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– ¿Comprende ahora a qué me refería antes? -le susurró a Sarah la condesa.

– Ya lo creo -contestó-. Ya lo creo…

Biblioteca de la Universidad, Clementinum, Praga

Como tantas veces ocurría cuando estaba en una biblioteca y se movía entre libros y rollos, entre códices y antiguos pergaminos a la caza del pasado, Sarah se olvidó del tiempo y de cuanto había a su alrededor. Sobre una gran mesa situada en el centro de la sala de lectura, que estaba revestida de madera oscura, había decenas de libros y de infolios abiertos, bibliografía especializada en inglés y también en alemán, además de antiguos manuscritos en latín.

Junto a Friedrich Hingis y a la condesa de Czerny, que realmente poseía ciertos conocimientos históricos y dominaba tanto el latín como el griego antiguo, Sarah seguía cualquier posible indicio. El método que la joven aplicaba era muy simple. Se empezaba por un indicio concreto, por una pista que se tenía, y se buscaba un testimonio escrito al respecto. A continuación se investigaban las fuentes documentales, y así una y otra vez. El entramado que se tejía a partir de esa ramificación de informaciones formaba finalmente la base para verificar las propias teorías, y cuanto más se metía en la materia, más información obtenía y más convencida estaba de que el azaroso remedio del que le habían hablado tanto el rabino como el cíclope existía realmente.

Durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, Sarah y sus compañeros examinaron anotaciones escritas a mano y pasajes impresos: leyeron las obras de los clásicos latinos y las reflexiones modernas al respecto y profundizaron en la mística medieval, en apuntes de alquimistas y en tratados filosóficos que giraban en torno a un mismo tema: la cuestión preponderante de cómo el hombre podría apropiarse de la creación, de cómo podría descifrar sus secretos y convertirse en amo y señor de la vida y la muerte.

Sarah nunca se había ocupado antes de esa materia, por eso la sorprendió tanto ver que las ideas fundamentales se manifestaban en numerosas obras tanto de Occidente como de Oriente. Ya fuera en la epopeya sumeria de Gilgamesh, en la mitología griega o en los poemas épicos medievales; ya fuera en la Odisea homérica o en las Metamorfosis de Ovidio; en el Golem de la tradición judía o en las leyendas cristianas del Santo Grial; en los libros de los muertos egipcios o en los estatutos redactados por galenos alquimistas: la idea de descifrar el misterio de la existencia y de asumir el papel de amos de la creación, ya fuera mediante la magia, la técnica o la intervención divina, parecía manifestarse en todas las culturas. Por mucho que las distintas obras se diferenciaran en los detalles, todas hacían suyo el viejo sueño de la humanidad: no tener que seguir aceptando el final de la vida como algo inexorable.

Una de las palabras claves era «inmortalidad», que, si bien no se mencionaba, se repetía en los textos como un eco prometedor y a la vez petulante; la otra era «génesis», la fuerza para crear vida de lo inanimado. Y, de cuando en cuando, también se mencionaba el medio que podía hacerlo realidad.

Hydor bíou.

Aqua vitae.

L'eau de la vie.

Water of life.

Por mucho que las denominaciones en los distintos idiomas fueran diferentes, siempre aludían a lo mismo. El agua de la vida…

– ¿Está segura de que realmente existe ese elixir milagroso? -objetó Friedrich Hingis cuando por enésima vez interrumpieron sus lecturas para poner en común lo leído-. Quizá todos estos textos entrañan un contenido metafórico; al fin y al cabo, al agua se le atribuye un significado espiritual y de dispensador de vida en casi todas las culturas.

– Cierto -admitió Sarah-, ¿y no ha pensado nunca por qué?

– Bueno, supongo que sin agua no puede haber vida, ¿no? Porque es indispensable para la vida en este planeta.

– Cierto -admitió Sarah de nuevo-. Pero ¿y si detrás de todas estas historias se oculta una verdad más concreta? El hombre que me enseñó esta ciencia solía afirmar que todos los mitos tienen un fondo de realidad y, según mi experiencia, tenía mucha razón.

– ¿De quién habla? -preguntó la condesa de Czerny-. ¿De su padre?

Sarah asintió, y una sombra se deslizó por un momento por su semblante.

– De mi padre -confirmó con voz queda, y no pudo evitar que, por un instante, en su mente no apareciera el rostro bondadoso y encuadrado entre cabellos canos de su padre, sino la cara descompuesta por el odio de Mortimer Laydon.

– Entonces, ¿quiere decir que…? -la voz de Friedrich Hingis la retornó al presente.

– Estoy absolutamente convencida -puntualizó Sarah- de que ese fondo real también existe en este caso. Y que es la base donde arraigan todos estos textos. Pensemos en los cíclopes. O en el Golem. En ambos casos nos hemos enfrentado a seres mitológicos que, como se ha visto, tenían una correspondencia real.

– Eso es bien cierto -se vio obligado a admitir Hingis.

– Supongamos que su teoría es acertada -comentó la condesa-. ¿Dónde iniciaremos la búsqueda? ¿Cómo separaremos lo que es verdad de lo que no lo es? ¿El fondo real de lo que se ha añadido y ornado a lo largo de los milenios?

– En este manuscrito medieval -dijo Sarah señalando un antiguo infolio que tenía abierto delante- he descubierto una indicación interesante. Se trata de una crónica monástica de finales del siglo XII escrita en latín.

– ¿Cómo se le ha ocurrido buscar ahí precisamente? -preguntó Hingis.

Sarah sonrió.

– En un tratado sobre alquimia medieval y cabalística judía he descubierto un indicio. Por suerte, en esta biblioteca disponen de una copia de esa crónica. Los monjes del monasterio donde se escribió el original eran conocidos por dedicarse a ciencias secretas. Por eso los procesó la Inquisición. Les cerraron el convento y no pocos monjes acabaron en la hoguera.

– ¿Y la crónica sobrevivió a todos esos avatares? -preguntó incrédula la condesa.

– En efecto. Sin embargo, todas las indicaciones respecto a la localidad donde se encontraba el monasterio fueron suprimidas con minucioso cuidado, de manera que actualmente no se sabe dónde estaba situado. Algunos suponen que en Bohemia, lo cual explicaría por qué el Clementinum posee una copia de la crónica; otros, en el norte de Italia.

– Hmm -musitó Hingis-. ¿Y qué ha descubierto usted ahora?

– Un monje llamado Atanasio emprendió un viaje a la lejana Grecia en el año 1191, supuestamente para visitar a sus hermanos de orden bizantinos en los monasterios del noreste. Sin embargo, en la crónica se manifiesta la sospecha de que a aquel monje le habían confiado una misión secreta que tenía como objetivo conseguir materiae mirandae…

– Materias misteriosas -tradujo Hingis-. Sin duda, para elaborar mixturas alquímicas.

– Eso creo yo también -asintió Sarah.

– Aun así, no deja de ser un indicio vago -objetó la condesa de Czerny-. ¿Qué relación guarda con el «agua de la vida»?

– Sabemos por el rabino Oppenheim que el agua fue llevada al oeste de Europa desde Atenas por comerciantes judíos -explicó Sarah-. Además, en la mitología griega aparece mencionada en diversas ocasiones. El héroe griego Heracles, por ejemplo, murió a causa de un agua con poderes mágicos.

– ¿Murió? -repitió la condesa-. ¿Cómo encaja eso?

– No olvidemos que, según dijo el rabino, existen dos elixires: uno que da vida y otro que la arrebata -explicó Sarah-. El pobre Ptolomeo también lo supo por experiencia propia.

– Ahora que lo menciona -insistió Hingis-, he intentado encontrar pruebas documentales sobre el supuesto envenenamiento de Ptolomeo II. No las hay. Aparte del tal Josefo, ningún historiador habla del suceso.