– Eso es notable -reconoció Sarah, que aún recordaba vividamente el viaje a través del Imperio alemán, aburrido y muy fatigoso para Kamal-. Por eso intenté conseguir plazas para cubrir el trayecto entre París y Viena al venir hacia aquí, pero era totalmente imposible conseguir billetes a tan corto plazo.
– No para mí -replicó la condesa sin ninguna modestia-. Me he permitido cuidarme de organizar un viaje rápido y sin dificultades que garantice que su querido Kamal pueda realizarlo y, además, no sufra más trastornos de los que sufriría en este palacio.
– ¿Cómo? -inquirió Sarah.
– He alquilado un vagón de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, en el que Kamal y también nosotros encontraremos el mejor acomodo.
– ¿Se refiere a un coche cama? -preguntó Sarah.
– Efectivamente -confirmó Cranston-, y no uno de aquellos modelos tradicionales que cubren otros recorridos y en los que el placer de viajar es cuestionable, sino el más moderno de los que existen.
– Ya está todo organizado -añadió la condesa-. A lo largo del día de hoy, nos prepararán un vagón de la CIWL y esta noche partiremos de la estación de Praga. El destino es Viena, donde desengancharán el vagón y lo acoplarán al Orient-Express. En Budapest, donde el tren llegará poco después, volverán a desenganchar nuestro vagón y lo unirán al tren que se dirige a Belgrado.
– La línea ferroviaria acaba en Semlin, un suburbio situado en el norte de la capital serbia -prosiguió Cranston-, con lo cual nuestra excursión conjunta acabará allí. La condesa y yo nos quedaremos en Belgrado, mientras el señor Hingis y usted prosiguen el viaje. Pasarán por Nis, Vranje y Uskub, y llegarán a Salónica.
– ¿Y Kamal? -preguntó Sarah.
– La condesa y el doctor Cranston están dispuestos a ocuparse de él en Belgrado durante nuestra ausencia -explicó Hingis.
– Creo que es el único camino viable -añadió la condesa rápidamente-. Los vagones de la CIWL ofrecen la posibilidad de acercar un buen trecho a Kamal hasta donde se encuentra la medicina. Sin embargo, someterlo a las fatigas de una travesía en barco no me parece muy responsable.
– Desde un punto de vista médico, no puedo estar más de acuerdo -la secundó el doctor Cranston-. De todos modos, es sorprendente que el paciente aún siga con vida.
– Es fuerte -afirmó Sarah.
– En efecto. Pero eso no puede ni debe hacernos olvidar que se encuentra en una fase extremadamente inestable. El más mínimo cambio podría tener efectos catastróficos.
– Creo que sería una solución idónea -insistió la condesa-. En cualquier caso, Kamal estaría más cerca de la curación que en Praga.
– Eso es verdad -aceptó Sarah, echando un vistazo al mapa-. Desde Salónica podríamos proseguir el viaje a caballo o con camellos en dirección oeste, siguiendo las huellas de Alejandro.
– Y de Heracles -añadió Hingis sonriendo-. Lo que le pareció bien a un semidiós, tiene que ser de recibo para mí.
– Tally-ho -dijo Cranston lacónicamente.
– En cualquier caso, debemos apresurarnos -reflexionó Sarah-. Si los puertos de montaña están cerrados…
– Yo no he afirmado que este plan no entrañara riesgos -dijo la condesa de Czerny-, pero creo que supone una buena alternativa. Entonces, ¿que? ¿Quiere arriesgarse y emprender la aventura con nosotros? Debo confesar que yo no tengo demasiada experiencia en…
– Eso no importa -dijo Sarah meneando la cabeza-. Le doy las gracias, condesa, por todo lo que ha hecho por nosotros y por lo que quiere hacer, y acepto su oferta agradecida, aunque no comprendo por qué se toma tantas molestias por una desconocida.
– No es ninguna molestia -aseguró la condesa-, y usted tampoco es una extraña, Sarah. Además, he esperado durante años una oportunidad como esta. Por fin podré escapar de estos muros y hacer lo que siempre he deseado. Por fin estoy a punto de librarme de las cadenas que me ha impuesto la sociedad y de ser una persona libre… Y tengo que agradecérselo a usted. Por lo tanto, no me dé las gracias, puesto que en realidad soy yo la que tiene que dárselas.
– Me avergüenza usted, condesa.
– Ludmilla -la corrigió.
Ambas se estrecharon las manos y la condesa selló la alianza inclinándose hacia Sarah y dándole un beso, pero no en la mejilla, sino en los labios. Fue un contacto cálido y húmedo, pero no desagradable, de manera que Sarah no se apartó aunque hubo algo en aquel beso que le pareció sumamente extraño, ya que por un momento le dio la impresión de que eran realmente los labios de su hermana los que la tocaban suave y tiernamente.
Se separaron y Ludmilla de Czerny se echó a reír de muy buen humor. Dio unas palmadas y apareció un criado vestido con librea, que llevaba en las manos una bandeja con cuatro copas llenas a rebosar de un líquido transparente.
– Slibovitz -aclaró la condesa mientras se levantaba-, un agua de la vida muy distinta. Brindemos por nuestra decisión y por el comienzo de nuestra aventura.
– Por el comienzo de nuestra aventura -repitieron Cranston y Hingis al unísono, mientras cogían sus copas.
– Y por Sarah -añadió Ludmilla-. Por que encuentre lo que busca.
– Por que encuentre lo que busca -repitieron.
– Salud -dijo la condesa.
– Cheers -replicó Sarah.
Sarah percibió un aroma intenso a ciruelas maduras y el olor acre del alcohol, y de repente sintió náuseas. Sin que pudiera explicarse el porqué, todo en ella se resistía a probar aquel licor. Indecisa, sostenía la pequeña copa entre sus manos.
– ¿Y eso? -preguntó Hingis, que ya había apurado la suya y tenía las mejillas enrojecidas-. ¿Duda? Si no recuerdo mal, nunca ha rechazado usted unas buenas gotas…
– Es verdad -contestó Sarah, cuya renuencia iba en aumento-. Pero, en este caso, preferiría abstenerme. Discúlpeme, Ludmilla.
– Por supuesto. -La condesa sonrió y tendió la mano-. Si me lo permite, me lo beberé yo en su lugar.
Sarah le dio la copa y la condesa la vació sin que sus pálidas mejillas cambiaran siquiera ligeramente de color. Solo el brillo de sus ojos verde esmeralda pareció intensificarse un poco.
– Bien -comentó Cranston-, creo que todos tenemos cosas que hacer. Iré a ver al paciente y luego me prepararé para el viaje.
– Yo también -afirmó Sarah-. Además, aún tengo que realizar algunas compras antes de partir.
– Hágalo -dijo la condesa-. Antonín volverá ahora mismo a la estación a confirmar la reserva del coche cama y a arreglar las cuestiones económicas. No podemos perder tiempo, ¿verdad? Propongo que nos volvamos a encontrar aquí, en el salón…, ¿dentro de tres horas?
– De acuerdo -dijo Sarah, y puesto que Hingis y Cranston asintieron con sendos gestos de cabeza, ya estaba todo dicho.
Sarah Kincaid y los dos hombres se despidieron para dedicarse a sus propios asuntos, y la condesa se quedó. Cuando sus nuevos aliados habían salido del salón, la sonrisa solícita y dulce desapareció del semblante de Ludmilla de Czerny como si nunca hubiera estado allí.
La condesa volvió a sentarse y, absorta en sus pensamientos, se quedó contemplando el fuego que ardía en la chimenea incluso cuando uno de los paneles de la pared se abrió, deslizándose a un lado con un leve rumor, y pudo verse un pasadizo que hasta entonces había permanecido oculto. La condesa no se dignó mirar a la figura gigantesca y cubierta con una capa que salió por él y se le acercó.
– ¿Y bien? -preguntó el gigante.
– No cabe duda -contestó la condesa, permitiéndose una risa contenida y sarcástica-. Ya es nuestro.
El gigante la miró y por fin la condesa se dignó levantar la vista y fijarla en un rostro con una frente despejada, desde donde la observaba un único ojo.