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– Ya sé que parece extraño y es usted muy libre de tomarme por loca -dijo Sarah-, por una mujer de la nobleza que ha perdido la razón estudiando sus libros y que ha emprendido un viaje tan largo como absurdo para perseguir una quimera. Pero eso no cambia el hecho de que he venido aquí en busca de respuestas… Porque esas respuestas son lo único que puede salvar a mi pobre Kamal.

– ¿Kamal? ¿Así se llama?

– Sí, rabino.

– Entonces, ¿no es cristiano, sino seguidor de Mahoma?

– Así es.

Oppenheim asintió con la cabeza, y una sonrisa de satisfacción se deslizó por su semblante surcado de arrugas.

– Ahora sé que cuando hablaba de los hijos de Dios, no se trataba de palabras vacías.

– En absoluto -aseguró Sarah-. Hace un tiempo pensaba de otra manera, pero ahora creo que todos somos hijos de un destino superior. Durante mucho tiempo intenté negar ese destino y buscar respuestas con la razón, pero un día tuve que reconocer que existe un saber que está más allá del entendimiento humano. Por eso he venido, rabí Oppenheim. Buscando respuestas he seguido mi destino, y este me ha traído hasta aquí.

El rabino le escatimó de nuevo una respuesta. Durante un momento que pareció infinito, fijó una mirada escrutadora en el semblante de Sarah, hasta que se decidió a asentir con cautela.

– Lady Kincaid -dijo finalmente con voz suave-, no sé qué significa todo esto ni cómo debo considerarlo. Pero hay algo en sus palabras y en su manera de pronunciarlas que me mueve a confiar en usted. Por eso me gustaría enseñarle algo que hasta ahora solo han visto unos pocos ojos. Sígame, por favor.

El rabino dio media vuelta y se puso en movimiento, seguida por Sarah, muy intrigada por lo que le enseñaría. El joven Gustav estuvo indeciso un momento, pero como nadie le pidió que se quedara, se les unió. Salieron de la sinagoga por una puerta y regresaron al peristilo que rodeaba el edificio. Después de pasar por varias salas iluminadas con velas, llegaron a una puerta que Oppenheim abrió con una gran llave oxidada que había sacado del sayo.

La puerta carcomida se abrió con un crujido y dejó ver una escalera de madera que subía empinada. En el fondo, se trataba más bien de una escalera de mano que no inspiraba mucha confianza. No obstante, Oppenheim se agarró sin dudarlo a los largueros y trepó ágilmente.

Sarah y Gustav intercambiaron una mirada. Ruborizado y con un carraspeo tímido, el muchacho le dio a entender que no pretendía en absoluto abrirse paso a codazos, pero, naturalmente, no quería subir detrás de ella por motivos de discreción.

Sarah esbozó una sonrisa.

– Permíteme decirte, Gustav Meyrink -le comentó-, que, a tu edad, ya eres más caballero que algunos hombres maduros.

El muchacho se ruborizó aún más y se apresuró a subir detrás del rabino. Sarah miró con un poco de recelo la escalera, que conducía a la más absoluta oscuridad a través de un tragaluz cuadrado. Luego inició también la temeraria ascensión.

Los travesaños de la escalera crujían a cada paso, pero resistieron. El frío y un olor a madera vieja bajaban desde lo alto y, de pronto, empezó a arder la llama trémula de una vela. Sarah pudo reconocer entonces dónde se encontraba: en un hueco estrecho, de unos sesenta centímetros de anchura y con un techo inclinadísimo que permitía deducir que se encontraba justo debajo del tejado de la sinagoga. A la izquierda, quedaba delimitado por tejas de barro, contra las que golpeaba la lluvia; a la derecha, por la tablazón de madera que habían colocado encima de las vigas. Sarah dudó de que desde el interior de la sinagoga se intuyera la existencia de esa cámara: no era más que una cavidad, en cierto modo, un doble suelo al estilo de los que utilizaban los ilusionistas en los escenarios y en los teatros de variedades para sus espectáculos.

Sarah lanzó un suspiro al llegar al final de la escalera.

Gustav le tendió una mano para ayudarla, y la joven llegó por un tragaluz a una sala que debía de encontrarse en el ángulo más alto del tejado. A ambos lados ascendían unas cubiertas inclinadas que coincidían a casi dos metros de altura, de manera que solo se podía estar de pie en el centro. El suelo estaba revestido con tablas de madera ennegrecidas. Longitudinalmente, la sala se perdía en la oscuridad; la luz de la vela que el rabino Oppenheim había encendido no bastaba para iluminarla entera.

– ¿Sabe que es este lugar, lady Kincaid? -preguntó el rabino, cuyo semblante parecía más viejo y enigmático a la luz de la vela.

– Una cámara secreta, supongo -contestó Sarah.

– Cierto. Dicen que el rabí Löw escondía aquí al Golem… durante el día, cuando dormía y habría sido una víctima fácil para sus enemigos.

– El Golem -repitió Sarah, y miró boquiabierta a su alrededor. Todas las tablas, todas las vigas parecían exhalar el espíritu del pasado por todos sus poros…

– Nadie sabe si realmente fue así -objetó el rabino-, pero este lugar se ha acreditado realmente durante siglos como un escondite seguro. Igual que en ese caso.

Se dio la vuelta con la vela en la mano y dio unos pasos agachado, hasta que la luz trémula iluminó un arca grande con herrajes que se encontraba en el rincón más apartado de la buhardilla. Los distintos laterales del arca estaban adornados con todo tipo de tallas y símbolos judíos; en la tapa lucía una estrella de David con un sombrero de formas extrañas y acabado en punta.

– El símbolo de la comunidad de Praga -explicó Gustav mientras Oppenheim volvía a introducir la mano en su sayo y sacaba otra llave oxidada.

– ¿Que significa el sombrero? -inquirió Sarah.

– En el siglo XIV se proclamó un decreto por el que todos los miembros de la comunidad judía debían llevarlo. Tenían que ser reconocidos como judíos a primera vista.

– Yo no lo habría explicado mejor -elogió el rabí Oppenheim mientras abría la cerradura y la tapa del arca-. El alma de las personas -comentó a continuación- alberga instintos más oscuros que cualquier noche y más fríos que la muerte.

Dejó caer la tapa hacia el otro lado, con lo que se levantó una densa nube de polvo que los hizo toser a todos. Cuando el polvo se posó, Sarah pudo ver lo que había en el interior del arca y soltó un grito ahogado de alegría.

Eran rollos.

Libros enrollados según la tradición judía, y sellados con cera para protegerlos de los estragos del tiempo. Con éxito, a juzgar por la apariencia.

– Su perspicacia no la ha engañado, lady Kincaid -constató Oppenheim-. No todos, pero sí algunos escritos que pertenecieron al venerable Judah Löw se encuentran en mi poder.

– ¿De qué tratan? -preguntó Sarah.

– Los textos se han conservado en hebreo, sin excepción. Algunos están impresos, pero la mayoría son manuscritos, aunque no son los originales, evidentemente. En el transcurso de los siglos, han sido copiados y renovados una y otra vez.

– ¿Siglos?

Oppenheim sonrió.

– Algunos de estos escritos fueron redactados hace más de tres mil años, lady Kincaid. No olvide que se trata de la fe más antigua del mundo.

– ¿Por qué me ha traído aquí, rabí? ¿Por qué me enseña a mí, una desconocida, algo tan valioso e inestimable?

– Porque he reconocido en usted a alguien que busca, lady Kincaid. Y porque tal vez aquí -dijo señalando los rollos que se apilaban en el arca- se hallen unas cuantas respuestas. ¿Domina usted el hebreo?

– Lo lamento, pero no -dijo Sarah meneando la cabeza.

– Entonces le explicaré de qué se habla en este escrito.

El rabino metió la mano en el arca sin dudarlo y sacó uno de los muchos rollos que había dentro, lo cual demostraba que estaba más familiarizado con el contenido del arca de lo que el polvo y la recóndita ubicación permitían suponer.