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Porque no era el agua adecuada…

Aunque el estado de Kamal había empeorado (¿o precisamente por eso?), Sarah seguía dispuesta a emprender el viaje y comenzar la búsqueda del remedio. No podría llevarse con ella a Kamal, eso era incuestionable, y le rompería el corazón separarse de él. Pero, de no hacerlo, el enfermo se vería despojado de la última esperanza de curación.

Se inclinó sobre su amado y lo besó cariñosamente en la frente ardiente.

– Iré a buscar ayuda, amor mío -le susurró al oído-. Buscaré un remedio para ti y te liberaré de la oscuridad; no importa lo que tenga que hacer ni con qué poderes tenga que pactar. Te salvaré, cariño, ¿me oyes? ¡Juro que te salvaré!

Se incorporó un poco para ver si sus palabras habían causado algún efecto. Pero el semblante de Kamal, que ya no parecía ni joven ni enérgico como unos días atrás, sino consumido y demacrado, no mostró ninguna reacción.

Probablemente no podía oírla…

Pero no por eso su promesa era menos sincera…

Las lágrimas volvían a estar a punto de saltársele cuando se abrió la puerta de la habitación. Sarah se secó enseguida los ojos, puesto que supuso que serían Cranston o Hingis y no quería mostrarse tan débil y vulnerable ante ellos. Pero se equivocaba, ya que no fue ninguno de sus dos compañeros masculinos quien entró en la sala, se acercó a ella con pasos silenciosos y le puso la mano en el hombro para reconfortarla, sino la condesa de Czerny.

– Sé cuánto está sufriendo -le dijo con voz queda-. Yo también velé a mi esposo en el lecho de muerte durante muchos días y muchas noches. Luchas contra el destino y te preguntas por qué te lo quitan todo.

– Aún no tengo motivos para luchar contra el destino, condesa -replicó Sarah valerosamente-, porque aún hay esperanza y este no es un lecho de muerte.

– Por supuesto que no -se apresuró a decir la condesa, aunque se notó que lo hacía para tranquilizar a Sarah-. ¿Aún tiene intención de seguir su plan?

– Ahora más que antes.

La condesa asintió pensativa; luego se sentó junto a Sarah en el borde de la cama. Durante unos segundos, las dos mujeres se miraron profundamente a los ojos sin que pudiera saberse qué pensaban una de otra.

– Es usted una mujer asombrosa, lady Kincaid.

– Usted también, condesa.

– No había visto nunca a nadie con una voluntad tan inquebrantable.

– No se trata de voluntad inquebrantable -corrigió Sarah, sonriendo azorada-, sino de desesperación.

– Pues no parece desesperada.

– Tal vez porque he aprendido a ocultar lo que realmente siento.

– Igual que yo.

– Bueno -replicó Sarah quedamente-, entonces sí que parecemos realmente hermanas, ¿no?

La condesa asintió con un movimiento de cabeza. Sus miradas se encontraron de nuevo y, por un momento, fue como si el tiempo se detuviera a su alrededor.

– Si me hace el favor de acompañarme al salón -dijo finalmente la condesa Ludmilla-. Los señores Cranston y Hingis se han reunido allí para que hablemos.

– Ahora mismo voy -prometió Sarah.

Antes de levantarse y seguir a la condesa, le dedicó de nuevo una mirada amorosa a Kamal y le acarició suavemente la mejilla y el mentón cubierto de barba.

Siguiendo el consejo del doctor Cranston, las cortinas de terciopelo de la habitación estaban corridas, de manera que allí imperaba una penumbra tranquilizadora que el médico consideraba beneficiosa para el paciente. Cuando Sarah salió de la habitación, la cegó la luz que entraba por los altos ventanales del corredor. Si bien se había enterado de que ya había despuntado el día, no le había dado más importancia. Entonces se dio cuenta de que había empezado a nevar bien entrada la noche y que tanto las calles como los tejados de las casas vecinas estaban cubiertos por una capa blanca.

La condesa de Czerny la acompañó personalmente al salón, donde, dado que el invierno había irrumpido, la chimenea estaba encendida desde primera hora de la mañana. El fuego chisporroteaba en el interior, enmarcado en estuco gris, y delante había una mesa baja de madera con unas patas elegantemente torneadas. Encima había un mapa desplegado. La mesa estaba flanqueada por unas butacas tapizadas con terciopelo, de las que dos estaban ocupadas. Los dos hombres que se sentaban en ellas interrumpieron la conversación y se levantaron cuando Sarah y la condesa entraron en la sala.

– Hola.

– Buenos días, Friedrich. Y también a usted, doctor.

– Sarah -contestó Cranston, y devolvió el saludo inclinando educadamente la cabeza y con una mirada de preocupación-. ¿Cómo se encuentra?

– Bien, gracias -mintió Sarah: en realidad se sentía consumida y miserable, no solo porque había pasado la noche en vela, sino también porque esa mañana sentía náuseas.

– Enseguida iré a ver a Kamal -prometió el médico-. Pero antes tenemos que hablar de algunas cosas. La condesa y el señor Hingis me han informado de lo que descubrieron en la biblioteca…

– Bueno -se limitó a decir Sarah mientras la condesa y ella se sentaban. Acto seguido, Cranston y Hingis también tomaron asiento-. Al menos hay un indicio que valdría la pena seguir.

– ¿Incluso después de que el estado del paciente haya empeorado?

– Precisamente porque el estado del paciente ha empeorado -afirmó Sarah-. Ni usted ni ningún otro médico pueden curar a Kamal. El agua de la vida es su última posibilidad.

– No necesita convencerme, lady Kincaid. Si no confiara ciegamente en usted, jamás me habría declarado dispuesto a realizar este viaje. Ya sabía lo que se traía entre manos.

– ¿Pero? -preguntó Sarah.

– Pero, teniendo en cuenta los recientes acontecimientos -prosiguió Friedrich Hingis en lugar de Cranston-, debemos disponerlo de otra manera. En su estado, es imposible que Kamal participe en el viaje…

– Eso es verdad -admitió Sarah.

– … pero también perderemos tiempo innecesariamente si lo dejamos en Praga -continuó Cranston, que, mirando a la condesa de Czerny, añadió-: Aunque no podría imaginar un lugar en el mundo donde nuestro paciente estuviera mejor atendido.

– Se lo agradezco, doctor -dijo la condesa.

– Entonces, ¿qué propone? -inquirió Sarah.

– Yo, nada -puntualizó Cranston-. La condesa ha hecho una propuesta que, en mi opinión, nos posibilita llevar a cabo nuestros planes.

– Comprendo -dijo Sarah-. ¿Y en qué consiste esa propuesta?

– ¿Qué ruta tenía pensado elegir? -preguntó la condesa.

– La más corta -contestó Sarah sin vacilar-. De Praga a Viena, desde allí a Venecia y, luego, en barco hasta Grecia.

– Es lo que imaginaba. Sin embargo, debería considerar que cruzar los Alpes en invierno y después realizar una travesía marítima conlleva imponderables fatigas que nuestro paciente seguramente no soportaría.

– Soy muy consciente de ello, condesa -admitió Sarah-. Por eso había pensado en dejar a Kamal bajo su custodia, si usted lo permite.

– Por supuesto que lo permito, pero creo que hay otra posibilidad. ¿Por qué no toma la ruta terrestre y utiliza aquel tren que, desde su viaje inaugural en octubre del año pasado, proporciona constantemente titulares y rompe un récord de velocidad tras otro?

– ¿Se refiere al Orient-Express? -conjeturó Sarah.

– En efecto -asintió la condesa-. Ese nombre, seguramente demasiado opulento, encierra una posibilidad de viajar que realmente lo hace merecedor de que lo tilden de avanzado. En circunstancias favorables, el tren supera la distancia entre París y Constantinopla en tan solo ocho días.