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Aunque solo había susurrado, su voz resonó una y mil veces por la bóveda, deambuló como un eco susurrante y finalmente reverberó en lo más hondo del conducto. A juzgar por las piedras toscamente labradas que componían el túnel, que tenía la altura y la anchura justa para que pasara una persona, existía desde hacía mucho tiempo. En cambio, la galería que llevaba allí desde el cementerio daba la impresión de haber sido construida mucho después, y Sarah dudó que formara parte del alcantarillado oficial de Praga. A juzgar por el mal estado del conducto, plagado de grietas y de cuyo techo colgaban retazos de musgo y raíces, la última inspección realizada en el túnel se remontaba a mucho tiempo atrás. Una circunstancia favorable para alguien que no quería que lo molestaran allá abajo…

Volvió a pensar en las palabras del rabino y en el escondrijo que había comentado. Una «habitación sin entrada», había dicho.

– Bueno -gruñó Sarah- por lo visto, he encontrado la entrada.

A pesar del hedor, continuó avanzando siguiendo la corriente de la alcantarilla y fue a parar a un conducto más grande en el que se vertía el contenido de varios canales. El rumor aumentó y el hedor se hizo tan insoportable que Sarah se tapó la cara con el chal empapado por la lluvia para filtrar un poco el aire. Continuó caminando con la lámpara delante y teniendo cuidado de no resbalar en el estrecho saliente repleto de porquería y cieno. En aquellas tinieblas vio brillar un sinfín de ojos amarillos cuyos propietarios se escabullían chillando cuando la luz de la lámpara los alcanzaba: ratas, que seguramente poblaban a millares aquel siniestro lugar.

La idea no le hizo ninguna gracia, pero Sarah se obligó a seguir por el túnel. De repente notó que al rumor del agua se le había sumado un nuevo ruido que no encajaba en aquel lugar: un martilleo sordo y metálico, como si un herrero trabajara en el yunque.

El sonido estridente llegaba desde el fondo del conducto y, si quería descubrir su origen, Sarah tenía que seguir avanzando por las buenas o por las malas. Y hacía rato que no era por las buenas. Si bien estaba tan decidida como antes a proseguir, pocas veces se había sentido tan perdida y sola como entonces. No sabía ni dónde se encontraba ni adonde conducía aquel viaje. Aún sujetaba con fuerza el revólver en su mano derecha, pero se sentía como alguien que se está ahogando y se aferra a un clavo ardiendo. Si se extraviaba en aquel laberinto subterráneo, el Colt Frontier no le serviría de mucho.

Sarah se dio cuenta de que no se había extraviado cuando reanudó la marcha por un ligero recodo del conducto y vio una abertura que estaba claro que había sido esculpida en el muro curvo mucho después de la construcción del túnel. La galería con la que conectaba, cuyo final no podía verse a la luz de la lámpara, se parecía en el tipo de construcción a la que Sarah había cruzado para llegar al alcantarillado, y la reja que normalmente la cerraba estaba solo entornada.

La curiosidad la impelía a entrar de inmediato a explorar la galería, pero la prudencia, que según Shakespeare era la mejor parte de la valentía, la detuvo.

¿Estaba a punto de caer en una trampa?

Las palabras de advertencia de sir Jeffrey resonaron en sus oídos, igual que las de la condesa. Sarah suponía que el gigante no la había visto cuando lo seguía por el cementerio, aunque le quedaba un resto de duda. Pero las dudas no salvarían a Kamal, solo el valor y la determinación. Así pues, hizo de tripas corazón, abrió la verja y entró.

El pasadizo era de techo bajo, el aire era tan denso y olía tan mal que a Sarah casi se le revolvió el estómago. No obstante, avanzó intrépida, con el revólver en la mano preparado para disparar. La galería descendía empinada por unos escalones. Allí las paredes ya no eran de madera carcomida, sino de piedra maciza, y a medida que Sarah descendía, el frío aumentaba y el aire mejoraba. La galería describía una curva y Sarah pudo divisar de pronto el final, de donde llegaba una luz débil y trémula.

De nuevo se le aceleró el pulso y la palma de la mano con que sostenía la empuñadura del Colt se le humedeció. Sarah contuvo el aliento. ¿Se airearía por fin el secreto de aquel siniestro lugar?

Avanzó deslizándose sin hacer ruido. Envuelta en su abrigo negro, empapado de agua y pesado, la joven apenas se distinguía de su propia sombra, proyectada en la pared por la luz de la lámpara de petróleo. Finalmente llegó al final del pasadizo que, al parecer, se transformaba en una especie de gruta o cámara.

Cautelosa, Sarah aminoró el paso y echó un primer vistazo dentro.

La estancia, probablemente creada por un capricho de la naturaleza en tiempos remotos, tenía forma alargada. Dos antorchas situadas en unos soportes fijados en la pared a ambos lados de la entrada eran el origen de la luz trémula.

Saltaba a la vista que se trataba de una especie de gruta de sacrificios o de templo, quizá también de un laboratorio secreto; de otro modo no se explicaban las mesas de piedra excavadas en la roca a lo largo de las paredes. Esparcidos por encima se encontraban todo tipo de objetos que habrían hecho honor a un alquimista; entre estos se apilaban libros encuadernados en piel envejecida y mapas. El techo de la cámara subterránea estaba pulido, igual que el suelo, en el centro del cual destacaba un símbolo harto conocido.

¡El símbolo del único ojo!

Sarah no tuvo tiempo de reaccionar ante ese descubrimiento porque oyó un ruido procedente del lado opuesto del laboratorio. Empuñando el Colt, se dio la vuelta y constató que al otro extremo de la cámara longitudinal había un paso de techo bajo que parecía conducir a otra estancia. El ruido, que en ese momento se repitió, procedía de allí.

Un ruido de algo restregando y, luego, un bufido sordo o un gemido. Al parecer, había alguien en aquella sala…

Sarah decidió echar un vistazo.

Dejó la lámpara en el suelo de manera que la luz penetrara en la otra habitación. Luego sujetó el revólver con ambas manos y se acercó con cautela al pasadizo. Casi contaba con que se le abalanzaría encima el gigante encapuchado de negro, pero sus expectativas se vieron defraudadas de nuevo. Porque lo que encontró más allá del paso no era un gigante, sino un suizo no demasiado corpulento al que conocía muy bien.

– ¡Friedrich! -exclamó espantada al descubrir a su amigo.

Hingis tenía las manos atadas a la espalda, y también le habían atado los pies. Una mordaza en la boca le impedía hablar y tenía las lentes torcidas sobre la nariz.

Su reacción al ver a Sarah fue contradictoria. En su mirada se reflejó esperanza, pero de su faringe salían sonidos inarticulados que sonaban a verdadero espanto.

– ¿Qué ha ocurrido? -inquirió Sarah precipitándose hacia él-. Ha desaparecido…

Le quitó la mordaza, pero cuando se dispuso a desatarle las manos y los pies, el suizo se lo impidió.

– Tiene que huir, Sarah -musitó-, es una trampa y yo soy el ceb…

No consiguió acabar la frase.

Antes de que llegara al final, se oyó un ruido metálico y una reja de barrotes macizos cayó desde el techo del pasadizo justo detrás de Sarah y golpeó en el suelo con gran estrépito.

– ¡No!

Sarah, que en ese momento se dio cuenta de que había cometido un error fatal, se dio la vuelta. En un gesto espontáneo, pero bastante absurdo, se agarró a los hierros oxidados e intentó levantarlos en vano. Había caído en la trampa como un ratón al que echan de cebo un pedazo de tocino, y se tachó de necia por haber picado.

– Era lo que quería decirle -comentó Hingis, compungido mientras Sarah empezaba a liberarlo de sus ataduras-. Poco después de que usted entrara en la sinagoga, apareció de repente. Cranston y yo decidimos seguirlo, pero él ha sido más astuto. Nosotros nos hemos perdido de vista en la maraña de callejuelas. Recuerdo que estaba llamando a Cranston y entonces he visto una sombra oscura en la pared; luego, todo se ha vuelto negro.