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– ¿Lo ha dejado inconsciente?

– No, me ha metido en un saco como si fuera un niño rebelde y me ha traído directamente aquí -dijo indignado el suizo.

– ¿Quién? -preguntó Sarah-. ¿A quién se refiere?

En ese mismo instante se oyeron pasos en la galería situada más allá del laboratorio. Unos pasos pesados que producían crujidos sobre la piedra desnuda y se acercaban.

– ¿Quién? -volvió a preguntar Sarah.

Hingis levantó el brazo izquierdo tullido.

– No me creería -murmuró con los ojos vidriosos.

Sarah se dio la vuelta y se acercó a la reja. La pieza no era lo suficientemente alta para poder estar de pie, por eso se agachó delante de los barrotes, empuñando con ambas manos el Colt cargado mientras los pasos parsimoniosos se aproximaban. De repente apareció una sombra en la pared, la silueta de un ser gigantesco que iba encogido, llevaba una capa holgada y caminaba lenta y torpemente.

– El Golem -prorrumpió Sarah, y, un instante después, el gigante entró en el laboratorio.

Capítulo 5

Sarah contuvo el aliento mientras la figura gigantesca, que ahora ya se veía perfectamente, se aproximaba a ella renqueando. La capucha seguía ocultando su rostro, pero Sarah jamás en la vida había visto a nadie que se moviera con semejante parsimonia. Por lo demás, una fuerza bruta, sin domar, se expresaba en cada paso que daba.

– ¿Quién es usted y qué quiere? -exigió saber Sarah, empuñando el arma mientras el gigante se acercaba.

– ¿No debería ser yo quien hiciera las preguntas? -fue la respuesta que llegó desde la capucha. Era una voz sorda y lúgubre, como si saliera de las profundidades… o de un pasado lejano-. Al fin y al cabo, es usted la que ha entrado indebidamente en mi reino.

– Porque usted me ha atraído hasta aquí -replicó Sarah, imperturbable-. Y porque ha secuestrado a un amigo mío.

– Usted no sabía nada de su amigo. Solo trataba de adquirir conocimientos. De airear el secreto del Golem… -La voz del coloso se transformó en una risa cavernosa.

– ¿Qué le parece tan gracioso? -inquirió Sarah.

– ¿Qué le hace pensar que precisamente usted, lady Kincaid, sería digna de descubrir ese secreto?

– ¿Sabe mi nombre?

– Sé quién es usted y conozco los motivos de su estancia en Praga…

– ¿Quién es usted? -preguntó de nuevo Sarah-. ¡Quítese la capucha ahora mismo!

– ¿Cree que entonces sabrá quién soy?

– Quítesela -ordenó Sarah duramente, y amartilló el Colt para dejar bien claro que estaba decidida a todo.

– Como quiera -replicó el gigante, cogió la capucha con la mano derecha, que llevaba enguantada, y se la echó hacia atrás.

Lo que apareció debajo horrorizó a Sarah, puesto que el gigante sin nombre no tenía facciones humanas. El semblante que la escrutaba era inerte, pétreo, el rostro de una escultura de barro a tamaño natural.

– El Golem -pronunció de nuevo-. Entonces, es verdad…

Las risas continuaron y Sarah se dio cuenta en aquel momento de que justo donde se encontraban la frente y la boca de la criatura de barro se abrían dos orificios oscuros. El gigante se cogió la piel con ambas manos y volvió a desenmascararse… Y lo que apareció entonces casi aterrorizó más a Sarah que la visión del supuesto Golem. Porque el gigante que estaba frente a ella, al otro lado de la reja, no tenía dos ojos, sino tan solo uno, situado en el centro de su frente despejada y que le prestaba un aspecto horripilante.

– Usted no es el Golem -masculló Sarah, retrocediendo hasta chocar contra la pared-. Es un cíclope…

– Es lo que intentaba decirle -apuntó Hingis quedamente.

– Bueno, lady Kincaid -preguntó el cíclope-, ¿qué opina ahora?

Sarah no supo qué contestar. Su mente se esforzaba en contener el espanto y, con una lentitud pasmosa, se dio cuenta de que había incurrido en un error. La suposición de que el cíclope con el que había tropezado en Alejandría era un ejemplar único, un grotesco capricho de la naturaleza, acababa de resultar claramente falsa. Pues claro, se dijo Sarah, y se tachó de estúpida, puesto que esa teoría había sido ante todo de Mortimer Laydon: otra mentira salida de la boca del traidor…

– ¿Qué ocurre? -preguntó el cíclope mientras Sarah seguía mirándolo fijamente. Comparado con el de Alejandría, aquel parecía muchísimo más alto y fuerte, un auténtico coloso al que no sin razón habían tomado por el Golem que había regresado-. ¿Verme la ha dejado sin habla?

– En absoluto -replicó Sarah con un deje de aversión-. Solo intento entender…

– ¿Qué intenta entender, lady Kincaid? ¿Por qué existo? ¿Qué hago en este lugar? ¿Por qué ha vuelto a toparse con alguien de mi especie?

– Algo parecido -confesó Sarah con voz temblorosa.

– ¿No se lo dijo Caronte? ¿Tal vez olvidó mencionar que hay más ejemplares de nuestra especie? ¿Que una vez fuimos intermediarios entre los dioses y los hombres?

– No -reconoció Sarah-, me habló de todo eso…

– Pero usted no le creyó, ¿verdad? Prefirió prestar atención a su asesino.

– En aquel momento no podía saber que Mortimer Laydon era un traidor.

– ¿De verdad? -El único ojo se cerró en señal de reproche mudo-. Si hubiera escuchado a su corazón, habría conocido la verdad mucho antes.

– Eso no es cierto -objetó Sarah con vehemencia, sobre todo porque con aquel reproche había hurgado una herida. Cuántas veces se había preguntado si habría podido impedir la muerte de su padre…

– ¿Por qué nos ha hecho prisioneros? -preguntó Hingis, que se había liberado por completo de sus ataduras y se acercó arrastrando los pies a la reja. Le había atado las cuerdas tan fuerte que la sangre había circulado mal por sus piernas y ahora solo le obedecían con titubeos.

– Porque hay ciertas cosas que debo comunicarles -respondió el cíclope en voz baja.

– ¿Eso es todo? -Sarah resopló despectivamente-. ¿Y por eso nos ha encerrado?

– Me pareció el camino más fácil.

– Para usted, quizá -afirmó Sarah con rabia-. Pero se ha olvidado de un pequeño detalle: que sigo teniendo un arma.

Levantó el revólver de manera ostensiva para recordárselo. No obstante, la criatura con un solo ojo se limitó a echarse a reír.

– ¿Que le parece tan divertido?

– Usted, lady Kincaid, porque sigue sin comprender la gravedad de la situación. ¿Qué ganaría disparándome? Yo me desplomaría y moriría desangrado, y ustedes se verían obligados a pasar el resto de sus días en esta jaula. Créame, nadie oiría sus gritos aquí abajo.

– Nos buscarían -replicó Sarah, convencidísima.

– ¿Aquí? -Una sonrisa triste se deslizó por el semblante lúgubre del cíclope-. Lo dudo. Además, si me dispara, ¿quién le revelará cómo puede salvar a su querido Kamal?

– ¿Sabe lo de Kamal? -preguntó Hingis, asombrado.

– Naturalmente -gruñó Sarah con furia-. Lo sabe todo, porque se lo ha oído a los que envenenaron a Kamal. ¿Qué sabe usted de Kamal? ¡Hable!

– Está usted sobre la pista correcta, lady Kincaid -con testó solícito el gigante-. En de todos los mitos de tiempos remotos hay un fondo reaclass="underline" yo mismo soy buena prueba de ello. ¿O habrían creído que los cíclopes de la mitología habían existido realmente y que aún existían?

– Eso no es exacto -objetó Hingis-. Los cíclopes de la leyenda homérica eran gigantes que vivían en islas remotas. El héroe griego Ulises se encontró a uno de ellos en su odisea y lo cegó.

– Exageraciones creadas por los que nos envidiaban por nuestra fuerza. Fuimos perseguidos y acosados hasta que quedamos pocos. Para sobrevivir, tuvimos que escondernos en lo alto de las montañas, en el lugar más apartado de este mundo.