– ¡Usted! -masculló Lester, que se había percatado de su presencia justo en ese momento-. ¿Es usted Kamal Jenkins?
– ¿Por qué? -fue la respuesta insegura.
– Lo interpretaré como una afirmación -replicó el inspector, impasible-. Kamal Jenkins, queda detenido como sospechoso de asesinato.
– ¿Sospechoso de asesinato? -preguntó Sarah, aterrada-. ¿De qué se le acusa exactamente?
– Se le acusa de haber apuñalado al granadero real Samuel Tennant en la noche del 7 al 8 de abril de 1869. También de haber herido gravemente y con premeditación al granadero real Leonard Albright y de haberlo despojado de su virilidad.
Sarah contuvo el aliento.
Hasta entonces, esos dos soldados solo habían sido vagos espectros para ella; representaban algo que había ocurrido mucho tiempo atrás y que Kamal le había confesado una noche junto al fuego en el desierto, cuando ambos se contaron mutuamente sus secretos más profundos y ocultos. Acababa de oír por primera vez los nombres de aquellos dos sujetos y sintió una gran conmoción al comprender que el pasado estaba ahí para llevarse a su amado…
Asustada, se dio la vuelta hacia Kamal. En el espanto que se reflejaba en el rostro del hombre pudo reconocer que él tampoco había contado con que le pedirían cuentas por un acto cometido tanto tiempo atrás. Sin embargo, al temor que se reflejaba en sus ojos se añadía algo con lo que Sarah no había contado.
Acusación.
Un abierto reproche que no se dirigía a nadie más que a Sarah…
– ¿Cómo has podido? -musitó Kamal en voz baja para que ni los policías ni los criados pudieran entenderlo.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sarah, espantada.
– No lo sabía nadie, excepto tú. ¡Me has delatado!
Sarah puso ojos como platos, casi le falló la voz.
– ¡E… eso no es verdad! -balbuceó-. No le he contado nada a nadie…
– Y yo no se lo he contado a nadie más -replicó Kamal, simple y contundentemente, mientras cuatro agentes entraban en el vestíbulo.
Apartaron sin reparos a Trevor, que les cerraba el paso con sus protestas. Pronto atraparon a Kamal, que opuso resistencia.
– ¡Suéltenlo! -exclamó Sarah, acalorada, y se dispuso a acudir presta en ayuda de su amado, sin considerar que con ello se enfrentaba a la ley.
Sin embargo, el cañón del revólver que de repente la apuntó se lo desaconsejó.
– No se mueva -advirtió fríamente el inspector Lester-. No quiero que corra la sangre, pero haré lo que sea necesario para que este peligroso criminal reciba el castigo que merece.
– No es un criminal -se rebeló Sarah-. Se llama Kamal Ben Nara y en su país es el jefe de una gran tribu orgullosa.
– Es posible -comentó Lester fríamente, tocándose el bigote con vanidad mientras guardaba el arma por debajo de la levita-. Pero aquí, en Inglaterra, es un criminal buscado y se le tratará como tal. Caballeros, pónganle las esposas y llévenlo al coche.
A través de la puerta abierta, Sarah pudo ver el coche que estaba parado en el patio, un furgón de transporte de prisioneros iluminado por dos faroles de gas, con ventanas enrejadas y vigilado por dos agentes. Realmente habían salido preparados para cazar a un criminal peligroso…
Las miradas que Kamal le lanzaba mientras le ponían grilletes tintineantes en pies y manos la estremecieron como latigazos, por la gran decepción que contenían. Casi daba la impresión de que todo el amor, el afecto y toda la ternura que albergaba por ella y que le había hecho sentir tan íntimamente hacía unas pocas horas se hubieran extinguido de golpe.
– Kamal -dijo, y extendió la mano hacia él, pero Kamal se apartó de ella y los agentes se lo llevaron fuera.
El inspector Lester se quedó aún un momento para dedicarle una mirada que contenía algo más que satisfacción por haber detenido a quien, a sus ojos, era un criminal peligroso. También había en ella cierto regodeo y un rastro de desprecio.
En vez de descubrirse como habría requerido la ocasión, se limitó a tocar ligeramente el ala del sombrero, se dio media vuelta y siguió a sus hombres fuera. Sarah se quedó con su viejo criado, que le dirigía miradas de desconcierto y de culpabilidad.
– Lo siento, madam -gimió impotente-. No sabía qué tenía que hacer.
– No te preocupes, Trevor. Tú no puedes hacer nada -lo tranquilizó Sarah con voz apagada, mientras observaba consternada cómo se llevaban a su amado. Todo había sucedido muy deprisa, y si su espanto había sido tan grande no era por la detención de Kamal, sino también porque él la culpaba a todas luces de ello…
¿Tenía que permitir que se fuera así?
¡No!
Tomando súbitamente una decisión, se precipitó hacia el exterior, donde los agentes ya se disponían a meter a Kamal en el carro de prisioneros. La puerta trasera del vehículo de gran altura estaba abierta y lo empujaron dentro sin miramientos.
– ¡Alto! ¡Alto! -se acaloró Sarah-. ¡No tienen derecho a hacer esto!
– Al contrario, querida, tenemos todo el derecho -informó Lester en un tono marcadamente oficial, y le enseñó una hoja de papel-. Esta orden de detención, extendida personalmente por el ministro de Justicia, me autoriza a tomar las medidas necesarias para prender al presunto asesino y arrestarlo.
– ¡Pero no es un asesino! -se acaloró Sarah mientras le subían lágrimas de desesperación a los ojos. No podía creer que le arrebataran tan súbitamente la felicidad que había sentido durante una breve temporada-. ¡Mataron a su esposa y al hijo que esperaba!
– En tal caso, debería haber acudido a la policía.
– Ya lo hizo, pero no le creyeron.
– Eso no le da derecho a tomarse la justicia por su mano. En su país, en su tribu o como usted quiera llamarlo, puede que eso esté bien, pero aquí, en Inglaterra, impera la ley, y es mi misión aplicarla. A eso se le llama civilización.
– Si usted supiera -replicó Sarah, esforzándose por contener su ira- cuánto desprecio a la gente de su ralea. Si la educación que usted ha recibido llegara a ser siquiera la mitad de su arrogancia, sabría que no tenemos la patente de la civilización. En la patria de Kamal ya cultivaban la ciencia y la cultura cuando nuestros antepasados aún se escondían en cuevas.
– Esa es su opinión -objetó Lester con frialdad-. Puesto que soy un caballero, me está vedado darle una respuesta pertinente. Sin embargo, considere que no soy yo el culpable de su dolor, sino usted misma.
– ¿Cómo? ¿Qué insinúa?
– ¡Por favor! -musitó el inspector, y su semblante se enrojeció-. Usted es una lady de buena familia y no tiene nada mejor que hacer que echarse en brazos del primer salvaje que se presenta, como si fuera usted una…
Lester no prosiguió. La sonora bofetada que estalló en su mejilla izquierda lo hizo enmudecer en seco.
– Eso ha sido un acto de violencia -constató el oficial-. Contra un funcionario de la Justicia. Tendrá consecuencias.
– No creo -replicó Sarah, apretando los puños y respirando aguadamente-. Tengo amigos muy influyentes. También en Scotland Yard.
– Aun así, usted no está por encima de la ley -señaló el inspector, frotándose la mejilla dolorida-. Considérese afortunada de que hoy me sienta generoso, de lo contrario, ordenaría que también la arrestasen.
– En tal caso, supongo que debería estarle agradecida por su generosidad -le espetó Sarah temblando de ira y con la voz impregnada de sarcasmo.
– Por mí, puede usted hacer lo que quiera -replicó Lester mientras se daba la vuelta y se acercaba a su caballo, que uno de los agentes sujetaba por las riendas. El coche de prisioneros ya estaba listo para emprender la marcha-. No cambiará nada, su amigo de color tiene que responder ante la justicia.