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Le dedicó una mirada tan penetrante que el suizo se sintió desarmado y no pudo por menos que asentir prudentemente.

– Bien -dijo Sarah-. Por lo demás, tiene usted razón con sus objeciones.

– ¿Me… me da la razón?

– Por supuesto. Nuestros enemigos intentan manipularnos, igual que antaño en Alejandría, y no dudo de que, igual que antes, están informados de todos y cada uno de nuestros pasos.

– Pero entonces ¿por qué les sigue el juego? -gimió Hingis, desconcertado.

– Por dos motivos. En primer lugar, porque creo que es la única esperanza para Kamal. Y, en segundo lugar, porque hay una diferencia sustancial respecto a Alejandría.

– ¿Cuál?

– Esta vez vamos sobre aviso -contestó Sarah, y en su semblante se dibujó una sonrisa amarga y audaz a la vez-. Y no me encontrarán desprevenida, créame. En todo lo que hacemos, debemos estar alerta y ser extremadamente cautelosos… Usted también, amigo mío.

– Oh, Sarah. -El suizo lanzó un silbido de alivio que sonó como una tetera llena de agua hirviendo al retirarla del fuego-. Y yo que pensaba que había perdido de vista la realidad…

– Como ve, sigo teniendo los pies en el suelo.

– Es evidente -asintió Hingis-. Pero ¿por qué ha discutido tan airadamente conmigo?

– Tal vez porque quería saber hasta dónde llegaría defendiendo sus convicciones -contestó Sarah.

– ¿Y? ¿He llegado lo bastante lejos?

– Por supuesto -asintió Sarah-. Acabo de constatar lo que ya intuía: tiene usted buen corazón y un alma valiente.

– Igual que usted -dijo Hingis, devolviéndole el cumplido.

– ¿De verdad lo cree? -Sarah meneó la cabeza-. Antes me ha preguntado si tenía miedo. Le diré la verdad, Friedrich: últimamente casi todo me da miedo. Temo al futuro, pero aún más al pasado. Tengo miedo de lo que pueda pasar y me aterra lo que ya ha ocurrido. Y tengo miedo de perder la única familia que me queda.

– La comprendo -aseguró el erudito-. ¿Y qué ocurrirá si llega el momento de tomar una decisión? ¿Si nuestros enemigos amenazan con apropiarse del misterio de la vida y usted tiene que definirse entre el bienestar de Kamal y el del resto de la humanidad?

– Dios no lo quiera -dijo Sarah, palideciendo.

– Amén -replicó Hingis, y se levantó del banco para irse-. Una cosa más -dijo cuando ya tenía el picaporte en la mano-: supongamos que su teoría se confirma y todas esas leyendas tienen un fondo real, que el río existe realmente, igual que el barquero Caronte, que cruza a los muertos al otro lado…

– ¿Sí?

– … Entonces ¿qué se oculta detrás de Cerbero, el can de tres cabezas que supuestamente vigila la entrada a los infiernos y se ocupa de que nadie entre y de que nadie salga del Hades? ¿Tendrá también una correspondencia real?

– No lo sé, Friedrich -respondió Sarah con voz queda y total sinceridad-. Pero probablemente pronto lo descubriremos…

Capítulo 9

Diario de viaje de Sarah Kincaid

Malas noticias.

El tren se ha visto obligado a detenerse a causa de un desperfecto en las vías. Lo que en principio, según se nos comunicó, era un simple trámite que se subsanaría en poco tiempo, ha resultado ser finalmente un problema considerable que ya ha durado más de diez horas: casi medio día en el que hemos estado condenados a la inactividad, mientras el estado de Kamal empeora a ojos vista. Según el doctor Cranston, cada vez costará más administrarle líquidos, con lo cual existe el riesgo de que sufra un colapso cuyas consecuencias serían sin duda mortales.

Aunque sé que no tiene sentido hacerlo, me enojo con el; destino y con los gestores de la red ferroviaria. Sin embargo, exceptuando a mis compañeros de viaje, me he quedado sola con mis críticas, puesto que los revisores de la CIWL han reaccionado de inmediato y, para apaciguar a los pasajeros, les han ofrecido una botella tras otra de vino espumoso a cargo de la empresa, lo cual ha logrado, por un lado, limitar el número de quejas, y por otro, crear un ambiente de buen humor que a mí me resulta insoportable.

Mientras combino la vigilancia junto al lecho de Kamal y el estudio de los mapas, oigo las risas relajadas de los demás pasajeros, acompañadas por la música machacona de los violines de un grupo que ha subido al tren poco después de cruzar la frontera. Los oigo aplaudir y reír, y desearía poder participar de su alegría […]

Ya es más de medianoche. Los peones del ferrocarril han trabajado hasta bien entrada la noche a la luz de numerosas antorchas y faroles para reparar la avería, cuyas causas se desconocen. Algunos viajeros murmuran algo de un asalto planeado, pero sospecho que tales teorías se deben más al alcohol que a temores reales.

Por fin reina el silencio. Los músicos húngaros han bajado del tren y los pasajeros se han acostado antes debido a los excesos, que han durado toda la tarde y toda la velada y a los que se han apuntado algunos caballeros y no menos damas distinguidas. Al fin ha regresado el sosiego que he echado tan terriblemente de menos durante el día.

Orient-Express, noche del 15 de octubre de 1884

Satisfecha, Sarah Kincaid puso un punto detrás de la última palabra que había escrito, antes de levantarse para irse a la cama. El mozo del coche cama, que se ocupaba de desplegar las literas y cerrar las persianas, así como de suministrar toallas limpias, había estado allí hacía rato, y el compartimiento se había transformado en un dormitorio confortable.

Sarah había pasado la velada sentada en el borde de la cama, consultando libros y estudiando mapas para compensar un poco la desagradable sensación de estar malgastando un tiempo precioso. El material cartográfico del que disponía era más que escaso: aunque los Balcanes estaban en Europa, continuaban siendo una región poco explorada y, en algunos sentidos, poco civilizada, donde la violencia y la inobservancia de las leyes eran comunes y los enfrentamientos sangrientos entre bandos rivales o entre rebeldes y ocupantes turcos estaban a la orden del día. Si bien la provincia de Trikala se había liberado hacía tres años del Imperio otomano y se había unido al reino griego, la inhóspita región montañosa seguía sin ser considerada una zona de paz. Tras el derrumbamiento del orden otomano, por allí merodeaban grupos anárquicos que se camuflaban como luchadores por la libertad, y la parte turca no parecía querer conformarse con la pérdida de la región. A ambos lados de la frontera se producían continuos ataques y corrían rumores de una nueva invasión otomana. La franja por la que pasaba el río Aqueronte estaba situada precisamente en medio de aquella zona insegura y todavía en disputa.

Sarah estaba convencida de que en los archivos del sultán de Constantinopla había material cartográfico más fiable y actual, pero no tenía ni tiempo ni las relaciones necesarias para conseguirlo. Para bien o para mal, tendría que correr el riesgo aunque se moviera por un terreno desconocido. Por eso era tan importante conseguir un guía local que conociera la región y sus peculiaridades. Sarah había escrito una nota que quería mandar por telégrafo desde Budapest a Salónica para que, cuando llegaran, ya tuvieran a punto un guía, porteadores, caballos y mulas.

Podía decirse, en la medida de lo posible, que todo estaba preparado. Como cada noche, Sarah se dispuso a ir a ver a Kamal antes de acostarse: probablemente aquella era su última oportunidad de dormir largamente antes de dejar el tren en Budapest.

Se levantó del borde de la cama y dejó a un lado el diario. Salió por la estrecha puerta al pasillo, escasamente iluminado y colmado por el traqueteo regular de las ruedas que giraban sobre las vías. El pasillo estaba vacío. Los otros miembros del grupo debían de haberse acostado hacía rato, considerando que les esperaban días seguramente agotadores.