado! Con todo lo que diga y aún más con lo que oiga. Los rabinos son gente extraña. Suelen hablar con acertijos y algunas personas se han extraviado en el embrollo de sus palabras.
– Le agradezco la advertencia, condesa -replicó Sarah-. Pero, créame, no tengo nada que perder.
– Eso nunca se sabe -contestó la condesa enigmáticamente-. Por otro lado, necesitará un guía que conozca bien el lugar.
– ¿Conoce usted a alguno? -preguntó Hingis.
– Creo que sí: a un muchacho que ha estado a mi servicio como traductor en varias ocasiones. Todavía va a la escuela, pero su interés por la Historia y sus conocimientos del barrio judío son extraordinarios. Además, es de toda confianza. Mandaré a Antonín a buscarlo.
– Es usted muy amable, condesa -dijo Sarah-. Muchas gracias por su ayuda.
– No me dé las gracias, lady Kincaid. Considero un deber personal apoyarla. En cierto modo, de hermana a hermana…
Capítulo 3
Diario de viaje de Sarah Kincaid
A pesar de las lúgubres advertencias que expresó ayer por la noche, la condesa de Czerny ha organizado un encuentro para esta mañana con el guía que me recomendó. Este, un muchacho de unos dieciséis años que responde al nombre de Gustav y aún estudia en un instituto de Praga, me parece un acompañante ideal para iniciar la búsqueda en el laberinto de Josefov. No solo parece digno de confianza y experto en el tema, sino que también es muy erudito y culto para su edad. Además de hablar fluidamente nuestra lengua, es un lector entusiasta de las obras de Dickens, igual que yo, y acaricia la idea de traducir algunas al alemán.
Han concertado una cita a primera hora de la tarde con Mordechai Oppenheim, el rabino del que se hablaba en el periódico y que parece convencidísimo de eme el Golem ha regresado. Hasta entonces, paso el tiempo esperando inquieta junto a Kamal. Su estado sigue pudiendo calificarse de estable, aunque no me pasa desapercibida la creciente preocupación del doctor Cranston. La pregunta de cuánto tiempo soportará Kamal las fatigas de una fiebre tan alta me acucia, y sé que debo actuar.
A ello se añade otra preocupación que me ha llevado a pedirle a Friedrich Hingis que recabe algunas informaciones para mí, con la esperanza de que mis sospechas resulten infundadas.
Teniendo en cuenta las palabras de la condesa, llevaré conmigo el revólver para poder defenderme si es necesario. También llevaré conmigo lo de siempre: utensilios para escribir, un cuaderno, cerillas y algo de dinero para hacer hablar si hace falta a los que no se muerden la lengua…
Josefov, Praga, tarde del 10 de octubre de 1884
Llovía a mares. Si en la vigilia los rayos de sol habían conseguido traspasar ocasionalmente la capa de nubes grises que se extendía sobre la ciudad, al día siguiente no tuvieron ninguna posibilidad frente a su tétrica y amenazadora supremacía, que se precipitaba en forma de fuerte chubasco. La lluvia caía torrencialmente sobre la ciudad, golpeaba los tejados inclinados y se acumulaba en canales y arroyos. Y, a pesar del grueso velo gris que se había desplegado sobre el barrio judío, Sarah comprobó con espanto que la condesa de Czerny no había exagerado.