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– ¿Qué? ¿No quieres quedarte conmigo?

La voz, terriblemente ronca y de la que era imposible decir si pertenecía a un hombre o a una mujer, estalló en una risita maliciosa, y Sarah creyó reconocer por un instante un rostro alargado, enmarcado entre unos pocos mechones de cabello que caían desde una cabeza por lo demás calva. Unos ojos grandes y con profundas ojeras, en los que brillaba el placer de matar, miraban desde la oscuridad, y Sarah hizo lo único que se le ocurrió: golpear.

Con el puño derecho cerrado aporreó el brazo que la agarraba, pero este siguió sujetándola con fuerza, como si de un tornillo de banco se tratara, e intentó arrastrarla hacia la oscuridad. Las risitas fueron a más y, de repente, otra mano salió de la penumbra, agarró a Sarah por el cuello y apretó.

– Ven, cariño. Ven…

Sarah seguía sin poder asegurar si su verdugo era hombre o mujer. No obstante, era incuestionable que aquella voz pertenecía a una persona lo suficientemente desesperada para asesinar a alguien a sangre fría. La joven intentó apartar aquella mano de su cuello, pero solo logró cosechar una carcajada burlona.

Entonces se acordó del revólver…

Intentó meter en el abrigo la mano que tenía libre, pero no pudo porque llevaba la ropa empapada a causa de la lluvia. El maleante, fuera quien fuese, soltó una risa aún más estentórea y apretó con más fuerza, de modo que Sarah apenas podía respirar. Sus movimientos se volvieron atolondrados e imprecisos, y procuró sin éxito asir la culata del arma.

Empezaba a ver puntitos oscuros. Le dolían los pulmones y las fuerzas estaban a punto de abandonarla. Las carcajadas de su verdugo penetraban en sus oídos y, durante unos segundos que parecieron eternos, temió que aquello sería lo último que oiría en este mundo… Entonces, con su mano derecha temblorosa encontró por fin la pistolera, asió la culata del revólver y lo empuñó.

Las risotadas enmudecieron de golpe y se transformaron en un jadeo de espanto; simultáneamente, cesó la presión en el cuello de Sarah. La joven cogió aire con dificultad y notó que al instante recuperaba el ánimo, aunque seguía sin ver nada más que puntitos centelleantes que no paraban de moverse con desorden.

– ¡Largo! ¡Esfúmate! -masculló, apuntando el cañón del revólver hacia donde suponía que estaba su enemigo.

Acto seguido, la segunda mano también desapareció y algo se replegó entre los toneles lanzando un gemido de terror: algo que no tenía piernas, sino que, como Sarah creyó distinguir a pesar de tener la visión mermada, se movía apoyándose sobre los brazos.

La pretensión de mandarle un balazo al canalla se esfumó al instante.

Estremecida, Sarah se puso en pie como buenamente pudo, reculó tambaleándose y se apoyó de espaldas en la pared de una casa. Permaneció allí arrimada, respirando con dificultad bajo la lluvia torrencial, y quedó calada hasta los huesos. Miró angustiada a su alrededor y constató agradecida que su vista mejoraba. Seguía sosteniendo con ambas manos el Colt cargado.

Cuando ya nada se movía en su entorno y estuvo segura de que no estaba expuesta a otro ataque, recordó el motivo de aquella excursión nocturna. Después de dar una vuelta sobre sí misma para asegurarse de que nadie la seguía, prosiguió su camino por la callejuela. Sin embargo, no se veía ni rastro del Golem por ninguna parte.

Sarah se acordó de que la misteriosa criatura se disponía a torcer por un callejón lateral y decidió seguir en esa dirección. La calleja, un pasaje corto y estrecho, pasaba por debajo de un arco de piedra y conducía a un patio trasero repleto de porquería. En el lado opuesto había otro pasaje que Sarah tomó y que desembocaba en una callejuela un poco más ancha.

Hasta allí parecía obvio cuál era el camino que había seguido el Golem. Pero ¿hacia dónde se había dirigido después?

Sarah miró en todas direcciones. No pasaba nadie a quien poder preguntar; por lo tanto, tendría que confiar en su instinto. Le vinieron a la mente las palabras del rabino, que había hablado de una «habitación sin entrada» donde el Golem se escondía y que nadie podía encontrar si no quería ser encontrada…

Se mordió los labios y ya empezaba a tacharse de necia por haber perdido de vista su objetivo y haber desaprovechado una ocasión única…

… cuando se dio cuenta de algo.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la escasa luz, le pareció distinguir, más allá de la oscuridad y de la cortina de agua, un muro en el lateral izquierdo del callejón.

Efectivamente.

El muro tenía la altura de un hombre y estaba desconchado en muchas partes, de manera que provocaba una impresión miserable. Al otro lado no se divisaba ninguna casa. Por lo tanto, seguramente no se trataba de un patio particular. Sarah recordó las palabras del joven Gustav Meyrink y pensó que más bien tenía delante los muros del cementerio judío.

¿Se habría retirado allí el Golem?

A Sarah le pareció que esa era la opción acertada. Con los brazos cruzados a la altura del pecho y la mano empuñando el revólver por debajo del abrigo para que la lluvia no estropeara el arma, siguió el trazado del muro hasta llegar a una verja oxidada. A esas horas debería estar cerrada, pero una de las dos alas estaba abierta y, en el camino de tierra lleno de pisadas que conducía al cementerio, Sarah distinguió unas huellas de un tamaño desmesurado y tan recientes que la lluvia aún no las había borrado.

Lina sonrisa triunfal se dibujó en su semblante. Había recuperado el rastro del Golem…

Sarah cruzó la verja y entró en el viejo cementerio que, bajo la espesa lluvia, se presentaba como un mar de lápidas de distintas formas, estrechas y anchas, altas y bajas, unas sin adornos y otras ornamentadas, pero todas antiguas y resquebrajadas, que se extendía por el oscuro horizonte. Avanzó poniendo con cautela un pie delante de otro, y habría dado cualquier cosa por tener un farol a mano. Fuera del cementerio, el alumbrado de las calles procuraba al menos una luz mortecina, pero dentro de los muros imperaba una negrura casi absoluta.

Sarah tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad para poder distinguir algo. Luego se apresuró a seguir el rastro. Había que darse prisa o la lluvia eliminaría las huellas. Inclinada hacia delante para no perder de vista el rastro a pesar de la mala visibilidad, Sarah se deslizó por el cementerio en plena noche. Se detuvo varias veces, allí donde la lluvia había hecho ilegibles las huellas, pero consiguió volver a encontrarlas y pudo seguirlas. Y, súbitamente, el rastro cambió.

En vez de avanzar como había hecho hasta entonces, el encapuchado parecía haberse quedado quieto y, a juzgar por la profundidad de las huellas, había permanecido allí un buen rato. Sarah se incorporó y se quedó petrificada al ver en la oscuridad el contorno de una gran lápida.

Entonces recordó que llevaba cerillas en el bolsillo del abrigo. Suponiendo que la lluvia no las hubiera empapado, le proporcionarían claridad al menos durante un momento. Guardó el revólver en la pistolera. Sacó unas cuantas cerillas y probó suerte, con éxito. Saltaron unas chispas azuladas y consiguió mantener una pequeña llama que irradió suficiente luz para arrancar de la oscuridad la lápida y la inscripción.

El sepulcro estaba muy trabajado, lo cual indicaba que allí yacía una personalidad importante. Las piedrecitas que alguien había colocado encima en señal de estima también sugerían esa conclusión. Aunque Sarah no supo descifrar los caracteres hebreos de la lápida, intuyó de qué tumba se trataba: la de Judah Löw, el rabino que, según la leyenda, había dado vida al Golem hacía más de trescientos años.