Palacio de Czerny, Malá Strana, Praga, 11 de octubre de 1884
Sarah Kincaid interrumpió su discurso cuando alguien llamó suavemente a la puerta de la habitación del enfermo.
– ¿Sí?
La puerta se abrió y apareció en ella el rostro de rasgos delicados de Horace Cranston, que mostraba preocupación.
– Disculpe, lady Kincaid -dijo-, pero es la hora. La condesa la reclama.
– Gracias, doctor.
Sarah apartó el pequeño diario de viaje encuadernado en piel cuya última anotación había leído en voz alta mientras permanecía sentada junto a Kamal, estrechándole la mano. Cranston le había dicho que era dudoso que Kamal se enterara de lo que ocurría a su alrededor, pero Sarah estaba convencida de lo contrario. Lo que los había unido a Kamal y a ella había sido tan fuerte que no podía haberse disipado. Con su voz, quería mostrarle que estaba allí y que lo esperaba, como un faro que señala el camino a casa a los marineros en medio de la tempestad. Y aunque Cranston hubiera tenido razón y Kamal realmente no percibiera nada de lo que sucedía a su alrededor, Sarah no habría desistido. Porque sentándose al lado de su amado inconsciente, estrechándole la mano y hablándole en voz baja, tenía la sensación de que al menos hacía algo por él.
– ¿Cómo está nuestro paciente? -preguntó Cranston, y entró-. ¿Sigue igual?
– Creo que sí -contestó ella. Cerró el cuaderno y lo guardó. Luego acarició por millonésima vez la frente ardiente de Kamal y contempló su semblante noble y proporcionado-. Parece que esté durmiendo.
– En el fondo es lo que hace -ratificó el doctor-. Se supone que las funciones corporales se reducen durante el sueño, como en un estado de inconsciencia.
– Con la diferencia de que el sueño normal termina al cabo de unas horas -añadió Sarah.
– En el mejor de los casos. -Cranston sonrió, y enseguida volvió a ponerse serio-. ¿Sabe usted que la considero una persona muy valiente y audaz, lady Kincaid?
– Gracias -replicó Sarah-, pero esas cualidades encajan mejor con usted, que fue quien nos salvó.
– Por casualidad. Si no me hubiera topado con sus pisadas…
– No me refiero a eso. Usted arriesgó la vida para salvarnos a Hingis y a mí: no se puede hacer mayor favor a un amigo. Me alegro mucho de tenerlo conmigo.
– Gracias, lady Kincaid.
– Sarah -lo corrigió.
– Horace -se presentó él con una sonrisa jovial, a la que ella respondió sonriendo débilmente.
Luego, Sarah se inclinó para cubrir de besos cariñosos la frente y los ojos de Kamal. A continuación se levantó y se dio la vuelta para irse.
– No se preocupe -dijo Cranston-, yo me quedaré aquí entretanto. Si hay algún cambio, mandaré a buscarla de inmediato.
– Gracias, Horace.
– Tally-ho -contestó él con una sonrisa de ánimo, y ella no pudo evitar corresponderle.
Salió de la habitación mirando una última vez a Kamal y bajó por la empinada escalera hasta el amplio vestíbulo, donde ya la estaban esperando Friedrich Hingis y Ludmilla, la condesa de Czerny.
Cuando su anfitriona se enteró de los dramáticos sucesos y del encierro de Sarah y Hingis, costó muchos esfuerzos y capacidad de persuasión evitar que diera aviso a la policía. Sarah había argumentado que, por un lado, los guardianes del orden en Praga no gozaban precisamente de una fama intachable, de manera que era más que dudoso que descubrieran algo con sus pesquisas; y por otro, les harían un montón de preguntas y, con ello, pondrían en peligro el éxito de la empresa.
– ¿Está a punto? -preguntó la condesa, que, de pie en el vestíbulo y vestida ya para salir, solo parecía esperar a Sarah.
Igual que la tarde de su primer encuentro, llevaba un vestido de color beige con muchos adornos de encaje que, para el gusto británico, no era demasiado adecuado ni para esa época del año ni para la ocasión. Aquella vestimenta extravagante, de aire anticuado y, aun así, lucida ostentosamente, parecía expresar más bien el ánimo de la condesa, que se encontraba atrapada entre la tradición y la modernidad, entre la realidad y las exigencias, y eso era algo que Sarah comprendía muy bien.
– A punto -confirmó, y dejó que Antonín la ayudara a ponerse el abrigo que la condesa le había prestado amablemente, dado que, después de la excursión nocturna por las alcantarillas, su ropa había quedado inservible a causa del penetrante olor.
– Entonces vámonos -dijo la condesa-. Ya he ordenado enjaezar los caballos; el decano nos espera.
– Gracias, condesa. Aprecio mucho lo que hace por mí.
– Lo sé, querida -replicó Ludmilla esbozando una amplia sonrisa que pareció partir en dos su noble semblante-. Lo sé…
Un criado abrió la puerta y salieron a la calle, donde Friedrich Hingis ya las esperaba delante de un enorme carruaje negro, identificado con el emblema de un caballero negro enmarcado en oro, el escudo de armas de la familia Czerny. El vehículo, sólido y con caja cerrada y alta, comparable al hackney británico, estaba tirado por cuatro corceles negros que piafaban impacientes.
– No crea que le doy importancia a toda esta opulencia, querida -le susurró al oído la condesa-, pero si las tradiciones aristocráticas me perjudican, al menos quiero sacar algo de ellas.
La lógica de esa argumentación era indiscutible, y Sarah y Ludmilla de Czerny subieron al carruaje por una escalerilla que el cochero había desplegado para ellas. El interior oscuro del vehículo estaba equipado con unos asientos cómodos forrados de terciopelo, en los que se sentaron las damas y Hingis, quien, siguiendo las normas de la cortesía, ocupó el banco que quedaba de espaldas al sentido de la marcha. Al cabo de un momento, el carruaje se puso en movimiento. Acompañado por el golpeteo de los cascos de los caballos, descendió hacia el río por la calle empinada, pasando por delante de mansiones y palacios.
– Y bien, señor Hingis -preguntó la condesa-, ¿han tenido éxito sus esfuerzos?
– Desgraciadamente no -contestó el suizo-. El herrero al que he consultado no ha logrado abrir el codicubus, y tampoco el cerrajero ni el escapista del teatro de variedades.
– Era de esperar -se limitó a decir Sarah, a quien aquello no la sorprendió demasiado.
– Al menos había que intentarlo -dijo Hingis defendiendo las infructuosas molestias que se había tomado-. La información que se oculta en el cubo podría hacernos avanzar un buen trecho.
– Tal vez sí -admitió Sarah-, tal vez no. Probablemente solo se trata de otra maniobra de engaño.
– O de otro indicio en la búsqueda de una medicina para Kamal -objetó Hingis.
– ¿Puedo ofrecerles mi ayuda? -preguntó la condesa educadamente-. Mi esposo tenía relaciones excelentes con muchos eruditos. Seguro que alguno de ellos…
– Es usted muy amable, condesa -rehusó Sarah-, pero nadie puede ayudarnos en este caso.
– ¿Por qué no?
– Porque en todo el mundo solo hay un sitio donde puede abrirse ese recipiente: en una estela funeraria prevista para ello que se encuentra en una pequeña isla del Mediterráneo.
– ¿Está usted segura?
– Absolutamente -confirmó Sarah.
– Comprendo -replicó la condesa, que parecía cavilar algo-. Si me dejara ver el artefacto, tal vez…
– No -dijo Sarah con determinación y con mayor dureza de lo que pretendía-. Disculpe, condesa -añadió al ver la expresión de desconcierto que se dibujó en el semblante de su anfitriona-, nada más lejos de mi intención que desconfiar de usted. Pero poseer un codicubus no es un privilegio, sino una carga. Algunas personas fueron asesinadas cruelmente por su culpa, otras han quedado destrozadas. Cuanto menos sepa de él, mejor para usted, créame.