– ¿Las antiguas leyes? No lo comprendo…
– Ya lo comprenderá, puesto que lo sabe todo. Tan solo lo ha olvidado.
– ¿Olvidado? ¿Qué…?
Sarah no consiguió acabar de formular la frase, puesto que en ese momento se oyó un chasquido y algo caliente y pesado pasó silbando junto a ella, chocó echando chispas contra la pared del vagón contiguo y acabó rebotando ruidosamente.
¡Una bala!
Sarah se volvió, espantada, porque el disparo provenía del interior del vagón.
– ¡No disparen! -gritó en el frío gélido y el viento y, protectora, abrió los brazos delante de su salvador, que se esfumó al instante.
Sarah percibió un movimiento por el rabillo del ojo, una silueta oscura que saltaba al vacío desde la plataforma del vagón y desaparecía en la oscuridad. Atrás solo quedó la capa del gigante. Sarah levantó la vista y, a través de los restos del cristal hecho añicos que quedaban en la puerta, vio a una mujer vestida de color beige claro empuñando una pistola Derringer todavía humeante en la mano derecha.
La condesa de Czerny…
Capítulo 10
Sarah regresó al vagón cruzando la maltrecha puerta. Le temblaba todo el cuerpo, y no solo por culpa del frío, sino también por la impresión que le habían causado los dramáticos acontecimientos.
El semblante de la condesa, que seguía en el pasillo empuñando el arma, no revelaba ninguna emoción. Sin embargo, Sarah vio un brillo en sus ojos verdes que no le gustó en absoluto.
– ¿Está bien? -preguntó Ludmilla.
– Creo… que sí -afirmó Sarah, mirando sorprendida la pistola de bolsillo que empuñaba la condesa-. No sabía que…
– ¿Que llevaba un arma conmigo? ¿Que soy capaz de defenderme? -La condesa rió con amargura-. Por desgracia, esa es una de las lecciones que tuve que aprender muy pronto en la vida.
– Igual que yo -coincidió Sarah-. Pero en este caso no hacía falta intervenir.
– ¿Qué quiere decir? Ese monstruo de un solo ojo la estaba amenazando, ¿no?
– En absoluto -negó Sarah-. Me ha salvado la vida cuando un congénere suyo me ha asaltado y me ha agredido.
– ¿Cómo es posible?
– No lo sé. -Sarah, que tenía la ropa y el rostro tiznados de hollín, meneó la cabeza-. Supongo que los dos han subido a bordo del tren esta tarde, durante la parada obligatoria. Probablemente se han escondido en el furgón de los equipajes.
– Probablemente -ratificó la condesa, que bajó el Derringer, aunque con titubeos-. ¿Y qué quería de usted el cíclope?
– El codicubus -contestó Sarah sin rodeos.
– ¿Y lo ha conseguido?
– No.
– Claro -dijo la condesa-. Un objeto que estuvo en manos de Alejandro Magno no se entrega así como así, ¿verdad?
– Exacto -coincidió Sarah, y se impuso un momento de silencio glacial en el que las dos mujeres se escrutaron mutuamente, intentando ver más allá de las fachadas que ambas habían levantado a su alrededor.
– Qué lastima -dijo Sarah.
– ¿Lástima de qué?
– Después de todo lo que sé de usted, esperaba que realmente pudiéramos ser amigas, que realmente seríamos algo así como hermanas de espíritu…
– ¿Y?
– Probablemente todo quedará en nada -constató Sarah, desilusionada-, porque, si de algo estoy segura, es de que nunca he mencionado en su presencia quién había poseído el codicubus.
– ¿Y eso significa…?
– Que se ha delatado -aseveró Sarah, sin pestañear-. Ni más ni menos.
– Sorprendente -replicó Ludmilla de Czerny mientras volvía a empuñar la pistola con un movimiento que pareció casual. Uno de los cañones había escupido su bala pero el otro seguramente aún estaba cargado…
– ¿Qué es sorprendente? -preguntó Sarah-. ¿Que haya descubierto la verdad?
– No -contestó la condesa, en cuyo semblante pálido se perfiló una sonrisa triunfal-, que haya tardado tanto en hacerlo. Me habían dicho que era usted muy inteligente, pero la idea que yo tengo de un intelecto destacado es otra.
– Allá usted -gruñó Sarah.
– Ahora que hemos aclarado nuestras posiciones y podemos jugar enseñando las cartas, me gustaría precisar mejor mi pregunta, y le aconsejo que conteste con sinceridad: ¿Dónde está el codicubus?
– No lo sé -afirmó Sarah.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Yo no lo tengo y, por lo tanto, no sé dónde está.
– Es usted una mentirosa. Usted misma dijo que el renegado le había dado el artefacto…
La palabra «renegado» resonó en la cabeza de Sarah. Así pues, el cíclope había dicho la verdad…
– Así es -admitió- pero no he conseguido abrir el cubo y se lo he devuelto.
– ¿Devuelto? ¿A quién?
Entonces fue Sarah la que esbozó una sonrisa burlona y, a diferencia de la condesa, la aderezó con una buena ración de insolencia.
– A aquel a quien usted ha ahuyentado con plomo -contestó fríamente.
– ¡Eso es mentira!
– Registre mi compartimiento si no me cree -replicó Sarah-. Pero -añadió al ver la puerta abierta- seguramente ya lo ha hecho, ¿verdad?
Una mirada al semblante rojo de ira de su interlocutora bastó para confirmar la suposición de Sarah. Mientras ella temía por su vida en el techo del vagón, la condesa había revuelto su compartimiento, aunque no había encontrado lo que buscaba…
– ¿Ha estado de su parte desde el principio? -inquirió Sarah-. ¿O en algún momento decidió cambiar de bando?
– ¡Tú no sabes nada! ¡Nada! -masculló la condesa, pasando bruscamente a tutearla-. Ni conoces tus fuerzas ni sospechas con quién te has involucrado.
– Algo parecido me dijeron una vez -contestó Sarah secamente-. Pero, haciendo honor a la verdad, me da lo mismo. Por eso me he involucrado en su mascarada.
– ¿Tú te has involucrado? -La condesa soltó una carcajada sarcástica-. Es conmovedor ver cómo se tergiversan las cosas. ¡Eres una presuntuosa! Todos tus pasos han estado determinados de antemano desde el momento en que regresaste a Yorkshire. ¿Pensabas en serio que podías esconderte de nosotros? ¿Que existía un lugar en el mundo donde el Uniojo no te viera?
– No -reconoció Sarah, estremecida-, lo tuve claro cuando me tropecé con aquella figura siniestra en medio de la niebla. Al principio pensé que se trataba de una ilusión, de una simple quimera, pero poco después comprendí qué significaba.
– Todo lo que ocurrió a continuación -desveló la condesa, deleitándose en hablar con lentitud como si quisiera que el veneno que ponía en cada una de sus palabras surtiera efecto- fue planeado cuidadosamente y con mucha antelación. El arresto de Kamal, su internamiento en Newgate…
– ¿Cómo conocían su pasado?
– El Uniojo lo ve y lo sabe todo. Nuestra red de informadores forma un tejido compacto y llega hasta círculos de iniciados. Todo formaba parte de nuestros planes: desde la fiebre enigmática que contrajo tu amado hasta la búsqueda de un remedio.
– ¿Y Laydon? -preguntó Sarah.
– ¿Laydon? -La condesa se encogió de hombros-. Era mi predecesor, un hombre cuyas facultades difieren ampliamente de su autoestima, y probablemente por eso ha perdido la razón. Sin embargo, nos era útil, puesto que yo tenía muy claro que sería el primero al que pedirías consejo.
– ¿Estaba enterado de todo?
– Por supuesto que no. Le dijimos lo justo para que te pusiera sobre la pista correcta. El objetivo final escapaba a su conocimiento. Y dudo que hubiera estado en condiciones de comprenderlo. Laydon no era más que una pieza en nuestro juego, igual que tú.
– No se engañe -dijo simplemente Sarah.
– ¿Vas a afirmar que habías descubierto el complot? -La condesa meneó la cabeza-. Puede que intuyeras alguna cosa, pero te falta visión para abarcar la gran totalidad, igual que al viejo Gardiner Kincaid. Has seguido solícitamente nuestras indicaciones y fuiste a Praga en busca de un fantasma. En aquel momento habrías estado dispuesta a creer cualquier cosa que te dijéramos; al fin y al cabo, se trata de la vida de tu querido Kamal, ¿no?