– Bonita historia -replicó Sarah fríamente-. Pero no explica por qué nos ha apresado ni qué quiere de nosotros.
– Quiero ayudarlos.
– No le creo.
– Pues debería, porque soy el único amigo que le queda.
– Ya sé que ni usted ni los suyos son responsables de la muerte de mi padre -contestó Sarah-. Pero que usted no sea el asesino de mi padre no lo convierte necesariamente en mi aliado, y mucho menos en un amigo.
– Se deja cegar por mi aspecto -señaló el gigante-. Debo confesarle que eso no lo esperaba. No de usted, lady Kincaid.
– ¿Y qué esperaba? -intervino Hingis para ayudarla-. La amistad es un privilegio que hay que ganarse.
– ¿Y cree usted que no me corresponde ese mérito, señor Hingis? ¿Que no arriesgo nada hablando con ustedes? ¿Que no tendrían motivos para confiar en mí?
– Dénos un motivo -exigió Sarah-. Déjenos en libertad y escucharemos lo que tiene que decirnos.
Durante un instante interminable, el ojo la miró fijamente, sin que Sarah pudiera decir qué pasaba por la mente del cíclope.
– No -manifestó finalmente-, no lo haré. En vez de eso, como signo de que soy de fiar, le revelaré qué encierra el hydor bíou.
– ¿El agua de la vida? -dijo Sarah con voz ahogada-. Entonces, ¿existe realmente?
– Eso usted ya lo sabe. De otro modo, no estaría aquí.
– Entonces, ¿es cierto? ¿Laydon me curó usando el agua de la vida?
– Sí y no.
– ¿Qué significa eso? Debería expresarse con mayor precisión, porque para ganarse mi confianza hace falta algo más que insinuaciones veladas.
– Las respuestas, lady Kincaid, las obtuvo usted hace mucho tiempo, pero aún no lo sabe.
– ¿Y eso qué significa?
– Usted, igual que su padre, ha rastreado las huellas de Alejandro Magno. Sabe que él emprendió la búsqueda del fuego de Ra y sabe que estaba al servicio de los que también son mis señores.
– Eso me dijeron -confirmó impaciente Sarah-. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con el agua de la vida?
– Cuando los dioses llegaron a este mundo en tiempos inmemoriales, nos trajeron los misterios del cosmos: tres secretos para los que nos escogieron como guardianes, los elegidos que se señalan por tener un solo ojo.
– ¿Qué secretos eran? -inquirió Sarah.
– Secretos de un poder inmenso y terrible, demasiado abrumador para que pudieran acabar en manos de los hombres. Por un lado, el misterio de la luz, capaz de desatar una energía y un poder de destrucción inimaginables…
– El fuego de Ra -murmuró Sarah, que en aquel momento comprendió que ella ya había aireado al menos uno de esos secretos.
– … Por otro -prosiguió el cíclope- el misterio de la creación, oculto en el agua de la vida. ¿Sabe qué significa eso, lady Kincaid? Conocer el secreto de la creación significa poseer la clave de la inmortalidad.
– La inmortalidad -repitió Hingis, en cuyos ojos se reflejó un extraño brillo.
– ¿Y el tercer misterio? -preguntó Sarah sin inmutarse-. ¿En qué consiste el tercer misterio?
– No me está permitido desvelárselo. Probablemente lo descubrirá usted misma algún día. Sin embargo, hasta entonces debería limitarse a lo que puede salvar la vida de su amado.
– Comprendo. -Sarah asintió de mala gana-. ¿Y de qué se trata exactamente? ¿Dónde encontraré el agua de la vida?
– Muchos la han buscado antes que usted, también Alejandro. En su juventud, cuando su padre, Filipo, agonizaba abatido por el acero de un traidor, Alejandro pidió ayuda a los dioses. Y, aunque sus ruegos no deberían haber sido escuchados nunca, uno de aquellos dioses le prometió auxiliarlo.
– ¿Por qué motivo? -inquirió Sarah.
– Porque aquella divinidad -contestó el cíclope con voz sombría- se había apartado de la senda de la virtud y ansiaba imponerse como amo del mundo. Y eso sucedería si le confiaba los secretos del cosmos a un mortal.
– Prometeo -murmuró Hingis sin aliento-. Robó a los dioses el secreto del fuego y se lo entregó a los hombres…
– Cada cultura tiene su propia versión de los hechos -aclaró el coloso-, pero todas esas historias entrañan un mismo fondo. Aquel renegado ya había intentado antes legar a los hombres los secretos del poder, pero los dioses estaban alerta. Consiguieron desbaratar el complot y se enfrentaron al dilema de condenar a muerte al renegado o dejarlo con vida. Se decidieron por lo último y fueron duramente castigados por su bondad, puesto que el traidor hizo todo lo posible por seguir adelante con sus planes. Empezó a congregar seguidores leales, que se dieron el nombre de la «Hermandad del Uniojo». Acto seguido se desataron violentas disputas entre los inmortales, que se enemistaron unos con otros y entablaron guerras entre ellos. El Libro de Thot, que contenía el secreto del fuego, fue llevado a un lugar seguro donde perduró durante milenios. Sin embargo, el secreto de la inmortalidad le fue revelado a Alejandro, quien a cambio declaró ceremoniosamente su voluntad de entrar al servicio de la hermandad y fundar un gran imperio en su nombre. Pero el agua de la vida no surtió efecto. Filipo murió y, si bien Alejandro utilizó el poder que le había prestado la organización, al cabo de un tiempo se apartó de sus enseñanzas y tomó otros derroteros.
– Lo sé -admitió Sarah, que empezaba a intuir alguna que otra relación-. Pero ¿por qué no surtió efecto el agua de la vida?
– Eso -contestó el cíclope esbozando una sonrisa, cosa que resultó extraña debido a la deformidad de su semblante- sigue siendo un misterio aún hoy en día, lady Kincaid. Pero si es cierto lo que se supone, usted desvelará ese misterio gracias a su carácter y a su vocación.
– Vuelve a hablar usted con enigmas -criticó Sarah-. No entiendo una palabra de lo que dice.
– Tal vez -replicó el cíclope, metiendo la mano por debajo de los pliegues de su capa-, esto la ayudará a contestar algunas de sus preguntas.
Sarah pensó que el coloso empuñaría un arma y volvió a apuntarlo con el revólver, que había ido bajando lentamente. Entonces vio que el cíclope no sacaba un arma, sino un objeto metálico cúbico cuya visión la abrumó aún más.
– ¡Un codicubus! -exclamaron Hingis y ella casi al unísono al vislumbrar el curioso artefacto.
Las aristas del cubo medían diez centímetros de longitud; cinco de las seis caras estaban ornadas con caracteres griegos, los del sello de Alejandro, como Sarah ya sabía; y en la sexta cara resaltaba el emblema del único ojo que Sarah había aprendido a odiar y a temer…
– Exacto -confirmó el cíclope.
– ¿Qué contiene?
– Antes de revelárselo, debo advertirla, lady Kincaid.
– ¿De qué?
– Está rodeada de traidores.
– ¿De verdad? -preguntó Sarah, lanzando a Hingis una mirada de espanto, aunque solo fingido-. ¿Espera que me lo crea? -le espetó al titán-. ¿Que por una insinuación malintencionada dé la espalda a personas a las que debo la vida? ¿Que lo considere algo más que un nuevo intento de sembrar dudas en mi corazón y manipularme?
– Lady Kincaid, malinterpreta usted mis intenciones.
– ¿Qué malinterpreto? Está buscando otro medio de presión para influenciarme, pero no le hace falta. Esta vez, usted y los suyos pueden ahorrarse las intrigas, porque haré cualquier cosa por salvar a Kamal, ¿me oye? ¡Cualquier cosa! Dígaselo a su gente y a esa hermandad criminal cuyo nombre por fin conozco.
Si Sarah esperaba que su interlocutor se contentara con eso, se había equivocado totalmente, puesto que el cíclope se horrorizó ante esas palabras.