– Pues claro que la creo, mi querida amiga -aseguró la condesa, aunque de su semblante pálido no podía deducirse si realmente era lo que pensaba-. Así pues, no le quedará más remedio que emprender el largo viaje hacia el Mediterráneo para abrir el artefacto.
– No tenemos tiempo -negó Sarah-. El doctor Cranston no está seguro en lo que respecta al estado de Kamal. Aunque parece estable, puede cambiar de un día a otro, en cualquier momento. No podemos permitirnos realizar ese largo viaje y perder un tiempo precioso para luego, probablemente, constatar que hemos sido víctimas de un engaño. Prefiero atenerme a lo que tenemos.
– Una buena decisión -reconoció la condesa, asintiendo con la cabeza-, ¿y qué tenemos hasta ahora?
– Ya veremos -fue la respuesta evasiva de Sarah.
El carruaje había cruzado el puente, cuyas dos torres se elevaban irreductibles por encima de las orillas y parecían taladrar las nubes bajas. Después de pasar la iglesia de San Francisco, con su gran portal y su cúpula reluciente y visible desde muy lejos, el vehículo tirado por cuatro caballos llegó al Clementinum.
– Realmente impresionante -comentó Sarah cuando pasaron por delante de la fachada barroca de varias plantas, que encerraba varios patios interiores y cuyo frontispicio estaba dominado por la basílica de san Salvador.
– El Clementinum fue construido por los jesuitas a mediados del siglo XVI -explicó la condesa-. El emperador Fernando les pidió ayuda para combatir las revueltas de los herejes y, créanme, los jesuítas hicieron todo lo posible por devolver al redil a las ovejas descarriadas. Exceptuando una breve interrupción, su poder en Praga se prolongó durante más de doscientos años.
– Diría que he notado cierta admiración en vuestras palabras, condesa -constató Hingis.
– ¿Y por qué no? Dos siglos son mucho tiempo.
– Cierto -admitió el suizo-. Pero está demostrado que el poder de los jesuitas se sirvió en Praga de medios extremadamente represivos. No fue casual que la ciudad fuese el punto de partida de la guerra de los Treinta Años.
– Tal vez. Pero eso no atenúa el mérito histórico, ¿verdad?
La condesa formuló la frase tan lapidariamente que replicarla habría equivalido a una ofensa. Por su buena educación y porque estaban en deuda con su anfitriona, Friedrich Hingis renunció a la réplica, pero se notaba que su concepto suizo de la libertad era incompatible con las opiniones de la condesa.
Si Ludmilla de Czerny se dio cuenta de ello, no dejó que eso le arrebatara el entusiasmo.
– Exceptuando el Castillo de Praga -continuó instruyéndolos-, el Clementinum es la edificación más grande de la ciudad. Además de aulas y bibliotecas, cuenta incluso con su propio observatorio astronómico. Alberga la biblioteca de la universidad desde hace más de cien años, lo cual la convierte en una de las más antiguas de Europa.
– Entonces estamos en el lugar adecuado -dijo Sarah mientras el carruaje cruzaba la puerta principal y entraba en el patio central-. Ojalá encontremos lo que buscamos.
– ¿Cree usted que el cíclope le dijo la verdad? ¿Que esa «agua de la vida» existe realmente?
– Lo que yo crea no importa. Lo único que me permite confiar en que hay algo que descubrir es la coincidencia entre las palabras del cíclope y lo que el rabí Oppenheim me reveló.
– ¿Y si es eso precisamente lo que espera de usted la parte contraria? -preguntó la condesa, expresando con ello la mayor preocupación de Sarah.
– Entonces, por el momento, lo haré -respondió a pesar de todo con voz firme-. Mi padre me enseñó que los mitos y los misterios están para ser descifrados, y eso haré exactamente.
– ¿Como ha hecho con el Golem?
– Efectivamente.
El carruaje se detuvo y dos criados vestidos con librea se apresuraron a acercarse para desplegar la escalerilla y ayudar a las damas a apearse.
– ¿Por qué no les explica lo que ha descubierto al rabino y a su joven amigo? ¿Por qué deja que sigan creyendo que un personaje de antiguas leyendas está cometiendo excesos en el barrio judío?
– Porque no creerían mi verdad, condesa -contestó Sarah quedamente-. Y porque un sueño cuyo recuerdo se desvanece lentamente es menos doloroso que una ilusión rota.
La condesa enarcó las cejas.
– ¿Son sus convicciones como científica las que la hacen hablar así?
– No -contestó Sarah con voz queda-. Mi experiencia.
La puerta del carruaje se abrió y los pasajeros se apearon. Un hombre de cabellos canos y aspecto de ser alguien importante, con monóculo y una perilla recortada en punta, salió del edificio principal con una amplia sonrisa en los labios.
– El profesor Leopold Bogary -susurró la condesa a sus acompañantes-, el director de la biblioteca… Y un tiralevitas de manual, que se pronunció en contra de que una mujer pudiera ejercer de docente del Departamento de Humanística.
– Con todo mi respeto, condesa -intervino Hingis secamente-, entonces ¿por qué tenemos que tratar con ese ignorante?
– Muy sencillo -contestó la condesa, mientras en su semblante pálido se dibujaba una sonrisa muy dulce y, a la vez, distante-, porque no solo es un falso, sino también muy útil… Querido Leopold -prosiguió en voz alta, sin que la entonación variara de entrada-, cuánta amabilidad por su parte al recibirnos.
– Por favor, condesa -replicó Bogary agitando las manos antes de hacerle una reverencia exagerada y besarle la mano-. Es un placer para mí.
– También para mí, querido Leopold, también para mí. Permítame que le presente a mi buena amiga lady Kincaid. Lady Kincaid, el profesor Bogary.
– Encantada de conocerle, profesor -saludó Sarah formalmente.
Bogary se quitó el monóculo y entornó los ojos hasta casi cerrarlos antes de volver a ponérselo.
– Una mujer -constató, no muy ocurrente-. Y británica…
– Su perspicacia es insuperable, mi querido Leopold -elogió la condesa sonriendo.
– Pero su mensajero me habló de un especialista, de un reconocido experto extranjero…
– Lady Kincaid es ambas cosas: una maestra en el terreno de la arqueología aplicada y una científica que goza de prestigio y reconocimiento en los círculos competentes en la materia -aseguró la condesa.
– Efectivamente -añadió Hingis-. Yo mismo estuve presente cuando, hace dos años, participó en el Simposio Internacional del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebró en la Sorbona de París…
Sarah esbozó una sonrisa irónica. Lo que el suizo decía era verdad. Sin embargo, se había callado adrede que había sido él quien había convertido aquel simposio en un desastre único para ella… por los mismos motivos que parecían mover a Bogary.
Estrechez de miras y arrogancia…
El director de la biblioteca se puso bien el monóculo y escrutó a Sarah de la cabeza a los pies. Lo que vio no pareció gustarle.
– De acuerdo -dijo, sin embargo, al cabo de un instante-, si la Sorbona es capaz de mostrarse tan generosa, nosotros también podemos permitírnoslo. Tiene permiso para consultar y para investigar en la biblioteca.
– Gracias, profesor -dijo Sarah con un amable movimiento de cabeza.
Había aprendido que era mejor ignorar a la gente chapada a la antigua de la ralea de Bogary, aunque ello solo funcionara si su limitada visión del mundo no le obstaculizaba el camino.
Las dos mujeres se dirigieron al portal de entrada y Hingis las siguió a una distancia respetuosa.