Capítulo 8
Diario de viaje de Sarah Kincaid
Recuerdo haber leído noticias sobre el Orient-Express en los periódicos: hablaban de una «maravilla extraordinaria», de un «milagro de la técnica moderna». Teniendo en cuenta todo lo que veo y experimento, no puedo estar más de acuerdo.
Antes de nuestra llegada a Praga, los vagones de la CIWL (o de la ISG, como la llaman aquí, en el Imperio austrohúngaro) nos habían prestado un buen servicio, pero, comparados con los que cubren la ruta oriental, aquellos ofrecen una imagen antediluviana. Acero, cristal y madera de teca forman una unidad que no solo resulta preciosa, sino también sumamente práctica, y el ambiente a bordo solo puede compararse con el de un baile o una recepción solemne. Después de lo acontecido en Praga, me siento como si nos hubieran apartado de la cruda realidad, pues a bordo todo parece girar alrededor del bienestar de los viajeros y su esparcimiento. Sin embargo, solo necesito mirar el rostro consumido y marcado por la enfermedad de Kamal para saber que este no es un viaje de placer.
El tren está compuesto por un total de seis vagones que, según me han comentado, se corresponden con la distribución típica del Orient-Express. La locomotora, una vigorosa bestia de carga negra como el azabache, que parece respirar vapor por todos los poros de su cuerpo acerado, va seguida por un ténder cargado de carbón que, a su vez, está conectado a un primer furgón de equipajes que sirve de almacén de víveres y de bebidas, así como de alojamiento para el personal. Este conecta con un primer coche cama, uno de esos vagones enormes y espaciosos, en cuyos comodísimos compartimientos hay sitio para veinte personas, y en cuyos extremos se han instalado excusados separados para hombres y mujeres. Los compartimientos son amplios y están bellamente decorados, con bancos que se transforman en camas cuando hace falta.
El centro, y a la vez la joya del tren, lo conforma el vagón restaurante: un salón sobre ruedas, recubierto con gobelinos de piel y terciopelo genovés, en cuya minúscula cocina un chef francés se ocupa de preparar especialidades de lo más selecto; incluso han pensado en una pequeña biblioteca y un saloncito para las señoras, y yo me siento infinitamente más como en casa en la primera. El vagón restaurante está unido a un segundo coche cama, que va seguido por el vagón de la condesa, en el que, gracias a la generosidad de Ludmilla de Czerny, podemos viajar todos muy confortablemente. El final del tren lo forma un vagón de equipajes donde no solo se guardan los voluminosos efectos que los pasajeros no necesitan durante el viaje, sino que también incluye (un lujo casi inimaginable) cabinas de ducha con agua caliente que hacen posible que los viajeros se aseen periódicamente.
Instalados en semejante lujo, avanzamos a buen ritmo.
Ya hemos dejado atrás Viena y viajamos hacia Budapest, pasando junto a árboles cubiertos de nieve y llanuras salpicadas de escarcha. En tanto que en el exterior hace un frío de nieve, la temperatura en los vagones es agradable. El aroma a café y a pan y pastelillos recién hechos flota en el aire y se mezcla con los olores a cera y a cuero que parecen omnipresentes.
Casi lamento no poder viajar hasta Estambul en compañía de mi amado Kamal. Me imagino que es nuestro viaje de bodas, del que tantas veces hablamos en broma, y la pena me embarga súbitamente. Porque el viaje que hemos emprendido es muy distinto y, mientras que en el vagón restaurante corre el champán a raudales y sirven coq au vin, a nosotros se nos escapa el tiempo entre las manos…
Orient-Express, mediodía del 14 de octubre de 1884
La letra con que Sarah Kincaid había escrito en las páginas de su diario parecía un poco torpe comparada con la de las anotaciones de días anteriores. Si bien los vagones de la CIWL, con cuatro ejes y montados sobre modernos bojes, se correspondían con el nivel más actual de la técnica, no lo hacían tanto las vías por las que circulaba el tren y que pertenecían a la privilegiada red de los ferrocarriles del Imperio austríaco. Cada vez que un raíl se unía al siguiente, el vagón sufría una sacudida que se plasmaba en la escritura de Sarah.
La joven echó de nuevo una ojeada a la anotación, cerró el diario y lo dejó sobre la mesilla, que estaba situada debajo de la ventanilla y podía plegarse si era necesario, junto con los mapas que había encima y el enigmático objeto en forma de cubo.
El codicubus…
Sarah lo cogió por enésima vez y lo giró en sus manos, examinándolo por todas las caras. Había creído que el cubo que antaño la había llevado a Alejandría era único y que no había ningún otro en el mundo, pero era obvio que se había equivocado. La pieza que sostenía en sus manos, que ni siquiera la destreza de un artista había conseguido abrir, era buena prueba de ello.
Por otro lado, aquel cubo no se diferenciaba en nada del que le habían entregado una vez en París: las caras estaban ligeramente cubiertas de óxido, aunque eso no perjudicaba la solidez del objeto, y tenía grabados, igual que el otro, los caracteres del sello de Alejandro y el símbolo del Uniojo. De hecho, los dos cubos se parecían tanto que un pensamiento audaz se apoderó de Sarah.
¿Podía ser que en realidad no existieran dos cubos? ¿Que en verdad volviera a sostener en sus manos el mismo artefacto que su padre le había dejado y cuya posesión había costado una muerte atroz a tanta gente? Sarah se estremeció.
De hecho, ella solo había visto cómo se destruía el contenido del codicubus, los pinakes [4]secretos de Alejandría. Siempre había supuesto que el cubo había sufrido el mismo destino, pero no tenía pruebas de ello.
¿Qué significaría que el cubo hubiera regresado realmente a ella después de tanto tiempo? Ni más ni menos, que el cíclope que le había arrebatado el codicubus y el cíclope que se lo había devuelto se conocían. ¿Cuántos seres con un solo ojo habría? ¿Y estaban de parte de Sarah, como siempre afirmaban? Pero entonces ¿por qué la acosaban y sembraban miedo y terror?
Sarah recordó horrorizada los dramáticos acontecimientos en las alcantarillas de Praga, y también la figura gigantesca que la había seguido en la espesa niebla de Yorkshire, hacía muchísimo tiempo o, al menos, eso le parecía. Ahora estaba convencida de que aquella criatura siniestra también era un cíclope, un agente del Uniojo que no la había perdido de vista durante todo el tiempo en que, erróneamente, se creyó protegida y a salvo.
Llamaron educadamente a la puerta de su compartimiento y la joven aguzó el oído.
– ¿Sí?
– Soy yo, Friedrich -se oyó al otro lado de la puerta, decorada con taracea y barnizada.
– Pase -contestó Sarah, y volvió a dejar el codicubus sobre la mesa.
La estrecha puerta se abrió y apareció en ella el suizo, con el cabello alborotado como siempre. En tanto que Sarah disponía de un compartimiento doble para ella sola, Hingis y Cranston tenían que compartir el suyo. La condesa de Czerny ocupaba con su doncella un espacioso compartimiento de cuatro plazas, y los dos criados que la acompañaban en el viaje pernoctaban también en uno doble.
El quinto y último compartimiento del vagón estaba reservado a Kamal; habían convertido la amplia litera en un lecho de enfermo, junto al cual alguien hacia guardia constantemente para avisar a Sarah o al doctor Cranston en caso necesario.
– Que aproveche -la saludó Hingis campechanamente. Por las salpicaduras de salsa oscura en su camisa blanca y por la mezcla del aroma a carne y humo de tabaco que inundó el compartimiento, Sarah dedujo que venía del vagón restaurante-. ¿Dónde se mete? La hemos echado de menos en la comida.