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– Lo dudo -replicó Sarah, esbozando una sonrisa escueta-. Me temo que, en estos momentos, mi presencia en la mesa no es muy edificante -prosiguió, y señaló los libros y los mapas que había sobre la mesa-. Prefiero prepararme para la misión.

– De eso precisamente quería hablar con usted -contestó Hingis, que de repente parecía nervioso-. ¿Me permite entrar?

– Por supuesto -afirmó Sarah, indicándole que tomara asiento al otro extremo del largo banco-. Siéntese.

– Gracias.

El suizo entró en el compartimiento después de mirar a ambos lados y asegurarse de que no había nadie observándolo en el pasillo. Cerró la puerta con cuidado y tomó asiento.

– ¿Puedo preguntarle una cosa, Sarah? -dijo-. No espero confidencias ni jamás supondría que…

– ¿Qué quiere saber? -Sarah fue al grano. No había tiempo para rodeos y formalidades.

– ¿Tiene miedo? -preguntó el suizo a bocajarro, y pareció aliviado por haber expresado por fin lo que le preocupaba.

– ¿A qué se refiere?

– Solo quiero una respuesta, eso es todo.

La mirada de Sarah reveló inseguridad y también una leve ira. ¿A qué diantre venía aquella tontería? Para ocultar lo mucho que la pregunta de Hingis la incomodaba, desvió la mirada y la posó en la ventanilla, por donde se veían pasar postes de telégrafos y árboles sin hojas.

– Pues claro que tengo miedo -reconoció-. La vida del hombre al que amo pende de un hilo de seda. Llay momentos en los que abrigo esperanzas y tengo la sensación de que todo irá bien. Pero luego miro al doctor Cranston, veo en su rostro la preocupación y me embarga el desencanto. -Suspiró y volvió a desviar la mirada para dirigirla a su compañero-. Miedo a fracasar, igual que en Alejandría.

– Entonces no fracasó, Sarah. La engañó una persona en la que confiaba.

– En efecto -resolló la joven-. Y ¿sabe usted qué me dijo esa persona cuando la visité en la cárcel?

– ¿Qué?

– Dijo que este viaje me llevaría directamente a las tinieblas -contestó Sarah, sombría-. Y a veces tengo la impresión de que estaba en lo cierto.

– Igual que yo -corroboró Hingis frunciendo el ceño y enarcando las cejas, lleno de preocupación, por encima de la montura de sus lentes metálicas.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno -contestó el erudito removiéndose inquieto en el banco mientras parecía buscar las palabras adecuadas-; después de lo que ocurrió en Praga, no consigo librarme de la sensación de que detrás de esas aparentes casualidades y conexiones, de esa maraña de insinuaciones enigmáticas y de indicios ocultos, realmente podría esconderse algo. Algo grande, Sarah. Algo muy grande, frente a lo cual la Biblioteca de Alejandría es tan insignificante como un puñado de polvo.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Inmortalidad -contestó Hingis con una sola palabra-. De eso, y solo de eso, se trata. Todos los textos que hemos examinado, independientemente de la época o de la lengua en que fueron escritos, tratan de eso, de borrar adrede los límites entre la vida y la muerte o incluso de transgredirlos… Un sueño de la humanidad, tan antiguo como la propia Historia.

– Tiene usted razón, sin lugar a dudas -admitió Sarah-. Pero no veo qué tiene que ver eso con nosotros…

– Todos nosotros -prosiguió Hingis-, y no me excluyo a mí, ni a usted ni al doctor Cranston, estábamos tan concentrados en ayudar a Kamal que hemos perdido de vista otras cuestiones importantes…

– ¿Otras cuestiones importantes? -Sarah lo miró asombrada-. Friedrich, el hombre al que amo se está muriendo. ¿Qué podría ser más importante que…?

– Todos queremos ayudar a Kamal -aseguró el suizo-, pero estábamos tan ocupados preguntándonos si podríamos que no hemos pensado si debíamos.

– ¿Qué insinúa?

– Sarah -dijo Hingis, y de nuevo se notó que le costaba pronunciar las palabras-, sé que Kamal es más importante para usted que su propia vida, y también sé que cree que tiene que reparar con él lo que no pudo hacer con su padre…

– ¡Eso no es verdad!

– Lo es, y usted lo sabe tan bien como yo. Usted no podía hacer nada por su padre, pero sigue culpándose y se prometió que jamás se repetiría nada igual.

Sarah iba a contestar, pero se abstuvo y meditó un momento las palabras de Hingis. El resultado fue que tenía que darle al menos una parte de razón.

– Quizá -reconoció entonces a disgusto.

– Por ese motivo -prosiguió Hingis-, ha perdido de vista lo esencial, la gran totalidad.

– ¿En serio? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Y qué es esa gran totalidad, si me permite preguntárselo?

– Si fuera usted sincera consigo misma durante unos segundos y abriera los ojos en vez de cerrarlos ante la realidad, no necesitaría hacerme esa pregunta -arguyó Hingis-. Pero probablemente conoce la respuesta tan bien como yo, aunque no quiera admitirla.

– ¡Cállese! -lo interrumpió Sarah-. ¡No diga nada más!

– ¿Por qué no? ¿Porque le digo la verdad? ¿Porque le pongo delante un espejo y no le gusta lo que ve reflejado en él? ¿Porque en el fondo de su corazón sabe perfectamente que está a punto de volver a cometer el mismo error que ya fue su perdición en Alejandría?

– ¿Qué error?

– Por salvar a un ser querido, entra en un juego peligroso. Sigue los indicios y procura interpretarlos a conveniencia, aunque es más que evidente quién se los ha dado. Cuando nos capturaron y nos hallábamos en poder del cíclope, dijo usted algo que me hizo meditar: que daba igual lo que sus enemigos le exigieran o qué objetivos persiguieran, puesto que su único objetivo era salvar a su amado.

– ¿Y?

– Al principio pensé que solo había elegido esas palabras para provocar a nuestro verdugo. Sin embargo, ahora estoy convencido de que hablaba en serio, y esa idea, Sarah, casi me atemoriza más que cualquier otra cosa. Porque significa que se ha entregado al enemigo y hará todo lo que le exijan sin rechistar… Y que no le importan en absoluto las consecuencias de sus actos, por muy tremendas que sean.

– ¿Qué consecuencias?

– Vamos, Sarah -dijo Hingis meneando la cabeza-. No me diga que no ha pensado en ello. Usted sabe que fue la hermandad quien envenenó a Kamal y tuvo muy claro desde el principio que todas las pistas que encontraba se las habían dejado cuidadosamente. Incluso el Golem resultó ser un truco, un medio para echarle el cebo.

– ¿Y?

– Sus enemigos quieren algo de usted, Sarah, eso es evidente. Y supongo que tiene que ver con el agua de la vida. Ambos sabemos que esa gente no tiene escrúpulos, Sarah, y que su ansia de poder y conocimiento es insaciable. ¿No ha pensado que tal vez quieran descifrar el secreto de la inmortalidad? ¿Que es eso lo que esperan de usted y que está usted a punto de entregar el mayor misterio del cosmos a una panda de criminales?

– ¿Y eso lo afirma precisamente usted? -preguntó a su vez Sarah.

– ¿Por qué lo dice?

– Me acuerdo muy bien de Alejandría. -Sarah soltó una risa amarga-. Ningún esfuerzo ni ningún despliegue económico le parecían exagerados para alcanzar un logro arqueológico sensacional. Usted quería un descubrimiento, quería encontrar sin falta la biblioteca desaparecida, incluso sabiendo que había varias partes interesadas y que se trataba de mucho más que de la gloria de la ciencia.

– Cierto -admitió Hingis abiertamente-. Yo era realmente así, pero eso se acabó. He cambiado -dijo mirando la prótesis de su brazo izquierdo-. La pérdida me ha cambiado -añadió quedamente.

– Igual que a mí -replicó Sarah, de nuevo tranquila y controlada-. Y por eso no soportaría perder de nuevo a un ser amado. ¿Puede comprenderme, Friedrich?